Debió echar luz sobre lo que se llamó el crimen del siglo: el asesinato en Dallas el 22 de noviembre de 1963 de John Fitzgerald Kennedy, trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. Pero en vez de echar luz, la Comisión Warren, encargada de investigar el crimen, sembró más sombras, más dudas, más incertidumbres, más sospechas y una única certeza: el asesinato de Kennedy fue un crimen de Estado que, según las teorías conspirativas alimentadas por el pobre informe de la Comisión, involucran a dos poderosos organismos de la época y de hoy: la CIA y el FBI, a exiliados cubanos anticastristas y hasta a elementos de la mafia.
El 27 de septiembre de 1964, a diez meses de Dallas, el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Earl Warren, puso en manos del sucesor de Kennedy, el texano Lyndon Johnson, las conclusiones de la investigación: veintiséis volúmenes y un informe final que no conformaron a nadie que estuviera un paso más allá de los organismos estatales, que aceptaron sin chistar el resultado de la investigación. El juez Warren, la comisión se conoció con su apellido, había tomado juramento a Kennedy la mañana de su asunción, el 20 de enero de 1961.
A Kennedy le volaron la cabeza al mediodía de aquel 22 de noviembre, mientras viajaba en el Lincoln presidencial desde el aeropuerto de Dallas hacia el Trade Mart, el centro comercial de la ciudad, para dar un discurso que jamás pronunció. Antes del balazo fatal, Kennedy recibió otra herida en la espalda disparada desde el sexto piso del depósito de libros escolares de la ciudad y cuando el coche presidencial había girado con lentitud una curva de ciento veinte grados que lo desvió de la calle Houston a la calle Elm, que bordeaba la céntrica Dealey Plaza.
Otro disparo, la Comisión Warren cifró en tres los balazos contra Kennedy, hirió al entonces gobernador de Texas, John Connally.
La policía de Dallas detuvo horas después del asesinato a Lee Harvey Oswald, a quien acusó de ser el asesino de Kennedy. Los investigadores determinaron que Oswald había hecho los tres disparos con un rifle Mannlicher Carcano de 6.5 milímetros accionado por cerrojo, desde la ventana del sexto piso del depósito de libros. Luego, Oswald había huido y se había refugiado en su casa, según la policía. Allí asesinó a un policía, J. D. Tippit, que pasó a verlo nadie supo nunca con cuáles intenciones, y después buscó refugio en un cine donde fue apresado. Oswald negó siempre haber disparado contra Kennedy, llegó a decir en el Departamento de Policía “I’m a Patsy”, “Soy un títere”, o “Soy un tonto”, pero no tuvo mucho tiempo más ni para hablar con la prensa ni para fundamentar su negativa. El 24 de noviembre, dos días después del asesinato de Kennedy, Oswald fue asesinado de un balazo en el estómago por Jack Ruby, un hampón que manejaba un cabaret y que tenía buenos contactos con la policía local. Ruby mató a Oswald en el sótano de la sede policial, a la vista de medio centenar de agentes y periodistas y cuando dos custodios lo llevaban, esposado, al patrullero que lo conduciría a la cárcel.
Muerto Kennedy, muerto el sospechoso de su asesinato, el presidente Johnson nombró el 29 de noviembre a una comisión de notables que se encargaría, con plenos poderes, de desentrañar el crimen. Ese fue el origen de la “The President’s Commission on the Assassination of President Kennedy”, que fue su nombre inicial, y que pretendió esgrimir una imparcialidad que parecía no tener. Entre sus miembros estaba Allen Dulles, un ex jefe de la CIA que odiaba a Kennedy, y era retribuido con gentileza por el presidente, desde la fracasada invasión mercenaria a Cuba en 1961, un plan de la CIA que había aprobado Eisenhower y que Kennedy aceptó continuar. La CIA aseguraba que, cuando sonaran los primeros disparos en la costa cubana, una marea popular se alzaría contra Fidel Castro, que llevaba dos años en el poder, para derrocarlo. Nada de eso pasó, sino todo lo contrario y Kennedy, que se había sentido engañado prometió “atomizar la CIA” y despidió a Dulles. Con los años, surgieron claras evidencias de que Dulles cuidó las espaldas de la agencia de inteligencia, más que en la investigación del crimen.
