La ostentación debería ser uno de los siete pecados capitales. Como lo es la soberbia que ocupa el primerísimo lugar. En realidad, van de la mano y suelen anteponer el egoísmo y el capricho al bienestar de otros. Pretender romper récords; intentar llamar la atención de los ojos de la humanidad; querer ser el más alto, el que llega más lejos, el que va más rápido o el que se hunde en el abismo más profundo dentro de las entrañas de la tierra; desear superar a Eurípides, a Pitágoras, a Einstein o a Newton o, simplemente, desafiar las leyes de la sabia madre naturaleza podría constituir una hazaña, una osadía extrema o una soberana estupidez. Por mi parte, diría que este pecado podría ser catalogado como una impertinente grandilocuencia.
El Titanic era el trasatlántico “insumergible”; el Titán el minisubmarino que iba más hondo; el dirigible Hindenburg un globo lleno de hidrógeno e ínfulas y el velero Bayesian el que enarbolaba el mástil más encumbrado del planeta. Los ricos del mundo pagaron fortunas para subirse a estos vehículos que los constructores afirmaban eran seguros. A pesar de ello, todos estos casos terminaron en tragedias que se robaron las primeras planas de los diarios, inspiraron películas y, todavía hoy, despiertan tanta curiosidad como morbo. ¿Cómo es que los ricos se meten en patas dentro de una nave incómoda que baja 4000 metros por debajo de la superficie marina? ¿Cómo puede ser que pasajeros tan inteligentes que han sabido facturar millones y millones se queden durmiendo en un camarote en medio de una tormenta brutal? ¿Por qué habiendo gastado fortunas en construir estas naves las mismas terminaron no funcionando como se esperaba? ¿Hubo fallas mecánicas? ¿O fueron los humanos que las manejaban los culpables? ¿Cuánto de su diseño constituyó un desafío abierto a las leyes de la física? ¿Los expertos pifiaron en algún cálculo? O, recurriendo a la magia para repartir culpas, ¿podemos atribuir estas desgracias a los contratiempos climáticos o a la pura mala suerte? A sus protagonistas ¿no se les representó la fatalidad? La discusión está en cada mesa.
Es cierto que la evolución implica tomar riesgos, pero existen peligros que se corren innecesariamente y que van bien pertrechados con la soberbia humana y la prepotencia del dinero. Por esto es que el caso del transbordador espacial Challenger, que explotó en 1986 ante los ojos del planeta, no entra en esta lista de sucesos. El hilo conductor de esta nota es más bien la grandilocuencia irresponsable.
El mástil más alto del planeta
El dinero no solo no protege siempre a quienes lo tienen, también puede exponerlos de manera brutal. Los pobres no mueren en aviones supersónicos ni conduciendo una Ferrari. Esos son los millonarios. Como ocurrió con el velero de lujo Bayesian, frente a las costas de Sicilia, mientras los pasajeros descansaban en sus exclusivos camarotes durante una tempestad que resultó feroz.
Este velero de 56 metros de eslora y con un calado máximo de 9.73 metros, había sido construido en el año 2008 por la empresa Perini Navi que fue comprada, hace dos años, por The Italian Sea Group. La nave estaba considerada una síntesis perfecta de elegancia marina y tecnología de vanguardia. Su imponente mástil de aluminio trepaba los 72,3 metros de altura siendo el más alto del mundo para este tipo de embarcación. La superficie de su vela era gigante, unos 3000 metros cuadrados. Su potencia provenía de dos motores diesel que le permitían alcanzar una velocidad máxima de 28 kilómetros por hora, algo superior a cualquier otro velero. Cargaba 50.000 litros de combustible, tenía una autonomía de 3600 millas náuticas (unos 6700 kilómetros) y una reserva de 12.400 litros de agua. Su cubierta estaba terminada con madera de teca y su peso alcanzaba las 473 toneladas. Tenía 436 metros cuadrados interiores que estaban divididos en salones, cocina y seis camarotes de lujo. El confort y la decoración había sido obra del diseñador Rémi Tessier quien se inspiró para lograrlo en la despojada estética japonesa.
Fue botado con bandera holandesa bajo el nombre Salute y obtuvo un gran premio al mejor velero, pero para el momento de su hundimiento circulaba por los océanos con bandera británica. En el año 2020 había sido íntegramente reacondicionado y su valor actual rondaba los 18 millones de euros.
Este viaje era un festejo planificado por el marido de la que figuraba como dueña del velero en los papeles: Angela Bacares (57). El anfitrión, su esposo, era nada menos que Michael “Mike” Lynch (59), un empresario tecnológico multimillonario experto en Inteligencia artificial y fundador de Cambridge Neurodynamics, una compañía especializada en reconocimiento digital de huellas dactilares. Años después de haber creado esa empresa Lynch fundó otra llamada Autonomy. Eso lo enfrentó a demandas de fraude en los Estados Unidos y en Gran Bretaña que duraron años de litigio.
