Al general británico Frederick Browning todos lo conocían como Boy. Usaba, como Montgomery, la boina ladeada y hacía un culto de la elegancia y su dandismo. Siempre pulcro se paseaba por el campo de batalla con sus prendas planchadas e impecables. Uno de sus asistentes llevaba varias prendas de vestuario para que él se cambiara por si se ensuciaba. Estaba casado con la escritora Daphne du Maurier. La participación de Browning en la Operación Market Garden fue importante por diversos motivos. De él fue la frase que acompañaría a la batalla para siempre. Cuando le preguntaron si sus unidades de paracaidistas podían alcanzar el objetivo, dijo que por supuesto. Pero poco después, cuando las cosas se complicaron agregó: “Creo que estamos yendo a un puente demasiado lejos”. Boy Browning utilizó 38 aeronaves para transportar elementos para montar su cuartel central en la zona de los hechos. Entre otras cosas llevó su sillón favorito, un grabado del pintor Alberto Durero y hasta tres osos de peluche.
Alguien habían impulsado el plan con una promesa grandilocuente pero tentadora: “Será el nuevo Normandía”. Pero nada salió según lo previsto y la operación se tornó una pesadilla. Un pequeño Waterloo. Pérdida de muchas vidas, miles de prisioneros, destrucción de gran cantidad de material bélico, pérdida de posiciones y, para peor, un enemigo que salió envalentonado e indemne. La Operación Market Garden prometía ser el golpe final para la Alemania Nazi en el frente Occidental. Sin embargo, resultó ser la última victoria alemana de la Segunda Guerra Mundial, un triunfo que pareció poner en peligro todo el territorio ganado por los Aliados hasta ese momento.
Uno imagina que en la génesis de estos grandes hechos históricos, en estas operaciones militares trascendentes, hay meses de estudio y planificación y toma de decisiones ascéticas y frías, puramente racionales, alejadas de personalismos, rencillas personales, ansias de figuración y disputas por el poder. Pero no es así. La vida de miles de soldados, en (muchas) ocasiones, se juega en un imaginaria mesa de póker, en una cinchada de egos descomunales de militares que no quieren dar el brazo a torcer, que más que avanzar en el territorio con las menores bajas posibles, piensan en ser perpetuados por los libros de historia.
La Batalla de Arnhem o La Batalla de los Puentes, ocurrida en septiembre de 1944, ochenta años atrás, fue una impensada caída de los Aliados motivada por un exceso de confianza, por errores de cálculo, alguna mala jugada del azar y por la colisión de egos entre los generales a cargo de la toma de decisiones.
Los Aliados habían reconquistado Francia y Bélgica mucho más fácil de lo que habían pensado. Ese avance veloz y sorpresivo hasta le trajo problemas. Los cálculos previos a Normandía habían sido cautelosos. Creían que tardarían 11 meses en llegar a la frontera alemana. Pero lo habían logrado en 4. Eso hizo que la cadena de aprovisionamiento y logística fallara. Demasiado éxito. Una vez que lograron acomodar la nueva situación, los generales, en especial los británicos, exigieron más. Presentaron sus proyectos y prometieron una victoria fácil. No podía ser de otro modo. El ritmo de su avance sorprendía al enemigo (y a ellos mismos); era mayor al de las fuerzas nazis en el inicio de la Segunda Guerra. Predominaban el optimismo y la ambición.
La realidad los golpearía con dureza.
Es cierto que los hechos de los últimos meses parecían darle la razón. Mientras Europa estaba siendo reconquistada ante el avance de los norteamericanos e ingleses por un lado y el del Ejército Rojo en el Frente Oriental, los nazis y sus posibilidades se reducían cada vez más. Sus posiciones eran endebles y se limitaban a lo defensivo. Fortalecer la Línea Sigfried era para septiembre de 1944 su mayor objetivo. Los Aliados querían abrir agujeros en esa línea para ingresar hacia el Rhur, el corazón productivo del Tercer Reich. Ese sería el golpe de gracia para Adolf Hitler.
El siguiente objetivo fueron los territorios neerlandeses, que todavía no habían sido liberados. El objetivo central eran los puentes del norte, los que permitían atravesar el Rin, claves para internarse en territorio enemigo.
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La mayoría de los líderes Aliados proponía un ataque convencional, progresivo, que permitiera erosionar y derrotar por etapas divisiones enemigas y ganar terreno. Pero el inglés Bernard Montgomery, Monty, propuso un ataque relámpago que sorprendiera a los nazis. Pero para eso necesitarían una gran concentración de fuerzas: 2.000 aeronaves y casi 100.000 hombres. Todas las divisiones de paracaidistas disponibles y mucho apoyo terrestre.
