Protagonizó los ballets más conocidos y exigentes. Copelia y Cascanueces, por ejemplo. Pero su gran papel fue La Cenicienta. Parecía la historia de su vida, hecho a su medida. La chica postergada, la que no iba a tener oportunidades, logra ser feliz pese a tener todo en contra.
Ni siquiera, en su caso, se puede afirmar que sus sueños se hicieron realidad. Salió tan de abajo, de tan lejos, que difícilmente se hubiera animado a soñar tanto. Pero lo consiguió.
Michaela DePrince quedó huérfana a los dos años en medio de la guerra civil de Sierra Leona, un pequeño país de la costa occidental de África. Hambre, desnutrición, enfermedades, desamparo. Todo en su contra. A pesar de eso, y después de ser adoptada por una pareja norteamericana, se convirtió en una bailarina reconocida. Brilló en los escenarios europeos y de América, estuvo en éxitos televisivos y fue convocada por Beyoncé para participar en Lemonade, siendo parte de un elenco afroamericano estelar.
Cuando todo parecía superado, la tragedia volvió a aparecer en su vida.
En medio del éxito, murió la semana pasada. Tenía 29 años.
¿Cómo esa nena huérfana de Sierra Leona internada en una institución para niños abandonados en un país limítrofe llegó a Estados Unidos y y se convirtió, con los años, en una bailarina destacada?
Es una historia en la que dos revistas fueron determinantes. Dos fotos que cautivaron la atención, que hicieron detener al lector ocasional que hojeaba desinteresadamente. Dos fotos que cambiaron radicalmente la vida de Michaela DePrince.
La futura bailarina nació el 6 de enero de 1995 en una zona rural de Sierra Leona. Su nombre era Mabinty Bangura. Su padre, el señor Bangura, se ganaba la vida como podía, ningún trabajo era fácil y mucho menos bien pago en ese lugar. Cosechaba arroz y lo emplearon en una mina de diamantes según la época.
Mabinty nació con vitíligo, su piel tenía manchas, en especial en el torso y las extremidades, provocadas por la falta de pigmentación. Era un estigma para ella. En una zona en las que las supersticiones tienen una amplia influencia muchos creían que esa condición cutánea la señalaba como alguien que traía mala fortuna o que auguraba desgracias. La llamaban “La niña del Demonio”. De los más necesitados era la más postergada. Fue rechazada hasta por miembros de su propia familia. Su padre le decía que no hiciera caso y que el destino estaba en sus manos, que existía una manera de salir adelante y triunfar: estudiar.
El señor Bangura fue asesinado por un grupo revolucionario mientras trabajaba en la mina de diamantes. La madre de la niña murió poco después. De hambre. Mabinty quedó a cargo de un tío que la maltrataba física y psicológicamente. A las pocas semanas el hombre dejó de hacerse cargo de la chica y la internó en un orfanato.
En la institución su vida no mejoró. Las chicas estaban numeradas, un orden de prelación. Los números más bajos indiciaban preferencia para ser adoptadas y una posición privilegiada en el trato interno. Los números más altos recibían menos atención y, en especial, menos alimento: no malgastaban comida en los que menos posibilidades tenían, en las que nadie iba a aceptar. A ella le dieron el último número, el 27. Su piel manchada la rezagaba, era “La Hija del Demonio”. La número 26 también se llamaba Mabinty. Las dos Mabintys, las número 26 y 27, se hicieron amigas.
La guerra civil empeoraba y los bandos traspasaban todos los límites. Una tarde el orfanato quedó en medio de un ataque. Buena parte del edificio fue destruido a cañonazos. Los chicos pudieron ser evacuados y trasladados a Guinea.
La Guerra Civil de Sierra Leona duró más de una década. Hubo casi 70.000 muertos y 2.500.000 personas desplazadas. Fue un desastre humanitario que sumió a toda la población en el hambre, las enfermedades, la desesperación. Las dos Mabinty y sus familias biológicas fueron de las tantas víctimas.
