El filósofo polaco que se inmoló para que su muerte fuese un grito de furia y la carta que su esposa recibió 22 años después

Ryszard Siwiec fue el primer “bonzo” de Occidente. Se inspiró en los monjes budistas que se oponían a la guerra en Vietnam para graficar, con fuego y carteles, su descontento con la doctrina comunista en el marco de la invasión soviética a Checoslovaquia. La historia del hombre que, mientras se incendiaba, exigía que nadie lo ayudara y que antes de ser héroe, fue olvido

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"¡Escuchen mi grito! El grito de un hombre gris y corriente, hijo de una nación que amaba su propia libertad y la de los demás por encima de todo, por encima de su propia vida. ¡Recuperen la cordura! ¡No es demasiado tarde!”, decía su testamento
"¡Escuchen mi grito! El grito de un hombre gris y corriente, hijo de una nación que amaba su propia libertad y la de los demás por encima de todo, por encima de su propia vida. ¡Recuperen la cordura! ¡No es demasiado tarde!”, decía su testamento

Se mató a lo bonzo. Roció su cuerpo con algún tipo de combustible, de solvente, de algún otro líquido inflamable y después se dio fuego en la tribuna del estadio Dziesięciolecia (Décimo Aniversario) de Varsovia, delante de los líderes del Partido Obrero Unificado Polaco, de una decena de diplomáticos y de cien mil espectadores que celebraban el Festival Anual de la Cosecha en la mañana del 8 de septiembre de 1968. La tea humana era Ryszard Siwiec, un intelectual polaco que tomó el método de protesta de los monjes budistas que se inmolaban en Saigón para oponerse a la guerra en Vietnam. Así había hecho en junio de 1963 el anciano sacerdote Thich Quang Duc, el primero en transformarse en una antorcha para expresar su disconformidad con la guerra y con el entonces gobierno autocrático de Ngo Dinh Diem.

Siwiec fue el primer “bonzo” de Occidente. Su sacrificio estuvo signado por su profunda decepción con el comunismo, al que había abrazado desde joven, por su furia incontenible con el régimen comunista polaco que cercenaba las libertades por las que Siwiec, como tantos otros, había luchado durante la Segunda Guerra, y por la invasión soviética a Checoslovaquia, de la que también participaba Polonia y sus fuerzas armadas, miembro del Pacto de Varsovia.

Siwiec es hoy un héroe polaco. Pero antes, fue olvido. Había nacido el 7de marzo de 1909 en Debiça, una ciudad del sureste de Polonia que entonces era parte del imperio austro-húngaro que caería al final de la Primera Guerra Mundial. Se graduó en filosofía en la Universidad de Lwów, que hoy es Ucrania pero que entonces era polaca. Lwów, según quién hable, es Lvov, o Lviv, o Lemberg, o Leópolis: de todas formas quiere decir “ciudad león” y fue cuna cultural y educativa de la Polonia de entonces. Es la ciudad que hizo famosa el escritor Philippe Sands en su extraordinaria narración histórica Calle Este-Oeste.

En 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial terminó y Polonia quedó anexada a la unión soviética, Ryszard Siwiec se casó con María, con quien tuvo cinco hijos
En 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial terminó y Polonia quedó anexada a la unión soviética, Ryszard Siwiec se casó con María, con quien tuvo cinco hijos

Como la filosofía no garantizaba el pan de cada día, Siwiec se mudó a Przemyśl, unos cien kilómetros al oeste y al sur de Lwów, para trabajar como contador. Cuando Adolfo Hitler invadió Polonia y dio inicio a la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Siwiec eludió ir a parar a Alemania como mano de obra esclava, escudado en una dudosa profesión de jardinero. Se unió a la Armia Krajowa, el Ejército Nacional, cuna de la resistencia polaca. En 1945, con la división de Europa pactada en Yalta por Franklin Roosevelt, Winston Churchill y José Stalin, Polonia quedó bajo la órbita de la URSS y Siwiec vio casi coronada su lucha: ahora, el comunismo haría grande a Polonia. Se casó ese mismo año. Tuvo cinco hijos.

Pero veintitrés años después, la realidad era muy otra para Siwiec. La opresión soviética, atada todavía al modelo estalinista de dominación, que hoy repite corregido y aumentado Vladimir Putin, había colmado la paciencia de casi todos los países de detrás de la llamada “cortina de hierro”, que ni fue cortina ni fue de hierro. Polonia, Hungría, Checoslovaquia, entre otras naciones más tímidas, se habían hartado del comunismo. Al menos del comunismo impuesto por Moscú; habían dicho basta al deterioro económico, a la pobreza inducida, al atraso, a la dependencia que ese sistema generaba; habían dicho basta a la censura, a la persecución, al silencio, a la represión y a la falta de libertad que los maniataba y los amordazaba.