A esta altura de la Guerra, la convivencia entre los mandos aliados no era serena. La diferencia de nacionalidades de los que tomaban las decisiones hacían que los resquemores crecieran entre los generales. Montgomery (y Churchill y hasta podría decirse que cada soldado inglés) creía que los ingleses no eran reconocidos debidamente. Pero la relación de poderío no era equivalente entre los diferentes integrantes de los Aliados. Estados Unidos era el que predominaba en cantidad de hombres y de armamento. El historiador Anthony Beevor afirma en su libro La Batalla de los Puentes que la convicción errada de que Inglaterra es subestimada por las grandes potencias en cuanto a su poderío nació en septiembre de 1944 en virtud de esta batalla, que sus fuerzas no eran ni son equivalentes a las de Estados Unidos.
Algunos de los generales norteamericanos se opusieron desde el principio. Les parecía que las posibilidades de éxito eran escasas. Dwight Eisenhower, el comandante general aliado, no estaba demasiado convencido; de hecho ya había rechazado otros intentos británicos de utilizar las divisiones de paracaidistas ociosas y ansiosas por entrar en acción. Montgomery sostenía que la operación decidiría el destino la guerra. A su favor, obviamente. Después de poner en marcha su plan, ya no habría resistencia alemana. Eso sorprendió a varios porque el militar inglés solía ser cauteloso y nunca iba contra las probabilidades. Pero la posibilidad de convertirse en el que quebró definitivamente la defensa rival lo nubló. El general británico Urquhart dijo, en cambio, que se trataba de una misión suicida, que el margen de la posibilidad de éxito era mínimo.
Finalmente, Eisenhower dio la orden de que el plan se pusiera en marcha. Se llamó Market Garden. Market sería la primera parte, la invasión desde el cielo, con las brigadas de paracaidistas; Garden, el avance terrestre.
El 17 de septiembre de 1944, desde el cielo, llegó la primera oleada. Centenares de bombarderos descargaron miles de bombas sobre las defensas alemanas. Los paracaidistas se acercaban al lugar. Ese primer día, 20.000 hombres fueron movilizados. En los cálculos previos esa ofensiva debía ser suficiente. Pero no resultó, fueron ferozmente repelidos.
Una serie de decisiones erróneas, de falencias de equipamiento, de falta de comunicación y vicisitudes climáticas colaboraron para el desastre. La tormenta perfecta. Hasta fueron desoídos mensajes de la resistencia holandesa que afirmaban que el ejército nazi se mantenía fuerte en la región y que estaba esperando el ataque.
El primer contingente de paracaidistas debió dividirse en varias tandas porque no había suficientes aviones disponibles y la niebla retrasó el despegue de otros. El apoyo terrestre debía acercarse por un camino de una sola mano y desguarnecido, lo que permitió que los alemanes atacaran fácilmente a los que llegaban. Las defensas antiaéreas derribaron varios aviones. En uno de ellos los alemanes encontraron el plan de combate. Con esos papeles se adelantaron a cada movimiento de las fuerzas aliadas. El factor sorpresa se había perdido y varias compañías de paracaidistas fueron acribilladas antes de llegar a tierra. A las tropas que venían por tierra las emboscaron con facilidad separándolas del resto.
Cuando llegaron a Berlín las primeras noticias del ataque, la reacción de Hitler fue de sorpresa y de furia. Teniendo en cuenta las derrotas veloces y aplastantes de los meses anteriores, el Führer supuso que otra vez los Aliados lo derrotarían. Ordenó a su comandante que si la situación le era adversa a sus tropas, dinamitara cada uno de los puentes. Walter Model desobedeció la orden y peleó. Dejo los puentes intactos y fueron fundamentales para el contraataque. La apuesta le salió bien. Defendió su posición a lo largo de diez días.
Las bajas de los Aliados fueron muy numerosas. La Operación Market Garden produjo más muertes para ellos que el Desembarco de Normandía. La cantidad de heridos fue enorme. Los alemanes tomaron más de 7.000 soldados enemigos como prisioneros de guerra. La Primera División de Paracaidistas, por ejemplo, dejó de existir por la enorme cantidad de bajas.
En el campo de batalla, Frederick Browning, Boy, el encargado de las tropas británicas, pese al confort por el que se había hecho rodear, no podía hacer nada para evitar la derrota y las bajas.
El General James Gavin fue muy crítico de la actuación del inglés en Arnhem. Luego del fracaso de la operación, de las pérdidas y las muertes, Browning, por su parte, culpó al comandante polaco Sosabowski. Cargó sobre él todas las culpas. Los paracaidistas polacos mostraron gran valor y sufrieron muchísimas pérdidas. Cuando los alemanes ya tenían en sus manos los planes del enemigo, esperaron en tierra la llegada de los contingentes restantes. Uno de ellos fue el de los polacos que fueron masacrados en el aire sin poder defenderse. Pero Sosabowski, según coinciden los principales historiadores, fue utilizado como chivo expiatorio por parte de los militares ingleses y norteamericanos.