Otro de los miembros de la Comisión era un joven congresista, Gerald Ford, que en diez años llegaría a reemplazar a Richard Nixon en la presidencia, cuando Nixon debió renunciar por haber obstruido el accionar de la justicia en el Caso Watergate. Ford fue en la Comisión los ojos y oídos del FBI que dirigía J. Edgar Hoover, otro enemigo declarado de Kennedy y de su hermano Robert, que sería asesinado en 1968 en Los Ángeles. Junto a Ford actuó también Arlen Specter, uno de los fervorosos sostenes de la teoría de la “bala mágica”, uno de los disparos que hirió a Kennedy que según la Comisión, trazó luego una increíble trayectoria, y que se convirtió en el disparate más grande de la investigación. Años más tarde, asediado en la Casa Blanca por el escándalo Watergate, Nixon pidió a Specter que fuese su abogado defensor, oferta que Specter desechó con buen tino.
También fue miembro de la Comisión Warren el ex presidente del Banco Mundial John McCloy, ligado a Nelson Rockefeller. En principio, McCloy había sido bastante escéptico con la teoría que afirmaba que Oswald había sido el único tirador en la Plaza Dealey. Su escepticismo estaba fundado en lo que afirmaban los testigos: habían existido más de tres disparos, el Lincoln presidencial se había visto envuelto en un fuego cruzado, había habido más de un tirador y, por lo tanto, había existido un complot para asesinar a Kennedy. Sin embargo, un viaje a Dallas junto a su amigo Dulles, el ex jefe de la CIA, lo convenció con celeridad de lo contrario. Acabó por defender la teoría de la “bala mágica”, negó la existencia de un complot y afirmó que cualquier posible evidencia de conspiración estaba “fuera del alcance” de todas las agencias de investigación de los Estados Unidos, en especial de la CIA y del FBI. Mucho tenía que torcerse el viento para que aquellos notables hallaran siquiera la verdad jurídica del asesinato de Kennedy.
El punto más flojo de la investigación oficial sobre el asesinato de Kennedy era el de los disparos consignados en la escena del crimen. La policía de Dallas habló de tres: dos habían herido a Kennedy en la espalda y en la cabeza. Y un tercer disparo había dado en el cuerpo del gobernador Connally. La Comisión aceptó la versión policial. Pero apareció un testigo inesperado. Se llamaba James Tague y el mediodía del asesinato estaba parado muy cerca de un sitio llamado “triple underpass”, un cruce de carreteras bajo los rieles altos del ferrocarril, a ciento cincuenta y ocho metros del coche presidencial. En el momento de los disparos, Tague sintió un dolor en la mandíbula, se tocó y vio su mano manchada de sangre: lo había herido un pedazo de concreto del cordón de la vereda, donde había dado una bala perdida.
Eso hizo tambalear la investigación policial y los fundamentos de la Comisión. Hasta Tague, los disparos contra Kennedy habían sido tres y los heridos dos. Con el testimonio de Tague los disparos contra Kennedy habían sido dos y los heridos tres: Tague había sido herido por el rebote de una bala perdida. Por lo que hubo que adaptar la historia a la realidad para no revelar la realidad histórica. Una de las balas que dio a Kennedy también hirió a Connally. Era un imposible sobre todo porque fue hallada intacta en una de las camillas del Parkland Hospital donde fueron llevados de urgencia Kennedy y Connally. Ese es el origen de la llamada “bala mágica” y el porqué de su irónico nombre.
La Comisión Warren llegó a doce principales conclusiones.
- Los disparos fueron hechos desde una ventana del sexto piso del Depósito de Libros de Dallas, Texas School Book Depository.
- Se hicieron sólo tres disparos contra Kennedy.
- La misma bala que hirió al presidente en el cuello hirió al gobernador Connally, que viajaba en el asiento delantero del Lincoln presidencial. Es la famosa “bala mágica”.
- Los disparos fueron hechos por Lee Harvey Oswald.
- Oswald asesinó a un policía 45 minutos después del ataque al presidente.
- Oswald se resistió al arresto y quiso disparar contra otro policía.
- El trato dado a Oswald por la policía fue correcto, excepto en la permisividad que mostró en el acceso de la prensa al acusado y que fue contraproducente.
- El asesinato de Oswald por parte de Jack Ruby fue realizado sin apoyo de nadie de la policía y se critica a este cuerpo por la decisión de trasladar al acusado a la cárcel a la vista del público.
- No hubo conspiración ni de Oswald ni de Ruby en los hechos que se investigan.
- Ningún agente del gobierno ha estado involucrado en conspiración alguna respecto a los hechos.