Elaine DePrince era una profesora de educación especial norteamericana que se había jubilado hacía poco. Pasaba un periodo muy triste en su vida. Tres de sus hijos habían muerto de HIV en los últimos años. En los años ochenta había adoptado, junto a su esposo Charles, tres chicos que sufrían de hemofilia. Elaine se decidió a hacerlo cuando comprobó que ninguna familia quería niños enfermos. En alguna de sus múltiples transfusiones, los tres se contagiaron. Uno de ellos, Michael, en medio de su agonía le dijo a su madre que si podía adoptara algún chico más, que valía la pena, que a ellos tres los habían hecho muy felices. Y le recomendó que se fijara en niños provenientes de países que estaban en guerra. Elaine quiso hacerle honor al pedido de su hijo. Se puso en marcha tras ver en una revista una foto de una nena sonriente de Sierra Leona llamada Mabinty. Esa sonrisa era lo único que resplandecía en un panorama aterrador, repleto de muerte y destrucción. La chica había sido trasladada a un país vecino, a Guinea, luego de que el orfanato en el que se encontraba hubiera sido destrozado por una bomba. Elaine pensó que esa foto en esa revista se trataba de un mensaje de su hijo Michael y viajó al país africano. Al llegar al lugar en el que estaban los niños huérfanos y refugiados descubrió que había dos Mabintys. Elaine no intentó averiguar cuál era la que ella iba a buscar. Eran muy amigas y, le dijeron, estaban siempre juntas. La mujer adoptó a ambas. A una la llamó Mia Mabinty DePrince, a la otra, en un explícito tributo a su hijo muerto, Michaela Mabinty DePrince.
Michaela conocía el momento exacto en el que había nacido su vocación para el ballet. Cuando era muy chica, encontró en el orfanato una pila de revistas viejas. Esa tarde aburrida, monótona, transformaría su vida. Pasaba las páginas distraídamente hasta que una imagen la subyugó. Estaba en la portada de una revista de baile, Dancemagazine. Una bailarina rubia en escena parada sobre la punta de un pie con una sonrisa enorme. Parecía ingrávida y el movimiento natural, hecho casi sin esfuerzo (para la chica era como si la tapa se moviera). Esa mujer hacía algo que ella imaginaba imposible y, sobre todo, se veía feliz y libre. Quedó deslumbrada. Ella quería hacer eso, quería poder pararse en punta y hacerlo con esa gracia.
El día que su madre Elaine se las llevó con ella, al llegar al hotel les tenía preparada una sorpresa. Abrió la valija que descansaba sobre una de las camas y sacó juguetes para sus flamantes hijas. Mia los recibió con alegría y sorpresa. Michaela se tiró sobre la valija y rebuscó en ella. Ella esperaba un par de zapatillas de baile. Así siguió siendo por un buen tiempo: mientras su hermana pedía juguetes, ella quería tener un tutú y zapatillas de punta. Entre las mínimas pertenencias que conservó de su tiempo en el orfanato se encontraba esa revista.
Al año siguiente, las dos chicas, ya instaladas en su hogar de New Jersey y escolarizadas, comenzaron a realizar actividades extraescolares. Michaela eligió, para sorpresa de nadie, baile.
A Elaine no le importo que la escuela de danza de su reciente hija de 5 años estuviera a 45 minutos de distancia de su casa. Ella había adoptado a sus hijas para darles posibilidades, para que cumplieran sus sueños. Así que durante años, esa madre manejó cada día 45 minutos hasta la academia, esperó en el auto mientras se desarrollaba la clase y regresaba a su casa con Michaela para preparar la cena para el resto de sus hijos (con el tiempo adoptó otros 6).
En poco tiempo sus maestros reconocieron sus dotes naturales y la pasión que ella volcaba en la danza. Pero eso parecía no bastar.
A los 8 años, una de sus docentes le aseguró que no tenía futuro, que la danza norteamericana no estaba preparada todavía para bailarinas negras. A los 10 años otros profesores le dijeron que estaba gorda, que tal vez lo mejor sería cambiar de actividad. Ella no lograba entender cómo privilegiaban su peso a la técnica (cuando creció declaró que tampoco entendía cómo se podía ser tan cruel con una chica de 10 años). Poco después, el director de la escuela le aconsejó a la madre que no pagara la siguiente matrícula de su hija: “No pierda más dinero señora. Siempre pasa lo mismo con las bailarinas negras. Al final les crecen los pechos y los labios y ya no nos sirven”.
Michaela no escuchó estas voces, nunca abandonó.
En el mundo del ballet siguieron existiendo durante décadas las desigualdades, un ambiente en el que persistían los recelos raciales o al menos los estereotipos.
Cada vez que podía, Michaela mencionaba a las escasas bailarinas de color que la habían antecedido, afirmaba que ella había logrado llegar por el camino que sus antecesoras habían abierto. Pero siempre aclaraba que había muy poca gente afroamericana en el ballet y que eso debía cambiar.