Lynch y su vicepresidente Stephen Chamberlain, fueron acusados de espionaje, de estar involucrados con los servicios secretos británicos y norteamericanos y, también, de haber inflado malintencionadamente el valor de Autonomy cuando fue vendida a Hewlett-Packard, en 2011, por más de 11 mil millones de dólares. En esta batalla judicial Lynch llegó a ser extraditado a los Estados Unidos en 2023, donde debió pasar doce meses bajo arresto domiciliario en su domicilio en San Francisco. Pero no se rindió y la batalla legal rindió sus frutos. El jueves 6 de junio de 2024, el dúo demandado ganó la contienda: fue absuelto de todos los cargos de fraude contable y conspiración. Era algo para festejar a lo grande. Por eso Lynch invitó a sus abogados y colaboradores cercanos a un viaje en su exclusivo velero. Llevó también al encuentro a su esposa y a una de sus dos hijas, Hannah, de 18 años.
La celebración terminaría en tragedia. En total eran 22 personas a bordo. Ellos tres, los doce miembros de la tripulación y siete invitados muy importantes. Los huéspedes eran Jonathan Bloomer, presidente de Morgan Stanley Internacional y su esposa Judy, una psicoterapeuta retirada; Christopher Morvillo, socio principal del estudio letrado Clifford Chance y abogado de Lynch y su mujer Neda, quien era diseñadora de joyas; Charlotte Golunski (35), que trabajaba para la firma de Lynch Invoke Capital, quien asistió al viaje con su marido James Emsley y su hija Sofía de solo un año y la abogada Ayla Ronald con su marido Matthew Fletcher.
En este hotel flotante de cinco estrellas, viajarían por el Mediterráneo y el Tirreno y se bañarían en lugares paradisíacos atendidos por la experta tripulación. El capitán, James Cutfield (51), un neozelandés que vive en Mallorca con su mujer, estaba a cargo de la travesía. El responsable de cocinar delicias era el chef Recalde Thomas, un canadiense nacido en la isla caribeña de Antigua.
Partieron del puerto de Rotterdam, en Holanda, luego cruzaron el estrecho de Gibraltar y el domingo 18 de agosto llegaron a Porticello, Sicilia, donde fondearon a unos 700 metros del puerto. Esa noche comieron, bebieron y festejaron a pesar de los avisos de tormenta. Se fueron a dormir de madrugada. A las 3 de la mañana de ese lunes 19 la cosa se puso espesa. La fuerza del viento los comenzó a zamarrear a ciento cincuenta kilómetros por hora. Entre las 3.55 y las 4.35 una violenta tromba marina los tomó por sorpresa. Algunos como Charlotte, Sofía y su marido se despertaron por el violento movimiento y, apenas subieron a cubierta, el velero volcó y cayeron al agua. Eso los salvaría de lo peor. En medio de las olas y la oscuridad ella perdió a su bebé por unos segundos, pero logró atraparla nuevamente. Los tres fueron subidos a la balsa salvavidas donde se encontraron con otros integrantes del velero. Las luces del Bayesian ya se habían apagado. En solo 16 minutos había desaparecido de la superficie y, convertido en una trampa mortal para los que estaban todavía dentro, caía 50 metros sin detenerse hasta tocar el fondo marino.
Mientras, sobre el agua, la tormenta aullaba. Y los sobrevivientes eran derivados a hospitales.
El estupor por la noticia comenzó a circular con la intensidad de un rayo. Los muertos empezaron a contarse. De la tripulación solamente había desaparecido el cocinero cuyo cuerpo fue el primero en ser hallado flotando en el mar.
Durante los días siguientes decenas de buzos expertos hicieron incursiones hasta el barco hundido. No podían quedarse más de diez minutos. Era una maniobra muy arriesgada para ellos por todo lo que flotaba dentro del velero mientras intentaban ubicar a los pasajeros que faltaban. Con el correr de las horas se perdió la esperanza de que pudieran estar vivos dentro de alguna burbuja de aire.
Los cuerpos de los matrimonios Bloomer y Morvillo fueron hallados dentro del velero. El siguiente fue Lynch y, por último, el 23 de agosto se encontró el cadáver de su hija Hannah. Por los sitios donde fueron rescatados los cuerpos se cree que a último momento ellos habían intentado salvarse y se habían movido de sus camarotes. No habían podido llegar a cubierta antes de que el Bayesian volcara de lado y se hundiera.
Las primeras autopsias revelaron que habrían murieron por asfixia: no había agua en sus pulmones ni en sus tráqueas ni en sus estómagos. Horrible. Se les habría acabado el oxígeno de su burbuja.
La afortunada sobreviviente Charlotte Golunski contó a un medio: “... por dos segundos perdí a mi hija en el mar, pero inmediatamente pude tomarla de nuevo en medio de la furia de las olas. La mantuve a flote con todas mis fuerzas, con mis brazos estirados hacia arriba por sobre el agua para evitar que se ahogara. Estaba todo oscuro. En el agua no podía mantener mis ojos abiertos. Grité por ayuda, pero solo escuchaba los gritos de los demás”. Por suerte llegó la balsa que las puso a salvo. Su marido también estaba allí. Era un milagro. Angela Bacares, quien perdió a su marido y a su hija en el Bayesián, aseguró que ella y Lynch se habían despertado luego de que el barco hiciera una ligera inclinación.