Browning y sus actitudes chocaban con James Gavin, un general norteamericano que era llamado “El General Saltarín” porque se lanzaba con sus tropas en las misiones. También lo hizo en la Market Garden. El viento fuerte hizo que su descenso en vez de ser sobre el césped fuera sobre pavimento. La caída fue dura y lo dejó lesionado. Aunque él no aceptó los consejos médicos y continuó en combate (tiempo después se comprobó que se había fracturado dos discos lumbares). Su compañía hizo contacto en un terreno bastante alejado del puente que debían asegurar. Al llegar al lugar, el combate fue intenso y fueron rechazados. Otra parte del plan aliado que no podía llevarse a cabo. Gavin era otro que se destacaba por algunas excentricidades y por actos ajenos a sus habilidades militares. Tenía fama de rompecorazones. Durante la Segunda Guerra mantuvo romances con Marlene Dietrich y Marta Gellhorn, la periodista que había estado casada con Hemingway, entre otras celebridades.
Así, más o menos, fueron los grandes movimientos. Tropas, números, fechas, generales, comandantes, objetivos tomados o incumplidos. Pero en cada sector, durante cada hora, hubo como en toda guerra un drama humano. Mutilaciones, hambre, muerte. Dolor.
Un contingente de soldados norteamericanos tuvo que refugiarse en el sótano de una escuela. Decenas de ellos estaban heridos, sin posibilidad de moverse. Las bombas, cada tanto seguían cayendo. Habían quedado desconectados del resto de la tropa. Los equipos de comunicación estaban estropeados. La potencia de las réplicas nazis, los habían obligado a cambiar el rumbo original. Ya habían perdido muchos hombres y nadie los buscaba. Las municiones se habían acabado. También la comida. En algún momento la sed fue tan acuciante que ingirieron cualquier líquido que encontraban. Beevor cuenta que a uno de esos soldados, un afroamericano de veinte años, el pelo se le encaneció de manera completa en apenas una semana. En un momento el jefe de la compañía también herido, delegó el mando en otro oficial y le ordenó que escapara con los hombres que pudieran trasladarse por sí mismos; el resto, con él a la cabeza, se entregaron al enemigo para que los heridos de gravedad tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir y para no morir de la inanición.
En uno de los diarios personales que Anthony Beevor consultó para escribir su libro, un soldado escocés que estaba en la guerra desde hacía cuatro años escribió un llamado desesperado: “Esto no es una batalla. Esto es un asesinato masivo. Nos están liquidando”.
Otra historia personal. Uno de los aviadores norteamericanos herido en combate fue atendido en un hospital de campaña. Las enfermeras eran adolescentes belgas y holandesas que ayudaban en lo que podían. Una de ellas de 16 años lo asistió con denuedo hasta que el hombre se recuperó. Ella estaba muy flaca, demasiado, debido a la escasez de alimentos. El soldado tiempo después del alta volvió al hospital para llevarle algo de comida a esa enfermera que estuvo junto a él en el peor momento. Pasaron muchos años, casi dos décadas, para que los dos se reencontraran. Fue en otras circunstancias. En la filmación de Sola en la Oscuridad (Wait Until Dark) el director Terence Young descubrió que su protagonista, que Audrey Hepburn, había sido la enfermera que le había salvado la vida.
La Operación Market Garden llegó dos veces al cine. La primera fue poco después del fin de la guerra, Theirs is the Glory. La segunda fue en 1977. Una súper producción dirigida por Richard Attenborough y un elenco estelar: Michael Caine, Sean Connery, James Caan, Dirk Bogarde. Se llamó Un Puente Demasiado Lejos, la frase de Boy, ganó varios premios, lideró la taquilla y los hechos se ajustan bastante a la historia real.
Los Aliados recién lograron liberar Holanda muchos meses después, el 5 de mayo de 1945. Los alemanes durante esos meses aumentaron su ferocidad en uno de los pocos territorios europeos que quedaban bajo su poder. Recrudeció la persecución a la resistencia y las matanzas en revancha por lo sucedido. Cuarenta mil holandeses fueron deportados a los campos de concentración. La ciudad de Arnhem fue vaciada y destruida. Sus más de 100.000 habitantes fueron obligados a emprender un éxodo. El racionamiento se ajustó todavía más. A la escasez se sumó la venganza. La dieta promedio dada a los holandeses bajó a las 350 calorías diarias. Gran parte de la población cayó en la desnutrición. Alrededor de 20.000 personas murieron de hambre.