Siwiec era uno de esos hartos. Tenía amplios conocimientos de historia y estaba más que desilusionado con la Polonia comunista, o con lo que el comunismo había hecho con la Polonia libre. Había apoyado a los estudiantes que protestaron con fiereza durante la crisis política de marzo de 1968, dos meses antes de que en París se alzaran las barricadas del Mayo Francés. Siwiec había escrito entonces folletos de protesta publicados por la prensa clandestina polaca, y había pedido a una de sus hijas que distribuyera esos textos rebeldes.

Siwiec rechazó la ayuda que le ofrecieron quienes estaban a su lado, lo hizo con un grito: “¡Yo protesto!”, que dejaba en claro dos cosas: la espantosa escena no era un accidente y la víctima había elegido su destino (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)
Siwiec rechazó la ayuda que le ofrecieron quienes estaban a su lado, lo hizo con un grito: “¡Yo protesto!”, que dejaba en claro dos cosas: la espantosa escena no era un accidente y la víctima había elegido su destino (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)

Los países comunistas del Este europeo ni siquiera querían dejar de lado el comunismo. Querían un comunismo más humano, más flexible, más moderno, menos rígido, en el que las órdenes de Moscú no fuesen intocables. En eso estaba Checoslovaquia. Los primeros en expresar su descontento habían sido los escritores que, en su congreso anual de 1967, habían decretado que la literatura debía ser independiente de la doctrina del Partido Comunista. El flamante secretario general del PC checo, Alexander Dubcek, había abolido la censura y había lanzado un plan de reformas sociales y políticas que adjudicaban mayores derechos adicionales para los checoslovacos, la descentralización parcial de la economía y el establecimiento de ciertas normas democráticas en instituciones menores. Para Moscú, aquello fue una rebelión en su granja.

Los soviéticos guardaban una daga en la manga: era la “doctrina Brezhnev”, impuesta por el secretario general y capitoste del Kremlin, Leonid Brezhnev. La doctrina estipulaba que la URSS y sus aliados podían, y debían, intervenir cada vez que un país del Bloque del Este estuviese a punto de, o intentara siquiera, hacer un cambio hacia el capitalismo. La amplitud y vaguedad del criterio habilitaba una invasión soviética a cualquiera de sus países satélites y por cualquier motivo. La URSS llamaba a ese atropello: “Doctrina de soberanía limitada”.

En la noche del martes 20 al miércoles 21 de agosto de 1968, doscientos mil hombres y dos mil tanques de guerra de la URSS, Bulgaria, Polonia, Hungría y la República Federal Alemana, todos aliados en el pacto de Varsovia, el equivalente comunista de la OTAN europea, invadieron Checoslovaquia para poner fin, y lo hicieron, a un intento de instaurar un “socialismo con rostro humano”.

Ciudadanos desarmados enfrentan a las tropas soviéticas al grito de "fascistas" y "rusos vuelvan a casa" en Praga durante la invasión de agosto de 1968 (PhotoQuest/Getty Images)
Ciudadanos desarmados enfrentan a las tropas soviéticas al grito de "fascistas" y "rusos vuelvan a casa" en Praga durante la invasión de agosto de 1968 (PhotoQuest/Getty Images)

La invasión soviética a Checoslovaquia fue demasiado para Siwiec, fue la gota que desbordó la copa. Había empezado a planear su suicidio desde meses antes y buscaba que su muerte fuese también un grito de furia. Como la gran parte de los comunistas que se quitaron la vida, el gran escritor Arthur Koestler entre ellos, no lo hicieron sólo por su decepción frente a la URSS, sino también por el feroz desengaño, por la terrible desilusión que representaba haber entregado al comunismo su fe, sus ideales de juventud y sus ansias de libertad que terminaban aplastadas. Ya en abril, Siwiec había redactado su testamento y dejado escrita y grabada una declaración en la que abdicaba del comunismo y cuestionaba al gobierno polaco. En agosto, agregó a ese mensaje su repulsión ante la invasión de la URSS a Checoslovaquia y a la participación de Polonia en la fuerza invasora.