Enseguida empezaron a tejerse hipótesis sobre lo que podría haber llevado al naufragio. Se puso en tela de juicio la conducta del capitán quien no habría cumplido con varias reglas elementales como poner en marcha los motores para capear los vientos y no haber hecho subir a la gente a cubierta para que se colocaran los chalecos salvavidas a tiempo. El capitán dormía cuando el marinero de guardia, Matthew Griffith (22), fue a despertarlo. ¿Esperó demasiado el joven vigía para avisarle? ¿Cómo no vieron antes los pronósticos climatológicos? ¿Puede haber sido tan sorpresiva la tormenta? Si hubiese sido así, ¿cómo los demás barcos cercanos no tuvieron problemas graves? ¿Habían dejado escotillas abiertas durante la tempestad por donde entró el agua que inundó el velero y lo hundió? ¿En qué posición estaba la quilla retráctil en esos momentos?
Rápidamente surgieron también las dudas sobre el diseño de la embarcación de lujo: su gran peso, su mástil exuberante y su inestabilidad. Según varios expertos la nave tenía desafíos: se escoraba en ángulos potencialmente peligrosos. El ejecutivo Scott Painter, quien tomó las riendas de la empresa Autonomy luego de Lynch, dijo al Daily Mail que el yate podría haber sido más vulnerable de lo normal debido a la altura del mástil: “El mástil era un acto de fanfarronería marinera (…) Ese mástil inusual podría haber contribuido, sin dudas, a un vuelco que desestabilizara el yacht”. No fue el único que lo dijo. Un marino experimentado, el capitán Karsten Borner quien participó del rescate esa madrugada, dio su versión: “Si el mástil se hubiera quebrado, el barco no habría volcado”. Por su parte, el profesor de diseño náutico y tecnología del Politécnico de Milán, Andrea Ratti, agregó: “Tener un mástil de aluminio alto no lo convertía en el puerto más seguro durante una tormenta”.
El actual CEO del astillero, Giovanni Constantino, salió a atajar las críticas luego de que con las noticias las acciones de la compañía se desplomaran. Sin pelos en la lengua defendió a la nave y señaló a la tripulación como la culpable de todo: esa noche “no debería haber habido gente en los camarotes y el barco no debería haber estado fondeado”. Sostuvo que es absurdo argumentar que la tormenta fue inesperada y aseguró estar convencido de que había alguna escotilla clave abierta que permitió la entrada de agua. Agregó que tampoco habían arrancado los motores y levado anclas, algo que se hubiera esperado para poner proa al viento.
La investigación está en marcha y el fiscal italiano, Ambrogio Cartogio, abocado a la tarea de dilucidar las razones del siniestro.
Uno podría imaginar, también, lo difícil que podría ser manejar el capricho de los millonarios. Podría pasar que no estuviesen dispuestos a que el clima les arruine la noche. Quizá el capitán por no molestarlos esperó demasiado para hacerlo. Vaya uno a saber.
Tanto el capitán Cutfield como el marinero Griffiths y el ingeniero Tim Parker Eaton, están siendo investigados por el naufragio que se llevó siete vidas. Según la agencia de noticias Ansa, Griffiths dijo: “Desperté al capitán cuando el viento soplaba a 20 nudos y me dio la orden de despertar a todos. Guardé los almohadones y plantas y cerré las ventanas del living”. Poco después pasó lo peor. Según él, los que estaban en cubierta fueron barridos por las ráfagas, pero lograron volverse a trepar al barco y habrían, entonces, intentado hacer una cadena humana para ayudar a los pasajeros a salir de allí. Solo algunos lo lograron.
La familia tenía una fortuna personal calculada en 850 millones de libras esterlinas. Se cree que las demandas contra los sucesores de Mike Lynch, Ángela Bacares y su otra hija, serían exorbitantes.
Aunque sea ajeno al espíritu de esta nota, hay un dato bien curioso para alimentar las teorías conspirativas que suelen rodear a los sucesos de este tenor. El vicepresidente absuelto con Lynch en el juicio archimillonario del pasado mes de junio, Stephen Chamberlain (52), murió 48 horas antes que él. El 17 de agosto fue atropellado por un auto mientras corría por la calle, cerca de donde vivía en Stretham, en Gran Bretaña. Falleció por las severas heridas que sufrió en su cabeza. Lynch, desconociendo que tendría en breve un peor final que su socio, debe haber estado más que conmocionado por la mala suerte de Stephen.
Luego de la muerte de Lynch, tanta coincidencia fatal de la dupla ganadora del pleito billonario despertó la atención de la justicia. Resolvieron abrir una investigación de oficio para ver si hubo alguna mano negra. ¿Casualidades o causalidades?
Un “Hotel de los cielos”
Los dirigibles eran toda una novedad a comienzos del siglo pasado. El zeppelin alemán LZ 129 Hindenburg voló por primera vez el 4 de marzo de 1936 y su construcción costó unas 500 mil libras esterlinas de entonces y fue financiada por el magnate de la prensa William Random Hearst. Junto con su gemelo el LZ 130 Graf Zeppelin fueron las mayores aeronaves de su estilo fabricadas en el mundo. Este diseño hecho íntegramente de duraluminio (una aleación de aluminio, cobre, magnesio, manganeso y silicio) tenía 245 metros de largo y 41 metros de diámetro. Era más extenso que tres aviones Boeing juntos. Llevaba 16 bolsas (14 de hidrógeno y 2 de aire) con capacidad para 200 mil metros cúbicos de gas que trabajaban con cuatro motores diésel. Inicialmente se pretendió llenar el Hindenbur con helio, pero un embargo del ejército norteamericano sobre este elemento hizo que los constructores terminaran optando por un diseño que para elevarse funcionara con hidrógeno, un gas muy inflamable. De hecho, la ciencia dice que bastaría una chispa de electricidad estática procedente del dedo de una persona para desencadenar una explosión. Algo para tener en cuenta en un artefacto que llevaría decenas de pasajeros. Sabiendo de los peligros en la manipulación del hidrógeno, se trató de que la envoltura del dirigible no acumulara electricidad estática.
