Era una noche cálida de verano en Beverly Hills. Los Ángeles. En las casas amplias de los millonarios del barrio ya todos habían cenado. La calma fue fulminada por el eco de disparos. Muchos pensaron que se trataba de truenos. Parecía increíble escuchar balazos en esa zona de mansiones. En una de esas casas rodeada de jardines y un cerco de dos metros, José Menéndez y su esposa, Kitty habían sido asesinados.
El 20 de agosto de 1989, pleno verano en el hemisferio norte, Lyle Menéndez, de 21 años, realizó una llamada desesperada al 911: “Mataron a mis padres”, gritó entre sollozos. Al llegar la policía, Erik, su hermano de 18, lloraba desconsoladamente frente a la casa. Los dos recitaron la misma versión. Afirmaban haber encontrado a sus padres sin vida tras regresar del cine. José, de 45 años, un influyente ejecutivo de la industria del entretenimiento, y Kitty, de 47, ex reina de belleza, habían sido abatidos a tiros. La brutalidad del ataque era tan evidente que a Kitty le dispararon diez veces mientras intentaba huir. José, por su parte, recibió múltiples disparos. El ataque incluía uno mortal que le había destrozado la cabeza mientras estaba sentado en el sofá.
Esa noche calurosa de agosto no corría viento en California. Los chicos entraron a la casa sin hacer ruido y en menos de 5 minutos habían terminado con las vidas de sus padres. Primero fue José que estaba en el sillón mirando la TV con una cerveza. Kitty gritó y corrió. Fue acribillada por la espalda en la huida. Lyle y Erik quedaron paralizados frente a la escena que habían creado. Minutos después, idearon el plan para intentar zafar de sus actos.
Los crímenes que desconcertaron a Los Ángeles
La noticia conmocionó a una ciudad donde los escándalos y las tragedias siempre habían tenido un toque de glamour al estilo Hollywood. Sin embargo, la matanza de los Menéndez eran de otro estilo. Nada tenían que ver con las estrellas del cine y la TV. En un principio, las autoridades consideraron la posibilidad de un asesinato al estilo de una ejecución mafiosa. Nada los hacía sospechar de los hijos de las víctimas. La pena de los hermanos parecía tan genuina, tan desgarradora, que ni siquiera fueron sometidos a pruebas básicas, como revisar sus manos para detectar residuos de pólvora, por ejemplo.
A medida que avanzaban las investigaciones, la imagen de los hermanos Menéndez, abatidos y destrozados por la pérdida de sus padres, comenzó a desmoronarse. Durante los primeros días, Lyle y Erik Menéndez parecían sumidos en el dolor, consumidos por la tragedia. Sin embargo, su comportamiento posterior al asesinato empezó a levantar las primeras sospechas. Lejos de sumirse en el luto, los hermanos emprendieron un estilo de vida de lujo y excesos. Empezaron a gastar el dinero de la herencia de manera desenfrenada.
En menos de seis meses, habían despilfarrado 700.000 dólares de los 14 millones que dejó la fortuna de su padre. Se compraron coches de alta gama, relojes caros, contrataron entrenadores privados de tenis, y se dieron el gusto de viajar a los destinos más exclusivos. A ojos de la policía, ese comportamiento era más que extraño para dos jóvenes que, según decían, habían quedado devastados por el asesinato de sus padres. El luto había sido demasiado corto. Los investigadores comenzaron a poner en la mira a los hermanos Menéndez.
El detective Les Zoeller, quien lideraba la investigación, comenzó a notar inconsistencias en las declaraciones de los jóvenes. Entre los detalles que llamaron su atención estaba una afirmación de Lyle y Erik: ambos mencionaron haber visto humo de los disparos en la escena del crimen. Sin embargo, este habría desaparecido mucho antes de que los hermanos, según su relato, hubieran llegado a la casa. También descubrieron que Erik había escrito un guion cinematográfico en el que un joven mataba a sus padres para heredar su fortuna, lo que no hizo más que alimentar las sospechas.
La confesión que lo cambió todo
Mientras asistía a sesiones de terapia con el psiquiatra Jerome Oziel, Erik Menéndez no pudo soportar la culpa y le confesó al terapeuta todo lo sucedido. Los dos hermanos habían asesinado a sus padres. Lo que Erik no sabía era que Oziel había grabado esas confesiones y que la amante del doctor, tras enterarse de la grabación, llevó las cintas a las autoridades.
Con las pruebas en sus manos, la policía no dudó. El 8 de marzo de 1990, Lyle y Erik Menéndez fueron arrestados y acusados del asesinato de José y Kitty Menéndez. Las cintas del terapeuta se convirtieron en el eje de la acusación, y la revelación de que los propios hijos habían perpetrado el brutal crimen sacudió a todo Estados Unidos.
