Hace cuarenta años un crimen conmocionaba a la sociedad argentina. Uno de esos casos policiales que logran atraer la atención pública, que permanecían durante días en tapas de diarios y revistas, que perduran en el inconsciente colectivo.
El 14 de septiembre de 1984 el dibujante Lino Palacio y su esposa, Cecilia Pardo de Tavera de Palacio, ambos octogenarios, eran asesinados en su acomodado piso de la Avenida Callao de la Ciudad de Buenos Aires.
El crimen tuvo todos los ingredientes para alimentar el morbo de lectores y televidentes: víctimas famosas, un botín supuestamente suculento, un cierto misterio, la participación de un familiar de los asesinados, una ejecución con saña, truculenta. Y, por supuesto, una asesina joven, feroz y despreocupada.
Claudia Sobrero convenció a los otros dos de que sería el robo más sencillo de sus vidas. Lo sabía porque ya lo había hecho unos meses atrás. Ella tenía las llaves de la puerta de calle, del departamento y las de la caja fuerte. Los dueños, un matrimonio de ancianos de 81, no estarían. Y ni siquiera debían rebuscar demasiado. Ella también sabía detrás de qué cuadro se encontraba la caja fuerte. Cuando sus cómplices le preguntaron si estaba segura de que no habría nadie, ella respondió: “No pasa nada. El viejo se duerme temprano y la vieja está sorda. Aun si estuvieran, vaciamos la caja fuerte sin problemas”.
Les dijo que en menos de diez minutos estarían tomando cerveza y comiendo pizza. No le fue difícil convencer a sus secuaces. Plata fácil. Y sin riesgo.
Apenas abrieron la puerta del lujoso piso de la calle Callao se dieron cuenta de inmediato que nada sería tan sencillo. Que algo en el plan había fallado. Lo más importante: los propietarios estaban en la casa.
Lino Palacio escuchó movimientos y salió a su encuentro. Ni se había ido de viaje ni dormía: estaba preparando una conferencia que daría en tres días. Se sorprendió cuando encontró en su comedor a Claudia, la ex pareja de su nieto y madre de uno de sus bisnietos. Ella apuró alguna excusa. Lino la escuchó con recelo, la situación no le gustaba. Ella dijo algo de su hijo; Palacio miraba a los dos hombres que se movían con sigilo, como valuando lo que veían a su alrededor. Palacio frenó a la joven y le dijo que sacara a “esos zaparrastrosos” de la casa. Los tres delincuentes habían llegado demasiado lejos y no pensaban irse de ahí sin el botín, que imaginaban cuantioso.
Pasaron al ataque. Exigieron a los dueños de casa (la esposa se había acercado a su marido) que les entregaran todo lo que tenían de valor. Gritaron, envalentonados por el empuje de la cocaína, que de otra manera se iban a arrepentir. Lino Palacio trató de resistir, avanzó hacia uno de ellos y le exigió que se retirara. El otro desde atrás le pegó con una plancha en la cabeza. Después todo sucedió veloz y sanguinariamente. A Cecilia Pardo de Tavera de Palacio, la mujer, le dieron 16 puñaladas. A Lino, después que cayera por el planchazo en la nuca, le asestaron 27 puñaladas. Claudia fue la que clavó el cuchillo repetidas veces en el dibujante.
Luego fueron hasta el ambiente en que estaba la caja fuerte. Bajaron el cuadro, abrieron la caja fuerte y se llevaron todo lo que había dentro.
Al salir caminaron eufóricos unas quince cuadras y terminaron la noche brindando con cerveza, comiendo muzzarella y jugando en un pool de Santa Fe y Pueyrredón.
Cuando contaron el botín, la cosecha los desilusionó. Claudia con sus cuentos había generado demasiadas expectativas. 4.000 dólares y unas pocas joyas: un reloj, dos cadenas, unos aros y una pulsera.
A la mañana siguiente compraron el diario y prendieron la radio. No decían nada del crimen. Claudia fue la encargada de ir a empeñar las joyas a la calle Libertad.
Los cadáveres los descubrió Cecilia, la hija del matrimonio asesinado. La escena parecía irreal, extraída de algunas de esas películas de terror que se venían estrenando atrasadas en los cines argentinos desde hacía unos meses, desde que había regresado la democracia. Pisos y paredes ensangrentados, sillones dados vueltas, mesas ratonas quebradas, sillas rotas, papeles en el suelo, adornos estrellados y vidrios rotos.