El aparato, fabricado por Luftschiffbau Zeppelin, alcanzaba una velocidad máxima de 135 kilómetros por hora. Su capacidad original era para 50 pasajeros y estaba dotado de una tripulación de 61 personas.
Por dentro, estaba cubierto de tela de algodón barnizada con óxido de hierro y acetato-butirato de celulosa impregnado en polvo de aluminio. Esa mezcla, lamentablemente, resultaría también extremadamente inflamable. El Hindenburg tenía un gran comedor con mesas y sillas, salones, un bar de tragos, lujosas cabinas para pasajeros y, créase o no, una sala para fumadores. Su interior había sido ideado por el diseñador Fritz August Breuhaus de Groot, famoso por decorar casas de ricos y famosos. Era un gran barco plateado surcando las olas de aire y por ello se lo llamaba el “Hotel del Cielo”.
En julio de 1936 el Graf Zeppelin, su mellizo, cruzó dos veces el océano en cinco días. Cada travesía insumía casi 20 horas. Habían batido un nuevo récord. De eso también se trataba, de empujar los límites. Los nazis no demoraron en apropiarse de la imagen poderosa del Hindenburg. Creían que sería una gran muestra del poderío alemán.
Es importante recordar que todavía no existían los vuelos comerciales transatlánticos como los conocemos hoy: Pan Am recién empezó a volar sobre el Atlántico, de manera regular, el 28 de junio de 1939. Por eso los zeppelin despertaban tanto interés. Por lo que había listas de espera para viajar en el Hindenburg.
El 6 de mayo de 1937, luego de haber cruzado el aire sobre el Océano Atlántico, el Hindenburg llegó a la base de la Estación Aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey. Había tormenta y soplaba el viento así que para poder atracar tuvo que esperar. El aire estaba peligrosamente cargado de electricidad. A las 19.25, cuando estaba a unos 60 metros de altura y ya había largado los amarres, muchos observaron en popa un destello anaranjado. El hidrógeno había tomado contacto con la estática. Inmediatamente después de eso el Hindenburg se prendió fuego y empezó a deshacerse sobre los sorprendidos pasajeros. Algunos, horrorizados, comenzaron a arrojarse del aparato mientras este bajaba envuelto en llamas. La madre de los Dohener (la familia venía de pasar sus vacaciones en Alemania) tomó la drástica decisión de arrojar a sus dos hijos varones de 8 y 10 años desde la nave, no llegó a hacer lo mismo con su hija y debió saltar ella que golpeó el suelo quebrándose la cadera. Su marido estaba en la cabina sacando fotos del descenso. Nunca se encontró nada de él. Ella y los dos varones se salvaron, la hija mujer murió por las quemaduras esa noche en el hospital. Fue una de las decenas de historias de esa noche de muerte.
En 32 segundos del Hindenburg no quedó nada, solo su esqueleto metálico desnudo y humeante. Del total de las 97 personas (36 pasajeros y 61 tripulantes) que iban en él, murieron 35. Un milagro después de todo y dado la rapidez del siniestro. La ruptura de los tanques de agua ayudaron a algunos: Werner Franz, de 14 años, ayudante de cocina, le debió su vida a ello.
En tierra, los periodistas que esperaban el aterrizaje, se ocuparon de dar la mala noticia al mundo.
Era el sexto vuelo de la nave y entre sus pasajeros estaba el actor Douglas Fairbanks Sr y su esposa la actriz de comedia británica Sylvia Ashley y su perro. Que una mascota volara era una excentricidad para la época. El que se salvó de morir fue el boxeador Max Schmeling, campeón mundial de peso pesado 1930/ 1932. Tenía pasaje para ese mismo viaje, pero su manager había insistido que debía llegar dos días antes así que se subió en un barco y canceló su ticket hacia la muerte. Le dicen destino.
La investigación sostuvo que la causa del siniestro fue una fuga de hidrógeno que, al ponerse en contacto con la estática, generó el fuego. Además, los materiales que lo recubrían por dentro habrían sido aceleradores del desastre. Coquetear con los gases inflamables no había sido para nada una buena idea.
El insumergible
La noche del 14 al 15 de abril de 1912 ocurrió lo inesperado. El lujoso transatlántico de pasajeros británico RMS Titanic, de la naviera White Star Line, que viajaba de Southampton, en el Reino Unido, a Nueva York, Estados Unidos, se hundió durante su viaje inaugural. Luego de chocar, en medio de la noche, contra un iceberg, solamente en dos horas cuarenta minutos, se fue a pique en el norte del Océano Atlántico.