Así, la defensa de los jóvenes empezó a trazar la estrategia. Para los abogados, el momento clave que llevó a los hermanos Menéndez a matar a sus padres fue una conversación que tuvieron con José días antes del crimen. Según Lyle, su padre le confesó que los abusos hacia Erik no terminarían nunca. En ese instante, ambos hermanos sintieron que estaban atrapados en un ciclo infinito de violencia y sometimiento. Fue esta revelación, según declararon en el juicio, la que detonó su decisión de acabar con la vida de sus padres. “No había otra salida”, afirmó Erik frente al juez con la voz entrecortada.}
Los testimonios de los Menéndez reflejaron un pánico absoluto. Ambos hermanos describieron el terror que sentían al imaginar que los abusos continuarían por siempre. Erik, quien para entonces tenía 18 años, habló del miedo que lo paralizaba y la convicción de que su padre tenía control absoluto sobre sus vidas. Según él, José había cultivado ese ambiente de dominación desde que eran niños. “No podíamos decirle a nadie, él lo controlaba todo”, explicó Erik entre lágrimas.
En la versión de los Menéndez, aquella fatídica noche de agosto de 1989 fue el resultado de un miedo acumulado durante años. El asesinato de José y Kitty no fue planeado como un golpe por la herencia, insistieron, sino un acto de desesperación. Según la defensa, los hermanos compraron las armas días antes del asesinato con la única idea de protegerse, en caso de que José volviera a atacarlos.
La estrategia de la fiscalía: matar por dinero
A pesar de las emotivas declaraciones de los hermanos, la fiscalía mantuvo su versión: los Menéndez habían asesinado a sus padres por una razón mucho más fría y calculadora. Los fiscales alegaron que, tras años de recibir reprimendas y ante el control absoluto de José sobre su herencia, Lyle y Erik tomaron la decisión de matarlo para quedarse con su fortuna. José había dejado claro que estaba descontento con sus hijos por sus actos delictivos juveniles y, según se descubrió después, consideraba eliminar a sus hijos del testamento. Esta amenaza, afirmaba la fiscalía, fue lo que llevó a los hermanos a cometer el crimen.
Además, la adquisición de las armas fue otro punto crítico para la fiscalía. Presentaron pruebas de que los Menéndez habían usado una identificación robada para comprarlas, lo que, según los fiscales, indicaba premeditación. La teoría de la fiscalía pintaba a los hermanos como jóvenes frívolos que, cansados de las restricciones de su padre, vieron en el asesinato una manera de asegurar su futuro financiero sin tener que rendirle cuentas a nadie.
Lyle y Erik Menéndez crecieron rodeados de lujos, en un ambiente que, a primera vista, parecía ser el sueño de cualquier niño. Criados en un suburbio acomodado de Nueva Jersey, sus vidas estaban marcadas por las aspiraciones de su padre, José Menéndez, un inmigrante cubano que se había labrado su propio camino hasta convertirse en un poderoso ejecutivo de la industria del entretenimiento. Su madre, Kitty Menéndez, era una ex reina de belleza, cuya vida de aparente perfección ocultaba profundas grietas.
Desde pequeños, los hermanos estuvieron sometidos a la estricta supervisión de su padre, quien esperaba que sobresalieran en todo lo que hicieran. José Menéndez no se conformaba con menos que la excelencia. En su afán por moldear a sus hijos, los obligaba a alcanzar metas exigentes en la escuela, y sobre todo, en el tenis, el deporte que había elegido para que se destacaran. Contrató entrenadores privados y les imponía una disciplina tan severa que incluso uno de los coach renunció, incapaz de soportar la presión.
Presión por ser los mejores
La intensidad de José Menéndez no se limitaba a las canchas de tenis. En casa, esperaba que sus hijos fueran capaces de mantener conversaciones complejas sobre temas como la política internacional, y, en ocasiones, les daba largas charlas que podían durar horas. La expectativa constante de perfección era agotadora para Lyle y Erik, quienes crecieron bajo una combinación de disciplina militar y presión psicológica.
A pesar de la fachada de éxito y riqueza, el hogar de los Menéndez comenzó a mostrar señales de inestabilidad. En 1986, la familia se trasladó a California, cuando José asumió un puesto destacado en la industria del entretenimiento. Con este cambio, los problemas internos de la familia empezaron a hacerse más visibles. Lyle y Erik, ahora adolescentes, comenzaron a rebelarse contra el estricto control de su padre. Los chicos salían a robar las casas de sus vecinos. Este comportamiento enfureció a José, quien tomó medidas drásticas. Según los informes, decidió modificar su testamento para reducir la parte que le tocaba a sus hijos. Incluso contempló la idea de eliminarlos completamente de su herencia.
El conflicto entre padre e hijos no hacía más que escalar, y el ambiente en el hogar de los Menéndez se tornó cada vez más tenso. Kitty, por su parte, era incapaz de calmar la creciente tensión familiar. Su inestabilidad emocional la llevaba a períodos de depresión y violencia, según afirmaron Lyle y Erik en su juicio.
