Matar a Leningrado: los 872 días de bloqueo nazi que llevaron a la población a comer carne humana y a quemar sus libros

El sitio de la ciudad soviética, hoy llamada San Petersburgo como en un su pasado zarista, fue ordenado por Hitler el 8 de septiembre de 1941 tras su invasión en junio de ese año. Su propósito de borrarla de la faz de la tierra y la desesperada lucha por la supervivencia de sus habitantes, decididos a comer cualquier cosa que pareciera aportar un nutriente e incendiar sus pertenencias para combatir el frío

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Tropas alemanas ocupando una trinchera soviética capturada cerca de Leningrado durante el asedio de la ciudad, alrededor de 1943. (Foto de Keystone/Hulton Archive/Getty Images).
Tropas alemanas ocupando una trinchera soviética capturada cerca de Leningrado durante el asedio de la ciudad, alrededor de 1943. (Foto de Keystone/Hulton Archive/Getty Images).

Después, cuando las autoridades soviéticas intentaron explicar el horror, o darle cierto orden, o justificarlo, o revelarlo, o comprenderlo, lo que se pudiese hacer con aquel espanto, dividieron a los habitantes de Leningrado, a los que todavía estaban vivos, en dos categorías: A) los comedores de cadáveres y, b) los comedores de muertos. Los comedores de cadáveres hacían lo que se cifra en el nombre; los comedores de muertos mataban gente para comer. También para robarles su tarjeta de racionamiento que les aseguraba una miga de pan, o de una falsa mezcla que se llamaba pan y que contenía aserrín.

Ese, el canibalismo, fue uno de los resultados, y no el más atroz, del sitio al que los nazis sometieron a aquella ciudad que antes se había llamado como se llama hoy, San Petersburgo, y había sido la capital del imperio zarista y de la anciana madre Rusia. El sitio a Leningrado se inició hace hoy 83 años, el 8 de septiembre de 1941. Duró 872, dos años y casi cinco meses, y fue una de las más largas batallas de la Segunda Guerra Mundial, con sus bombas, su fuego de artillería, sus ataques aéreos y sus trincheras, aunque en menor intensidad que en una batalla común: la mayor cantidad de muertos en aquella batalla, casi todos rusos, fueron víctimas del hambre y del frío.

Fue decisión de Adolfo Hitler. Aquel criminal al que Europa había dado patente de estadista, aquel psicópata que había logrado su sueño de gobernar sin el Reichstag y por decretos, que había suprimido la prensa alemana, que había establecido leyes raciales, que ya albergaba a miles de sombras humanas en sus campos de concentración; aquel maniático que odiaba a la socialdemocracia, que ardía en encendidos discursos festejados por sus fanáticos, aquel lunático insultante al que Europa pensó que podía controlar, ordenó a su poderoso ejército, triunfante entonces en la URSS tras la invasión de junio de ese año, que rodeara a Leningrado y se sentara a esperar a que el invierno, la nieve, las temperaturas de más de cuarenta grados bajo cero que caían sobre aquella ciudad casi polar, la falta de alimentos y de medicinas hicieran su trabajo: liquidar todo rastro de vida en aquella orgullosa ciudad.

Era un plan de una siniestra perversión que, además, Hitler dejó en claro en uno de sus inflamados discursos con una frase de alucinada transparencia: “Leningrado debe ser borrada de la faz de la tierra. No nos interesa en absoluto salvar civiles”.