El barco de 269 metros de eslora, 28 metros de ancho y 53 metros de alto, con un peso de unas 46 mil toneladas, llevaba 1317 pasajeros (las cifras son aproximadas) y 891 tripulantes. Solo sobrevivieron 712 personas; murieron 1496. Entre los viajeros había personajes famosos como Benjamin Guggenheim, el magnate del cobre quien subió al barco con su amante; Isidor Strauss dueño de los almacenes norteamericanos Macy´s y John Jacob Astor IV -47, empresario y constructor norteamericano- quien tenía el récord de ser el pasajero más rico a bordo con una fortuna de unos 2500 millones de dólares actuales.
El barco había sido diseñado por los ingenieros navales Thomas Andrews y Alexander Carlisle en los astilleros de Belfast y se terminó de construir en marzo de 1912.
Era el barco de pasajeros más grande y lujoso jamás construido sobre el planeta. Un pasaje de los mejores de primera clase costaría, a precio de hoy, entre 50 mil y 100 mil dólares. Los más accesibles entre 2000 y 3000. y segunda y tercera clase iban de 1300 a 500 dólares.
El buque estaba provisto de 16 compartimentos estancos que se suponía protegerían al barco de averías importantes. No alcanzó para evitar el naufragio. Tenía además 29 calderas que consumían 825 toneladas de carbón por día para alimentar los tres motores del barco y mantener funcionando el sistema eléctrico. Cada ancla del buque, eran dos, pesaba siete toneladas, pero llevaba una extra, por las dudas de que hubiera mal tiempo, que pesaba 15.5 toneladas. Llevaba ocho grúas con capacidad para levantar 2,5 toneladas que se usaron para cargar equipaje, provisiones y autos. Las tres hélices del Titanic eran de las más grandes hechas jamás y la velocidad máxima a la que podía navegar alcanzaba los 42 kilómetros por hora. Poseía 20 botes salvavidas, tal como la ley de entonces lo estipulaba, pero las cuentas no daban para cobijar en ellos a todos los pasajeros. En caso de un siniestro solamente cabría en ellos la mitad del pasaje.
Por dentro, el gigante de los mares tenía cubiertas de teca, lámparas de bronce y una colosal atmósfera de opulencia. Cortinados pesados, techos con molduras, paredes revestidas eran parte de los camarotes de lujo. Los pasajeros de primera clase podían acceder a los exclusivos baños turcos, saunas y masajes en alta mar. Los hombres podían usarlos por las mañanas; las mujeres por la tarde.
El Titanic zarpó a toda pompa el 10 de abril de 1912 al mediodía y llegó a Francia a las 18.30. Al día siguiente a las 11.30 salió hacia Queenstown, en Irlanda. Allí embarcaron los pasajeros menos pudientes, los que querían llegar a Estados Unidos buscando una mejor vida. Se los ubicó en los camarotes de tercera clase.
La tarde del 14 de abril los marineros del Titanic tuvieron varias alertas de otros barcos sobre la presencia de grandes témpanos en el agua. El capitán Edward John Smith (62), tenía gran experiencia en los mares pero a pesar de ello minimizó los riesgos. No redujo su marcha. Después de todo, estaban en el gran barco, en el “insumergible”. Afuera hacía cero grados y se desplazaban a unos 41 km por hora cuando, a las 23.40, el vigía Frederick Fleet observó un iceberg de 500 metros de frente que se elevaba sobre el agua unos 30 metros. Tocó la campana de alerta tres veces. Se intentó virar el buque a la derecha, pero a pesar de ello chocaron con el bloque de hielo. El impacto provocó que se salieran los remaches de las planchas que formaban el casco y este se abriera cinco metros por debajo de la línea de flotación dejando ingresar el agua helada. Si bien arriba eso no se notaba, en los camarotes inferiores el agua se empezó a colar. La proa se inclinó y comenzó a hundirse lentamente. El capitán Smith estaba en su camarote cuando sintió el cimbronazo. Pidió, varias veces, que inspeccionaran posibles averías, pero fueron lerdos e inútiles en esa tarea. Cuando el carpintero Hutchinson descubrió la vía de agua ya era demasiado tarde. Tenían una o dos horas a lo sumo para evacuar. No podían creer lo que pasaba. A medianoche la cancha de squash, ubicada diez metros por encima de la quilla, ya estaba bajo agua. Emitieron señales de socorro y comenzaron a tirar bengalas con regularidad.
Desde el barco SS Californian el guardia vio la primera bengala, pero no comprendió la urgencia. Increible. Se fue a dormir. La cadena de fatalidades crecía. El capitán Smith mandó a sacar las lonas que cubrían los botes salvavidas. Los camareros fueron con relativa tranquilidad por los camarotes alertando a la gente: le entregaban salvavidas, les pedían que tomaran ropa de abrigo y que se dirigieran hacia la cubierta de los botes. No todos fueron al comienzo. La mayoría de los pasajeros de primera clase estaban convencidos de que todo era un simulacro y se negaban a subirse a los botes salvavidas. Por ello, los primeros que bajaron al mar, lo hicieron con muchas menos personas de su capacidad real. Smith, quizá por evitar el pánico, no imprimió la celeridad y urgencia que se requerían para la situación. A las doce y media de la noche mujeres y niños comenzaron a subir a los botes. La evacuación era lentísima y los pasajeros, en general, unos descreídos que se resistían a lanzarse al medio del mar en la oscuridad dentro de esos botes precarios.