A pesar de la opulencia material en la que crecieron, Lyle y Erik describieron una niñez marcada por el miedo y la angustia. Su testimonio en el juicio arrojó luz sobre una dinámica familiar oscura, en la que el éxito y la presión por alcanzar el reconocimiento encubrían una historia de control absoluto y abuso psicológico y físico. Los hermanos aseguraron que el comportamiento autoritario y, a menudo cruel, de José no era solo una manifestación de sus altas expectativas, sino una forma de dominación que mantenía a la familia bajo su control férreo. Las expectativas inalcanzables de José, combinadas con la fragilidad emocional de Kitty, crearon un ambiente de caos detrás de las puertas cerradas de la lujosa mansión de los Menéndez.
Tras el primer juicio en 1994, en el que los jurados no lograron alcanzar un veredicto unánime, la fiscalía y la defensa se prepararon para un segundo enfrentamiento en 1995. Sin embargo, esta vez habría una diferencia significativa: el juez Stanley Weisberg prohibió las cámaras en la sala. Así, el magistrado eliminó el componente mediático que había mantenido al país pegado a sus televisores durante el primer juicio. A pesar de esta decisión, el caso de los hermanos Menéndez seguía siendo uno de los temas más comentados en los medios y entre la opinión pública.
Uno de los puntos más difíciles de refutar para la defensa fue la compra de las armas utilizadas en el crimen. La fiscalía demostró que los hermanos habían adquirido las escopetas días antes del asesinato con una identificación robada. Este hecho señalaba una premeditación que contrastaba con la imagen de desesperación inmediata que los hermanos intentaban proyectar. La narrativa de los abusos, aunque perturbadora, no era suficiente para explicar la minuciosa planificación que se había llevado a cabo antes de la masacre.
El segundo juicio fue menos dramático que el primero, pero el resultado fue decisivo. En marzo de 1996, el jurado emitió su veredicto: culpables de asesinato en primer grado. Además, fueron condenados por los cargos adicionales de conspiración para cometer asesinato. Con este veredicto, el tribunal dejó claro que no creía que los abusos justificaran el brutal crimen de José y Kitty Menéndez. La sentencia fue inapelable: cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Precursores de los juicios mediáticos
El juicio de los Menéndez dejó una huella imborrable en la cultura estadounidense. Fue uno de los primeros casos en ser transmitidos por Court TV, y abrió el camino para una nueva era de juicios televisados que mezclaban la realidad con el entretenimiento. La opinión pública quedó dividida: mientras algunos veían a los Menéndez como víctimas que, en un acto de desesperación, pusieron fin a su sufrimiento, otros los consideraban asesinos fríos, cuyo objetivo era simplemente heredar una vida de lujo.
Los hermanos fueron enviados a prisiones diferentes. Lyle fue encarcelado en la prisión estatal de Mule Creek, mientras que Erik fue trasladado a la institución correccional de Folsom. La decisión de mantenerlos separados durante los primeros años de su condena fue vista como una medida para evitar que ambos, en contacto, crearan controversias o trataran de influir en sus seguidores. Sin embargo, tras más de 20 años separados, en 2018, finalmente se les permitió reencontrarse en la Prisión Correccional Richard J. Donovan en San Diego, donde ambos cumplen su condena en la actualidad.
Lyle contrajo matrimonio en 1996 con Anna Eriksson, una ex modelo, aunque el matrimonio no duró mucho y se divorciaron en 2001 cuando Eriksson descubrió que el joven se escribía con otras mujeres. En 2003, Lyle volvió a casarse, esta vez con Rebecca Sneed, una abogada. Erik, por su parte, contrajo matrimonio en 1999 con Tammi Saccoman, una mujer que había sido una fiel seguidora del caso Menéndez.
Con los años, Lyle Menéndez, en particular, reflexionó públicamente sobre el crimen y el impacto que tuvo en sus vidas. En una entrevista de 2017 con ABC News, Lyle admitió que el peso de sus acciones siempre lo acompañaría: “Soy el chico que mató a sus padres, y ningún río de lágrimas cambiará eso y ningún arrepentimiento tampoco”, declaró.
El público mantiene su fascinación por el caso. Y cada tanto surge algún nuevo documental o serie que reaviva el interés. Netflix lanzó este mes una serie sobre los crímenes de los hermanos. Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menéndez, es la nueva entrega de la serie antológica de Ryan Murphy e Ian Brennan para la plataforma. a serie cuenta con un elenco destacado, encabezado por Javier Bardem como José Menendez y Chloë Sevigny como Mary Louise “Kitty” Menendez. Nicholas Alexander Chavez interpreta a Lyle Menendez y Cooper Koch a Erik Menendez.
Pese a la exposición mediática, los Menéndez están condenados a morir tras las rejas. Quizás, Lyle y Erik cada noche cuando se apagan las luces de la prisión, vuelven a cada minuto de esa noche en la que decidieron asesinar a sus padres. Al instante que sus vidas cambiaron para siempre luego de jalar el gatillo.