- Oswald actuó solo, sin apoyo alguno para asesinar al presidente, y su única motivación se basa en sus propias situaciones personales.
- El Servicio Secreto, encargado de la protección del presidente, no ha actualizado sus procedimientos de acuerdo a las nuevas necesidades de movimiento del presidente de los Estados Unidos y recomienda reestudiarlos.
De todo esto, poco era verdad. Los disparos hechos en la Plaza Dealey fueron mucho más que tres. La mujer del gobernador Connally, Nellie, siempre creyó, y sostuvo hasta su muerte en septiembre de 2006, que habían sido víctimas de un “fuego cruzado”, que su marido fue herido por un balazo que no fue el mismo que hirió a Kennedy en el cuello, con orificio de salida en la garganta. La controversia sobre la cantidad de disparos hechos en la Dealey Plaza sigue hasta hoy y varía desde tres a ocho o más. Muchos de los testigos confundieron el eco de los balazos originales con nuevos disparos de bala. Pero en su dramático testimonio, Nellie Connally, que sintió que las balas picaban cerca de su cuerpo, aseguró siempre que fueron más de tres y que llegaban de diferentes direcciones. Lo certifica el grito que recordaba haber dado en aquellos instantes: “¡Dios mío! ¡Quieren matarnos a todos…!
Decenas de testigos juraron, aunque muchos de ellos no fueron llamados a declarar ante la Comisión Warren, que el disparo que destrozó la cabeza del presidente fue hecho desde un parapeto levantado en una elevación conocida como “Grassy Knoll, Loma de hierba”, a la derecha y frente al coche presidencial. De hecho, las filmaciones de la época muestran al público y a algunos policías, con el arma en la mano correr hacia ese sector de la plaza, mientras el Lincoln con el presidente herido de muerte acelera rumbo al hospital.
Otro documento pudo tal vez establecer desde temprano el origen del disparo mortal contra Kennedy. El asesinato fue filmado entero por Abraham Zapruder, un sastre que estuvo a punto de no ir con su cámara de ocho milímetros a filmar el paso de la caravana presidencial. En el film de Zapruder se ve con claridad, o se puede presumir con claridad, que el disparo que destroza la cabeza de Kennedy llega desde el frente y a la derecha del Lincoln y no desde atrás, como si lo hubiese hecho Oswald. Pero el film de Zapruder fue secuestrado como prueba por el FBI. Sólo tuvo acceso a él, o a algunos de sus fotogramas, la editorial Time-Life que lo publicó en los años siguientes en forma parcial y con algunas fotos retocadas. El dramático filme de Zapruder recién fue conocido en su totalidad en 1975, presentado en la cadena ABC por el abogado y periodista Geraldo Rivera en su programa “Good Night, America”. Causó conmoción.
De manera que las conclusiones de la Comisión Warren flaquearon de entrada, algunas por inverosímiles. Desde la publicación del informe, una andanada de argumentos en su contra exigía al menos la rectificación de aquella investigación, mientras una especie de muro de piedra se alzaba en defensa de esos mismos resultados. Dos ejemplos de las posiciones opuestas: en 1979, el Comité Selecto sobre Asesinatos de la Cámara de Representantes, una comisión creada para estudiar la intervención estadounidense en intentos de asesinatos de líderes extranjeros, resolvió que “pudo existir una conspiración” en el caso Kennedy. En 2006, en uno de sus últimos documentos públicos firmados antes de su muerte, Gerald Ford afirmó que las conclusiones de la Comisión Warren “se ajustaban a la verdad de los hechos investigados”.
También se alzó contra la Comisión Warren una evidencia temporal que fue cronometrada con extraordinaria precisión porque existen pruebas grabadas: el sonido de los disparos. Según esa evidencia, los tres disparos que le adjudican a Oswald fueron hechos en un lapso de entre seis y ocho segundos. No hay tiempo material, aun para el más hábil tirador, y Oswald no lo era según sus registros en el cuerpo de Marines, de accionar el cerrojo de un fusil tres veces, apuntar tres veces y gatillar tres veces y acertar dos en un blanco pequeño y móvil: la cabeza de Kennedy en el Lincoln azul, que se desplazaba en ese momento a cincuenta y cinco kilómetros por hora.