El primero que bajó al mar fue el número 7 a las doce y cuarenta de la madrugada con solamente 28 personas a pesar de que tenía 65 plazas. Así siguieron bajando, medio vacíos, con muchos menos pasajeros de los que cabían. Esto le costaría la vida a demasiada gente y sumió a la desesperación a todos cuando la urgencia de desembarcar se hizo evidente. A la 1.15 comenzaron a acelerar el proceso, pero ya se habían perdido muchos sitios y el miedo era generalizado. A las 2.05 de la mañana solo quedaban dos botes extra plegables que se botaron como pudieron y que algunos intentaron alcanzar a nado. Pocos lo lograron.
Se dijo que la orquesta siguió tocando en el salón hasta el final cuando el agua acalló el aire que respiraban. Unos verdaderos héroes.
A las 2.18 los que estaban en los botes vieron vacilar las luces del Titanic y, luego, la oscuridad fue total. El cielo y el agua en una noche sin luna, la muerte y los llantos flotando en el mar de hielo. Era una pesadilla. Entre las 3.30 y las 8.30 los supervivientes fueron recogidos por los buques que se fueron acercando.
La comisión que se dedicó a investigar la catástrofe resumió todo en tres fallas principales: la alta velocidad para navegar entre témpanos; la mala vigilancia y la falta de organización en la evacuación. Algo más: si bien muchos oficiales del Titanic tenían excelentes prismáticos no se los habían prestado a los vigías que debían otear el horizonte en la noche.
Más adelantada la investigación se concluyó, además, que si los remaches de la embarcación hubieran sido de acero y no de hierro, seguramente las placas no hubieran cedido de la misma manera porque estos no se hubiesen aflojado tan fácilmente.
El 1 de septiembre de 1985 los restos del Titanic fueron finalmente localizados, por una expedición franconorteamericana, a unos 740 kilómetros de Terranova, Canadá.
El sueño de los presidentes de la naviera White Star Line, Bruce Ismay, y de los astilleros Harland & Wolff, William Perrie, había sido construir un trío de transatlánticos que debían ser los más rápidos, los más grandes y más lujosos del planeta: Olympic, Titanic y Gigantic (luego llamado Britannic). El segundo de la tríada no demoró en convertirse en el más famoso de la historia y en leyenda. No justamente por lo que ellos deseaban. Claramente, no todo lo grande y caro es siempre mejor.
El que navegaba más profundo
El 18 de junio de 2023 el pequeño sumergible Titán, operado por OceanGate, implosionó en las aguas del Atlántico Norte a 740 km de Terranova, Canadá, con cinco personas a bordo. Ahí no más de la catástrofe del Titanic en el siglo anterior. Esta noticia volvió a conmocionar al mundo, a pesar de que los muertos eran solo cinco.
El Titán era en realidad un batiscafo experimental que estaba realizando expediciones turísticas -no certificadas con todos los cánones requeridos por la industria- para atisbar los restos del transatlántico Titanic hundido en 1912. Era un viaje para turistas millonarios y aventureros sin miedo. Su construcción fue impulsada por el empresario norteamericano Stockton Rush (61, graduado en Ingeniería aeroespacial en la Universidad de Princeton), director ejecutivo y fundador de OceanGate, quien estaba casado con Wendy Well con quien tenía dos hijos. Un dato para no pasar por alto: Wendy era la tataranieta del millonario matrimonio conformado por Isidor e Ida Strauss, quienes murieron en el naufragio del Titanic. Todo está relacionado con todo.
El Titán era un vehículo minúsculo: medía 6,7 metros de largo, 2,5 metros de alto, 2,8 metros de ancho y pesaba unos diez mil kilos. Bajaba a razón de cinco metros por minuto y tenía capacidad solamente para cinco personas que no podrían moverse demasiado. Contaba con un baño precario en su parte delantera que estaba separado del resto por una cortina negra. Por eso, cuando alguien quería usarlo, el piloto ponía música. Esa era la parte graciosa del asunto. Por lo demás, resultaba bastante claustrofóbico. Sus cinco ocupantes iban sentados en el piso, sin zapatos, con las piernas cruzadas y sus espaldas contra la pared. Solo tenían una ventana visor frontal para mirar el mar, algo que debían hacer por turnos. Eso sí: podían ver todo proyectado en una gran pantalla digital interior y tenían agua y sándwiches a disposición.
La nave estaba confeccionada por materiales de última generación: su carcasa era de fibra de carbono y titanio. Llevaba propulsores adosados para desplazarse horizontal y verticalmente. Contaba con potentes luces externas, varias cámaras de alta resolución conectadas con el exterior y usaba un escáner láser y un sonar para poder mapear todo lo que lo rodeaba. Para paliar el frío de las profundidades las paredes tenían un sistema de calefacción. La nave había sido pensada para que pudiera sumergirse hasta unos cuatro kilómetros de profundidad y así alcanzar el lugar donde yacen los restos del Titanic. Según sus fabricantes contaba con suministros de oxígeno para mantener a sus ocupantes durante cuatro días. El sumergible hacía la travesía de ida y vuelta hasta el fondo en un total de 8 horas. Por razones de seguridad debía comunicarse con el barco de apoyo cada 15 minutos.