Unos días después, Cecilia contó que había hablado telefónicamente con sus padres media hora antes del ataque, que habían conversado de las cosas de siempre, que los había encontrado bien pero que ella se había quedado angustiada, con una mala sensación. Cuando entró al departamento, encontró un cuadro trágico.
A la tarde la noticia había llegado a todos lados. Era tapa de los vespertinos y la noticia principal de los noticieros de la noche. Esa semana (y también las siguientes) las más importantes revistas de actualidad llevaron el crimen a sus portadas.
Lino Palacio era un dibujante muy famoso y prestigioso, el más longevo de los de su rubro. El primer dibujo lo había publicado en 1920 en la revista Caras y Caretas. Desde ese momento no había parado. Durante la Segunda Guerra Mundial se había destacado como caricaturista con el seudónimo de Flax. Creo varias historietas de mucho impacto: Avivato, Ramona y Don Fulgencio. Sus tiras se publicaban en los grandes diarios. También escribió dos libros en los que analizaba el humor de su tiempo y dirigió una importante agencia de publicidad durante 30 años. Era alguien reconocido y querido.
Claudia Sobrero y Oscar Odín González Muño, su novio chileno, tomaron un micro en Retiro y fueron hacia el norte del país. Confiaban en perderse en el Interior y en no haber dejado demasiadas huellas que los delataran. Se separaron en Tucumán. Odín se dirigió a Santiago del Estero, Claudia se quedó en Tucumán.
El tercer participante, Pablo Zapata, de 22 años, el más grande de ellos, decidió perderse en el Gran Buenos Aires.
Uno o dos días después un fuerte rumor se instaló en los medios: el responsable de los crímenes sería el nieto de las víctimas. Eso generaba todavía más interés en el público. Lo que no apareció en los medios en esas horas fue que los investigadores descartaron a Jorge, el nieto de Lino Palacio, como autor pero que gracias a su testimonio se acercaron a los responsables. Comenzaron a buscar por todo el país a Claudia Sobrero y a Odín, su nuevo novio.
Las piezas parecían encajar. Claudia había sido hasta hacía poco la pareja de Jorge Palacio; juntos habían tenido una hija que estaba por cumplir dos años (Claudia tenía otra de 5 años). A principios de ese año Lino Palacio había sufrido otro robo. Luego se supo que Jorge, instigado por Claudia, robó la llave de los abuelos en un fin de semana que los acompañó a Mar del Plata (del departamento y la caja fuerte), hizo copias y regresó a Buenos Aires para cometer el robo junto a Sobrero. En esa oportunidad se llevaron poco más de 9.000 dólares.
Seis días después del crimen, cuando la noticia estaba a punto de mudarse de las portadas a las páginas interiores encontraron a Odín en Santiago del Estero. Una hora después a casi doscientos kilómetros de ahí, un policía paró a Claudia que caminaba por el centro de la capital tucumana. Su vocación no era pasar desapercibida. Llevaba jeans apretados, zapatillas rojas y un sombrero de cowboy. El agente le pidió los documentos. La foto no coincidía con la cara que tenía delante, tampoco la edad. Era un DNI robado. Antes de que el policía volviera a hablar, cuando era evidente que había un problema, Claudia le dijo: “Ya sé. Me buscan por el asesinato de Lino Palacio. Vamos”.
Hay varias fotos de ese día. Claudia caminando, sin esposas, al lado del policía; ella trasladada en un patrullero; otra en la que fuma desafiante mirando a cámara; alguna en la que sonríe (Crónica tituló al día siguiente: “Y encima se ríe”). Siempre con su sombrero de cowboy.
La tensión del misterio se había desvanecido. El crimen estaba resuelto pero la historia era terrible, aún peor de lo imaginada por muchos. Y la responsable era una mujer. Mejor dicho: una chica joven, bella, de grandes ojos celestes, nieta política de las víctimas. La historia de horror recuperó impulso y permaneció como fuente de noticias y tema de conversación. Y Claudia Sobrero pasó a integrar la galería de criminales célebres argentinos. Una de las tres mujeres criminales más célebres del último medio siglo junto a Yiya Murano y Nahir Galarza. Los nombres de sus secuaces, de los otros dos autores, se perdieron en el tiempo, no quedaron fijados en la memoria del público.