Supuso que su inmolación a lo bonzo llamaría la atención del mundo y buscó un escenario que garantizara esa espectacularidad. Consiguió un par de pases para el Festival Nacional de la Cosecha, que se iba a celebrar el 8 de septiembre, unos quince días después de la invasión soviética a Praga. La fiesta popular tenía lugar en el Stadion Dziesięciolecia Manifestu Lipcowego, según la nomenclatura oficial, el Estadio del Décimo Aniversario del Manifiesto de Julio, que era entonces uno de los estadios de fútbol más grandes de Varsovia.

Ryszard Siwiec eligió inmolarse en las tribunas del Stadion Dziesięciolecia Manifestu Lipcowego, según la nomenclatura oficial, mientras se celebraba el Festival Nacional de la Cosecha (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)
Ryszard Siwiec eligió inmolarse en las tribunas del Stadion Dziesięciolecia Manifestu Lipcowego, según la nomenclatura oficial, mientras se celebraba el Festival Nacional de la Cosecha (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)

En medio de la ceremonia, ante cien mil personas, frente a la dirección del partido de los Obrero Unificado de Polonia y frente a los ojos de la máxima autoridad comunista polaca, Wladyslaw Gomulka, Siwiec roció su cuerpo con combustible y se prendió fuego. Sus gritos sonaron apagados porque una orquesta arreciaba con una mazurka que bailaba un grupo de danza juvenil. A su lado una pancarta decía: “Para nuestra libertad y la suya” y “Honor. Patria”. También lo rodeaban, algunos chamuscados por las llamas, unos folletos que había lanzado antes de inmolarse y que fueron capturados de inmediato por la policía secreta. Siwiec rechazó la ayuda que le ofrecieron quienes estaban a su lado, lo hizo con un grito: “¡Yo protesto!”, que dejaba en claro dos cosas: la espantosa escena no era un accidente y la víctima había elegido su destino.

Igual lo auxiliaron, las llamas fueron sofocadas y el combustible elegido se evaporó con rapidez. Siwiec quedó herido, grave, pero hizo algunas declaraciones breves antes de ser llevado al hospital Praski. Allí habló algo con los médicos, allí recibió la visita de María, su mujer, una visita brevísima porque el paciente estaba bajo custodia policial y la investigación del servicio secreto polaco, y allí murió cuatro días después, el 12 de septiembre de 1968, hace cincuenta y seis años.

En los años de la posguerra, Siwiec rechazó un puesto docente para no participar en el proceso de adoctrinamiento juvenil y trabajó como contador. Escribió y distribuyó folletos antitotalitarios (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)
En los años de la posguerra, Siwiec rechazó un puesto docente para no participar en el proceso de adoctrinamiento juvenil y trabajó como contador. Escribió y distribuyó folletos antitotalitarios (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)

El fuego en el que había ardido Siwiec todavía humeaba cuando el gobierno polaco lanzó una campaña de descrédito y de olvido. El incidente fue suprimido por las autoridades de las noticias locales e internacionales. La fiesta consagrada a la cosecha no había terminado, cuando ya se hablaba en el estadio de un accidente producido porque Siwiec bebía vodka y fumaba al mismo tiempo, lo que había provocado la tragedia. También se lanzó el improbable rumor de una combustión espontánea, aunque la idea que quedó fijada en la memoria colectiva era que el intelectual era un borracho irresponsable que, incluso, no estaba bien de la cabeza: se trataba del acto demencial de un enfermo mental.

El Festival de la Cosecha no se suspendió. Las pocas fotos que se tomaron del episodio fueron luego secuestradas, destruidas, perdidas u olvidadas. Muchos reporteros ni siquiera alzaron sus cámaras conscientes de que, fuese lo que fuese que ocurría con aquel hombre en llamas, las fotos que tomaran nunca serían publicadas. El único testimonio que quedó, siempre algo queda, fue una película de siete segundos tomada por una cámara de cine de “Polish Film Chronicle”, destinada a los noticieros de cine que la omitieron de sus crónicas filmadas semanales. Sin embargo, mal etiquetadas, por accidente, o porque alguien las cobijó en el anonimato, esas imágenes sobrevivieron y fueron descubiertas veinte años después, en 1988, con el comunismo polaco en retirada y dos años antes de que el líder sindical Lech Walesa se convirtiera en presidente de ese país.