La primera vez que se probó con éxito fue en las Bahamas, en 2018, en una inmersión de siete horas que llegó a los 4.000 metros pretendidos. Estaban felices. En julio de 2021 el Titán bajó por primera vez para avistar el Titanic. Tuvo un incidente menor con una batería, pero por lo demás, pareció funcionar bien. Haría dos bajadas más hasta esos restos. Aunque, luego de su final catastrófico, trascendió un informe confidencial que sostenía que en realidad lo había intentado unas 90 veces y solo en 13 ocasiones había tenido éxito.
A los pasajeros se les cobraba 250 mil dólares por llevarlos al fondo del mar a observar lo que quedaba del gigante trasatlántico y debían firmar un extenso consentimiento.
El 18 de junio de 2023, a las 9 de la mañana, el minisubmarino inició la inmersión con Rush y cuatro pasajeros más: el famoso submarinista, buzo y oceanógrafo francés Paul-Henri Nargeolet; el millonario, piloto y explorador inglés Hamish Harding (58); el empresario británico de origen paquistaní Shahzada Dawood (48, dueño de Dawood Hércules Corporation) y su hijo Suleman Dawood, de 19 años. El joven no quería ir, tenía mucho miedo, pero aceptó el reto solo por complacer a su padre. A las 11.47 el sumergible se conectó por última vez con la superficie. Esperaron. Tenía que emerger a las 18.10. Pero como a las 18.35 el Titán seguía sin dar señales dieron aviso a las autoridades.
Luego de una búsqueda de cuatro días, el 22 de junio, un vehículo operado remoto descubrió los escombros del artefacto a unos 488 metros de distancia de la proa del Titanic. Había implosionado.
Lo cierto es que las primeras dudas sobre su seguridad habían surgido mucho tiempo antes, en 2018, cuando el ex director de operaciones marinas de OceanGate, David Lochridge, presentó un informe escrito advirtiendo que el casco podría no aguantar las presiones extremas a las que estaría sometido y remarcó que la ventana que tenía en su extremo delantero solo estaba certificada para llegar a los 1300 metros. También dejó asentado que le generaba inquietud que no se testeara el casco con determinadas pruebas y que le dijeran que no podían escanearlo para ver las líneas de unión para poder comprobar si había porosidad, delaminaciones, vacíos de adhesión del pegamento y otros detalles vitales. La respuesta fue un despido inmediato. Lochridge, a su vez, demandó a Rush, pero todo terminó en un acuerdo confidencial. Se acallaron los temores.
Luego de la tragedia se supo demasiado de las advertencias previas que otros le habían hecho al dueño de la nave. En 2019 el explorador marino Rob McCallum le envió varios mails a Rush alertándolo. En uno de sus correos le escribió: “Creo que potencialmente te estás colocando a tí y a tus clientes en una dinámica peligrosa”. No fue todo. El submarinista Karl Stanley que viajó en el Titán, luego de la expedición, le avisó por mail a Rush sobre los fuertes ruidos que había sentido en el casco por la presión: “Sonaban como una falla/defecto en un área sobre la que actuaban las tremendas presiones y que estaba aplastada/dañada (...) Hasta que el submarino sea clasificado y probado, no debe usarse para operaciones comerciales de buceo profundo”.
En diciembre de 2022 el periodista David Pogue, quien había estado a bordo, cuestionó en su reportaje la seguridad del batiscafo. Dijo: “No pude evitar darme cuenta de cuántas piezas de este submarino parecían improvisadas. El pilotaje de la nave se ejecuta con un controlador de videojuegos”. Dicho controlador no costaba en el mercado más que 30 dólares. Rush terminó por admitir a un periodista que algunas partes del sumergible las había adquirido en tiendas comunes de camping y tuvo la audacia de decir: “Esté seguro de que el compartimento central no se destruirá por la presión sobre los ocupantes (...) Los propulsores pueden dejar de funcionar, las luces se pueden apagar y todo lo demás puede fallar y todavía estarás a salvo (...) Si solo quieres estar a salvo, no salgas de tu cama. No te subas a un auto. No hagas nada”.
El presidente de la Marine Technology Society de los Estados Unidos le envió a Rush un correo para invitarlo a certificar su nave: le comunicó que temía que estuviera incumpliendo con los estándares de seguridad poniendo de esa manera en riesgo a toda la industria. La respuesta de Rush fue que con esas medidas estaban sofocando la inventiva y que “la seguridad es un desperdicio”. Para Rush los límites eran medidas arcaicas que impedían la innovación.
Unas pruebas realizadas en la Academia Naval de los Estados Unidos, detectaron que el casco de fibra de carbono mostraba “signos de fatiga cíclica”. Pero nada de esto sabían los pasajeros que en junio de 2023 se introdujeron en el Titán. Este año un nuevo informe de expertos intentó poner luz sobre los motivos de la implosión. Según este estudio de la Universidad de Houston, publicado en la revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences, se habría debido al uso de un material no apropiado para un sumergible con misiones tan exigentes y, también, por el desgaste acumulado de las expediciones anteriores. Explican que ese compuesto de fibra de carbono utilizado era susceptible al micropandeo y que las fibras podían deslaminarse de la matriz que las rodeaba. Vino a confirmar lo que ya muchos habían dicho.