En 1986 hubo un gran apagón que afectó a la Capital Federal y a muchas zonas del Gran Buenos Aires. Ezeiza fue uno de esos sitios. En la cárcel de mujeres hubo desconcierto, gritos, algunos pequeños robos, viejas vendettas cumplidas y una fuga. La primera de una reclusa mujer en Argentina. Claudia Sobrero aprovechó la oscuridad y cumplió con su sueño de ese momento. No le costó demasiado abandonar el penal. Corrió junto a una compañera y saltaron un paredón. La otra se fracturó el tobillo, su aventura terminó allí. Claudia no se detuvo, corrió y caminó horas durante la noche y también tomó algunos trenes. A la mañana estaba lejos de ahí. Su fuga fue breve. Seis días después la recapturaron y regresó a Ezeiza. La encontraron en una pensión. No se resistió; en sus manos llevaba una Biblia.
En 1990 lo volvió a intentar. Esta vez aprovechó un traslado a Tribunales. Logró escapar del celular que la transportaba y corrió por la Avenida 9 de julio. Perdió una zapatilla pero no se detuvo, el viento la despeinaba, los autos tocaban bocina y la esquivaban como podían. La fuga quedó en intento. Ni siquiera pudo lograr que la sensación de libertad recorriera su cuerpo unos segundos. Lo que predominaba era la desesperación: no quería volver a la cárcel. Dos, tal vez tres, cuadras después los policías la alcanzaron.
Para ese entonces todavía no estaba condenada. El procedimiento penal seguía siendo escrito. Y entre traslados, pedidos de pruebas, impugnaciones, recursos y nulidades, las causas, por más elementos probatorios que existieran, eran demasiado largas, alejando del ideal de justicia tanto a víctimas como a los imputados. Recién a fines de 1990, seis años después del doble crimen, Claudia fue condenada.
La pena fue inédita, otro récord (infame) acumulado por Claudia Sobrero. La primera mujer con reclusión perpetua con accesoria de tiempo indeterminado, el castigo más grave previsto por el Código Penal.
Pablo Zapata, de 22 años, fue detenido en Don Torcuato. No llegó a ser condenado. Se suicidó en su celda de la cárcel de Caseros un año después.
Oscar Odín González Muñoz recibió la misma pena que Claudia Sobrero. A Jorge Palacio le correspondieron dos años de prisión en suspenso por haber sido el facilitador del robo al proporcionar las llaves de la casa de sus abuelos.
Claudia Sobrero estuvo presa 21 años. Salió cuando tenía 42, en enero del 2006. Pero un año después, en enero de 2007, cometió otro delito junto a su nueva pareja y regresó a la cárcel. Robó una cartera por la calle y de esa manera cayó el beneficio de la libertad condicional. Otra vez tras las rejas. Otra vez seis años sin libertad.
Después contó que ese año en libertad fue un infierno para ella. Estaba enferma, no consiguió trabajo, vivía en la calle y una vez más cayó en malas compañías. Lo que había estudiado en la cárcel no le sirvió, afirmó que nadie le dio una oportunidad. También narró una versión inverosímil de su detención: dijo que corría por la calle persiguiendo a su pareja para que devolviera la cartera recién robada.
En total fueron 27 años como presidiaria. Bastante más, a ese momento, de la mitad de su vida cumpliendo la condena. El mayor tiempo para una mujer dentro del sistema penitenciario. Claudia Sobrero, en ese tiempo, terminó el secundario y estudió sociología. Participó en varios otros cursos y talleres. Además fue una de las impulsoras de las mejoras en las condiciones de las detenidas y en que tuvieran más posibilidades para educarse. Creó el taller de serigrafía; parte de la obra suya y de algunas otras reclusas fue adquirida por Amalita Fortabat y por Pérez Celis. También contrajo HIV.
Más de dos décadas después del crimen, Claudia publicó un libro pequeño sobre el caso: Así murió Lino Palacios. Sobró una ese: en la tapa ni siquiera está bien escrito el apellido de una de las víctimas.
Luego de su salida definitiva no volvió a delinquir. Dio algunas entrevistas en las que se quejó del trato recibido, lamentó haber estado tan drogada en sus años juveniles y también en no poder tener contacto con su hija menor.
Se estrenó Claudia, un documental sobre su vida. Y su historia, la de su crimen, fue contada en un capítulo muy celebrado de Mujeres Asesinas. A Claudia la interpretó Dolores Fonzi. Ese capítulo tuvo sus respectivas remakes en las versiones chilenas y mexicanas de la serie.