Para defender la improbable teoría de la “bala mágica”, y la también improbable teoría de un solo tirador, la Comisión Warren sostuvo que el primer disparo hecho por Oswald desde el sexto piso del depósito de libros hirió a Kennedy en la espalda, atravesó su cuello, salió por su garganta, entró por la espalda de Connally, salió e hirió su muñeca para quedar alojada en el muslo izquierdo del gobernador de Texas. Para que esto sucediera, había que dar por cierto el extrañísimo recorrido del proyectil para cumplir con el destino que la Comisión le asignaba y que defendió siempre como cierto. Quedaba por justificar otro “milagro” teórico. Dar por cierto que el proyectil, recubierto por una funda de cobre, atravesara los cuerpos de Kennedy y de Connally, quince capas de ropa, cuarenta centímetros de tejido humano, arrancara diez centímetros de costilla de Connally se alojara en su muslo… y saliera intacto. Así lo hallaron en la camilla del gobernador en el Parkland Hospital. Paul Landis, un agente del servicio secreto admitiría años más tarde que él había hallado la bala en el auto presidencial, que la había tomado para que nadie pretendiera alzarse con ella como recuerdo y que la había depositado en la camilla. Como fuere, la bala mágica estaba intacta. Landis nunca fue llamado a declarar por la Comisión Warren.
La “bala mágica” fue el sepulcro de la Comisión, clasificada como evidencia CE399 (Commission Exhibit 399). Lo más que llegó a admitir el organismo fue que, pese a las “evidencias persuasivas” que daban por cierta la endiablada trayectoria de la bala, “hubo diferencias de opinión entre los miembros de la Comisión en cuanto a esta probabilidad”.
Robert Groden, un historiador que es también autor de un revelador libro, “The killing of a President – El asesinato de un presidente”, tuvo acceso a un documento secreto que reflejó una reunión de la Comisión del 27 de enero de 1964, en la que sus miembros discutieron la posible relación de Oswald con la CIA y el FBI y expresaron su sorpresa sobre esa eventual relación: “(…) and were dismayed about de implications” – y quedaron consternados por la implicación”). También admitieron ser conscientes de que la herida de entrada de la bala que hirió a Kennedy en la espalda estaba bastante más abajo que la herida de salida en la garganta. Esa proyección hace imposible un disparo desde el sexto piso del depósito de libros escolares de Dallas ya que la trayectoria debía ser entonces al revés, herida de entrada alta y de salida más baja. “Sin embargo –señala Groden– cuando fue publicado el informe final, incluyó un diagrama de la espalda del Presidente en la que la herida fue colocada seis pulgadas (quince centímetros) más arriba de su real ubicación”.
A sesenta años de las conclusiones de la Comisión Warren, son aún más fascinantes las teorías conspirativas que desató que las certezas que dejó establecidas. La vida de Oswald, su relación con la CIA y con el FBI, su pasado en la URSS, su asesinato a manos de un alcahuete de la policía de Dallas, la imposibilidad material de que haya sido Oswald el único tirador, o un lobo solitario, las andanzas en Dallas el día del crimen Kennedy de unos agentes o ex agentes de la CIA, entre ellos Frank Sturgis, que años más tarde estaría involucrado en el caso Watergate al servicio de Nixon, son parte de otra historia que aún está por ser revelada y que yace en la abundante documentación secreta que todavía rodea el caso.
En 2017 el entonces presidente Donald Trump prometió desclasificar toda esa información secreta, que es mucha, sobre el asesinato de Kennedy. Liberó dos mil ochocientos documentos sobre los que empezaron a trabajar al menos siete documentalistas. Pero Trump mantuvo en secreto una cantidad todavía no determinada de documentación. Lo hizo a pedido del FBI y de la CIA.
En el resultado arrojado por la Comisión Warren no creyó nadie, ni siquiera aquella sociedad ya lejana y tal vez simple de los felices años 60 que empezaron a tornarse trágicos en Dallas. Y aún hoy es más importante lo que la Comisión calló que lo que admitió saber, o dijo haber averiguado. El primero en saberlo fue el propio juez Warren que siempre exhibió una inquieta pesadumbre por la pesada carga que le había caído en las espaldas, y por el resultado magro de su trascendente misión. Eso no lo excluye de responsabilidad, pero le da cierto valor a las palabras que le dedicó a la Comisión que presidió, que siempre fueron pocas. Un día le preguntaron al juez si alguna vez sería pública la documentación completa que existe sobre el asesinato de John Kennedy. Y Warren, que de ingenuo tenía nada, contestó: “Sí, ese momento llegará algún día. Pero no mientras vivamos”.
Earl Warren murió el 9 de julio de 1974, un mes antes de la renuncia de Richard Nixon como presidente de Estados Unidos.