En los últimos días la Guardia Costera compartió la primera imagen del Titán en el suelo oceánico, clavado y roto sobre la arena. Lo hizo en el marco de las audiencias de la Junta de Investigación Marítima. Se revelaron, además, los últimos mensajes entre ese vehículo y el barco de apoyo en superficie donde decían que habían tirado dos lastres para subir. También corroboraron con estudios de ADN que los restos correspondieran a sus ocupantes.
Rush pagó su omnipotencia no solo con la vida de sus pasajeros sino también con su propia existencia. Dejó una viuda y dos hijos además de una cuenta abultada en el banco. Evidentemente estaba convencido de lo que hacía. No solo simulaba ser un dios, lo creía.
El veloz “Rey de los cielos”
El Concorde nació para ser el más rápido de los cielos y ostentaba el récord de velocidad de los aviones de pasajeros con 2170 kilómetros por hora. El doble que la velocidad del sonido. Podía cubrir el trayecto Nueva York/ Londres en 2 horas y 53 minutos. Era el avión comercial más veloz jamás fabricado y, además, a todo lujo. Un pasaje en el Concorde costaba lo que hoy serían unos 14 mil dólares lo que lo convertía en un avión para pocos y muy ricos. En él volaban desde Paul McCartney, Michael Jackson, Mick Jagger y Elton John hasta Andy Warhol y la reina de Inglaterra. Desde su primer vuelo, en el año 1976, hasta el vuelo 4590 de Air France, 24 años después, no había tenido ningún accidente. Y justamente por su gran desempeño durante tantos años, este caso se despega de la prepotencia del diseño y la soberbia humana del resto de los que contamos hoy. No hubo irresponsabilidades manifiestas ni egos en danza como las que veníamos relatando en los demás casos.
Los aviones supersónicos eran extremadamente caros de operar y sumamente ruidosos. ¿Qué poderoso no querría llegar a Europa desde Norteamérica en menos de 3 horas costara lo que costase? Aunque los ambientalistas protestaran porque era contaminante. Pero esta aventura revolucionaria y ultra tecnológica era deficitaria y terminaría fracasando. El final lo marcó una catástrofe.
El 25 de julio de 2000, a poco de despegar del aeropuerto de Charles de Gaulle, en París, el vuelo 4590 del Concorde de Air France terminó estrellado entre lenguas de fuego sobre suelo francés. Estaba realizando un viaje chárter de la compañía alemana Peter Dellmann Cruises y llevaba a sus pasajeros hasta Nueva York para que embarcaran en el crucero MS Deutschland. Murieron las 109 personas que ioan en el avión y otras 4 que estaban en tierra.
La causa no tuvo que ver con el Concorde mismo sino que fue producto del daño que provocó, en el inversor del motor número 2, un objeto desprendido del vuelo 55 de Continental Airlines que había despegado antes. Una banda de titanio de unos 3 cm de ancho por unos 43 cm de largo fue pisada por el Concorde durante su despegue lo que provocó que estallara uno de sus neumáticos. Eso golpeó, a 323 kilómetros por hora, una parte del ala izquierda y el impacto terminó por romper el depósito de combustible interior. El líquido se derramó sobre el ala que se prendió fuego en segundos. El piloto llegó a darse cuenta de que los motores perdían potencia al tiempo que desde la torre de control le avisaron que habían visto fuego y le dieron prioridad para volver a pista. El aparato perdió dos de sus motores y fue visto envuelto en llamas a unos 60 metros de altura. El piloto, ante lo que veía venir, buscó un lugar despoblado. Cuando se fundió por completo el ala izquierda el aparato giró sin sustentación y se precipitó a tierra. Cayó sobre el hotel Hotelissimo, de Gonesse. El edificio también se incendió y murieron 4 personas que estaban en el lugar.
Esta tragedia, las demandas legales y lo oneroso que resultaba fabricar los enormes pájaros metálicos (solo su mantenimiento costaba cinco veces más que el de los aviones convencionales) sellaron su destino. Poco a poco, los Concorde dejaron el aire. En 2003, el último Rey de los cielos, como se los llamaba, quedó en tierra para siempre. Moraleja: el que va más rápido no siempre llega más lejos ni arriba antes a destino.
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El explorador noruego Amundsen conquistó el polo sur en enero de 1911, con perros de Groenlandia; el capitán inglés Scott murió en el mismo trayecto con sus compañeros de equipo y ponis de manchuria. Fue una tragedia heroica porque ambos eran de profesión aventureros. Verdaderos pioneros, que iban con gente que sabía muy bien que lo que enfrentaban no era un paseo por las playas del Caribe. Era una aventura de final incierto para mapear el globo terráqueo y llegar a tierras inexploradas del planeta. Aunque, convengamos, esta historia también contenía una guerra de egos por ver quién llegaba primero.
¿Cuántos diseñadores excéntricos o millonarios desaprensivos, expertos científicos o autodidactas audaces, embriagados de prepotencia y munidos de billetes, estarán hoy diseñando tumbas estrafalarias para los aventureros de la vida? Después de tanto podemos pensar que la grandilocuencia puede ser la perfecta asesina de los sueños más pomposos.
La línea que separa la bravía de la locura es muy delgada. Solo la consciencia plena de lo que se emprende y sobre lo que se enfrenta es lo que podría distinguir a una de otra.