“Quise expresar mi desacuerdo con lo que ocurre aquí y despertar a las personas, abrirles los ojos, sí. Lo hablé con un grupo de amigos, así fue, sí”, dijo Jan Palach en su última declaración pública (HBO)
“Quise expresar mi desacuerdo con lo que ocurre aquí y despertar a las personas, abrirles los ojos, sí. Lo hablé con un grupo de amigos, así fue, sí”, dijo Jan Palach en su última declaración pública (HBO)

La policía secreta polaca inició una investigación sobre Siwiec que cerró con una velocidad sorprendente y un epitafio de iguales características: “Muerte del culpable”. Y no se hable más. Y no se habló más. El episodio quedó caratulado como accidente y no como suicidio, mucho menos como protesta política. El publicista Stefan Kisielewski escribió en su diario dos días después de la muerte de Siwiec, a quien conocía: “Hay algunos rumores sobre una inmolación. Pero nadie sabe el motivo”.

El funeral de Siwiec fue masivo, pero no se convirtió en una manifestación política: fue custodiado por la policía y por los agentes del servicio secreto. Su familia dijo después que en los meses siguientes había estado vigilada, al igual que los amigos más cercanos del filósofo. La mayoría de los asistentes al cementerio de Przemyśl sabían qué había pasado y apoyaban incluso las posturas de Siwiec, pero callaron intimidados por un régimen de terror que los amenazaba con la cárcel. El furioso suicidio de Siwiec fue recordado meses después en enero de 1969, Jan Palach, estudiante checoslovaco de filosofía de veinte años, se suicidó también a lo bonzo en la Plaza Wenceslao, en el centro de Praga, en protesta por la permanencia de los soviéticos en su país.

El testamento que Siwiec dejó escrito contenía un dramático llamado final: “¡Gente que aún pueda tener una chispa de humanidad y sentimientos humanos: recuperen la cordura! ¡Escuchen mi grito! El grito de un hombre gris y corriente, hijo de una nación que amaba su propia libertad y la de los demás por encima de todo, por encima de su propia vida. ¡Recuperen la cordura! ¡No es demasiado tarde!”.

En su maletín había una declaración condenando la ocupación de Checoslovaquia. Ryszard Siwiec falleció cuatro días después, a raíz de sus heridas (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)
En su maletín había una declaración condenando la ocupación de Checoslovaquia. Ryszard Siwiec falleció cuatro días después, a raíz de sus heridas (Instytut Pamięci Narodowej/IPN)

Mientras viajaba en tren hacia Varsovia y hacia su muerte, Siwiec escribió una última carta a su mujer: “Querida María, no llores. Es un desperdicio de energía y la necesitarás. Estoy seguro de que viví sesenta años para este momento. Lo siento, no podía ser de otra manera. Muero para que la verdad, la humanidad y la libertad no perezcan. Y esto es un mal menor que la muerte de millones. No vengas a Varsovia. Nadie puede ayudarme más. Estamos llegando a Varsovia, estoy escribiendo en el tren, así que las letras están un poco dobladas. Me siento tan bien, siento una paz interior como nunca antes en mi vida”. Pero nada de esto se supo en su momento. María recibió la carta de su marido veintidós años después: había estado retenida por el Servicio de Seguridad del Estado.

En 1981, un año después del primer grito de rebelión obrera en los astilleros Lenin de Gdansk que llevó a Walesa a ser el líder de esa huelga, la familia de Siwiec, el director polaco Maciej J. Drygas realizó el documental Escucha mi llanto, en recuerdo de “Escuchen mi grito” testamentario, y el programa de radio Testamento, basados ambos en los archivos de la policía secreta comunista que había investigado el caso Siwiec: así llegaron a su poder los siete segundos dela inmolación filmados por “Polish Film” y otras grabaciones fílmicas tomadas por la policía secreta aquel 8 de diciembre de 1968 y que jamás habían visto la luz. También obtuvo varios testimonios de familiares y de los testigos que entonces habían callado.

En 2001, el entonces presidente de la República Checa, el poeta Václav Havel, lo concedió a Siwiec la Orden de Tomáš Garrigue Masaryk de primera clase. Ese mismo año, el presidente polaco Aleksander Kwaśniewski le otorgó la Orden de Polonia Restituta con la Cruz de Comendador. En 2006, el presidente de Eslovaquia, Ivan Gašparovič, le confirió la Orden de la Doble Cruz Blanca de tercera clase. En los dos países de su vida, Polonia y Checoslovaquia, se multiplicaron los homenajes. En Praga, República Checa, una calle lleva su nombre: está frente al Instituto Checo para el Estudio de los Regímenes Totalitarios y es vecina de un monumento en honor de Siwiec. En Przemyśl, donde vivió y descansa, un puente que lleva su nombre. En Varsovia, una calle también lleva su nombre junto al nuevo Estadio Nacional.

El antiguo estadio Dziesięciolecia, donde ardió su furia, se llama hoy Ryszard Siwiec. Un obelisco lo recuerda.

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