Cuando tenía 14 años se dio a conocer en First Position, un documental dirigido por Bess Kargman que seguía a siete jóvenes que intentaban avanzar en el muy exigente mundo del ballet.
Obtuvo una beca en la Escuela Jacqueline Kennedy del American Ballet en Nueva York. Llegó a ser primera bailarina del Dance Theater de Harlem (fue la integrante más joven de la historia) y luego fue contratada como primera solista por el Ballet Nacional de Holanda. Años después regresó a Estados Unidos debido a la frágil salud de su padre adoptivo y fue contratada por el Ballet de Boston.
Los especialistas destacaban su fuerza en el escenario, su gran capacidad atlética. “Poder y energía es lo primero que a uno le viene a la cabeza cuando la ve”, escribió un crítico sobre sus primeras performances profesionales.
Junto a su madre Elaine DePrince escribió una memoir (Taking Flight: From War Orphan to Star Ballerina) en la que contó la historia de su corta vida, cómo fue la inserción en su familia y, en especial, la manera en que logró abrirse paso en el exigente mundo del ballet. “El arte te puede cambiar como persona. Bailar me ayudó a compartir mis emociones y a conectar con mi familia. Me ayudó a sentirme especial y no la Hija del Demonio. Los otros chicos no tuvieron mi suerte, no tuvieron las posibilidades que me dieron a mí y no creo que se merezcan lo que pasan”, escribió.
Además de triunfar en el ambiente específico del ballet, Michaela tuvo cuatro apariciones que ampliaron de manera exponencial su público y que trajeron mayor repercusión a su historia y su arte. El documental de Kargman, la participación en Dancing With The Stars con 17 años, una intervención en Lemonade, el largo video (o el álbum visual) de Beyonce y varias campañas que hizo para promocionar los sostenes deportivos de Nike. Había logrado hacer el crossover que varios artistas de la danza nunca logran y quedan encerrados en un estrecho círculo de conocedores.
Michaela nunca olvidó su infancia. Colaboró con la recaudación de fondos para los chicos que las guerras dejan huérfanos a través de la fundación War Child: encabezó varios eventos en los que recaudó varios cientos de miles de dólares. La guerra y la infancia aciaga no sólo tenían lugar en sus tareas benéficas. Esos recuerdos y vivencias la atormentaban y volvían recurrente a ella, la merodeaban todo el tiempo. En 2020 tras la muerte de su padre debió frenar la actividad, dar de baja varios compromisos laborales ya comprometidos para dedicarse a su salud mental.
Unos años antes había tenido una larga lesión en el tendón de Aquiles que la hizo descansar muchos meses. “Me vino muy bien el parate. Para pensar y para acomodar asuntos del pasado en mi cabeza. Cosas que tenía postergadas, tapadas con la actividad frenética. A veces es necesario lidiar con esas cosas”, declaró en su momento.
Al anunciar la muerte de Michaela, su hermana Mia, la otra Mabinty de Sierra Leona, le dedicó un mensaje desgarrador que dio a conocer en sus redes sociales: “Me encuentro en un verdadero estado de shock y con una profunda tristeza. Mi hermana hermosa no está más acá. Desde el principio de nuestra historia en África, durmiendo juntas en una colchoneta en el orfanato, Michaela (Mabinty entonces) y yo inventábamos nuestras obras musicales y las actuábamos. Creábamos nuestros propias ballets. Cuando nos adoptaron, nuestros padres rápidamente procuraron cumplir nuestros sueños y surgió la bella, fuerte y repleta de gracia bailarina que ustedes conocieron. Ella fue una gran inspiración. Será realmente extrañada”.
Todavía no se dieron a conocer los motivos de su deceso. La familia habló de muerte súbita en el comunicado oficial. Pero, por contexto, no parece estar refiriéndose al término médico, sino a mostrar lo inesperado de la noticia. Los rumores circulan y muchos brindan diferentes versiones de la manera en que murió Michaela. Cuando los hermanos fueron consultados en busca de más precisiones respondieron que las causas no quedaban “claras inmediatamente”. Los informes forenses explicarán los motivos.
Un día después, murió su madre. No pudo superar un estudio previo a una cirugía programada. Sus familiares agradecen que Elaine no se enteró de la muerte de su hija, esa nena indefensa que había adoptado en Sierra Leona, 27 años antes y a la que ella le dio una oportunidad única.