Hitler tenía sus razones para arrasar con Leningrado: razones prácticas y simbólicas. Primero, pensaba, y pensaba bien, que el dominio de la ciudad le permitiría llevar adelante su plan de invasión y aniquilamiento de la Unión Soviética. Segundo, la rendición de Leningrado iba a dejar paralizada e inoperante a la poderosa flota soviética del Báltico y dejaba las aguas abiertas para transportar el hierro esquilmado desde Suecia hasta Alemania, hierro destinado a alimentar la fabulosa maquinaria de guerra nazi. Tercero, iba a apoderarse de un enclave industrial vital: en 1939, cuando empezó la guerra, Leningrado alimentaba el once por ciento de toda la producción soviética. Cuarto, Hitler quería adueñarse de esa ciudad fundada por el zar Pedro El Grande en el siglo XVIII y que había sido en gran parte la cuna de la modernización de Rusia. Quinto, había sido allí, cuando Leningrado se llamaba San Petersburgo, donde había nacido la Revolución Rusa de 1917 contra la que arremetía el Reich en su sangriento intento de dominar Europa. Sexto: la ciudad, rebautizada, llevaba el nombre del líder de aquella revolución, Vladimir Lenin: arrasar con ella tenía un doble valor.

Con los argumentos de Hitler había un pequeño drama: las mismas razones que el Reich esgrimía para arrasar con Leningrado, las enarbolaban los rusos para defenderla. Si Hitler proclamaba que había que matar a Leningrado, los rusos decretaron que Leningrado no debía morir. En el medio estaban los generales alemanes, que pensaban en Moscú. El alto mando alemán no era tonto, al menos no lo eran los antiguos estrategas del imperio, los endurecidos sobrevivientes de la Primera Guerra, los militares que no se habían subido al carro victorioso del nazismo. Pensaban, con razón, que el capricho de Hitler de sitiar a Leningrado el tiempo que fuese necesario hasta que murieran todos de hambre o de frío, y el desvío de miles de kilómetros hacia el este para hacer lo mismo con otra ciudad de nombre simbólico, Stalingrado, iba a demorar el efecto de la invasión y podía conducir a la derrota. Eso fue lo que sucedió. El capricho de Hitler no marcó el principio del fin para el Reich, pero sí fue, como gustaba decir a Winston Churchill, el fin del principio.

Los rusos supieron enseguida que Leningrado iba a ser atacada y probablemente destruida, no en verdad por el hambre y el frío, pero sí por los invasores. Cuando las tropas nazis se acercaron a la ciudad, varios trenes con refugiados, mujeres y chicos en su mayoría, salieron de Leningrado rumbo a Moscú en trenes despachados con urgencia, abarrotados por desesperados. En uno de esos trenes salió de la que era su ciudad natal un chico de cuatro años que en aquellos vagones se entretuvo con un nuevo juego por aprender, el ajedrez: era Boris Spassky, que sería campeón mundial de la URSS entre 1969 y 1972. De la población total de la ciudad, 3.100.000 personas, 1.743.129 fueron evacuados entre junio de 1941 y, burlando el cerco alemán, marzo de 1943: entre los evacuados huyeron 414.148 chicos. Antes del cerco alemán, noventa y dos de las más importantes industrias de Leningrado habían sido reubicadas en los Urales, Siberia y Kazajistán.

Cuando los nazis rodearon la ciudad, se toparon con doscientos mil defensores que frenaron su avance y con una serie de fortificaciones que habían sido levantadas de apuro por los civiles. El mismo día que empezó el cerco, un bombardeo nazi dejó caer seis mil bombas incendiarias que destruyeron el vital gran depósito de alimentos de Leningrado. Cinco días después, los nazis capturaron la ciudad de Novgorod y cortaron así la carretera que llevaba a Moscú.

Mariscal Georgy K Zhukov (1896-1974), comandante de las tropas soviéticas (Photo by PhotoQuest/Getty Images)
Mariscal Georgy K Zhukov (1896-1974), comandante de las tropas soviéticas (Photo by PhotoQuest/Getty Images)

Con los alemanes en poder de Novgorod, Stalin relevó de la defensa de Leningrado al mariscal Kliment Voroshilov porque lo juzgó incompetente. Mandó en su reemplazo a otro mariscal del Ejército Rojo, Gueorgui Zhukov que, cuatro años después, entraría triunfante en la Berlín destruida. Zhukov llevaba una nota escrita a mano por Stalin destinada a Voroshilov. Decía: “Entregue el mando a Zhukov y regrese a Moscú inmediatamente”. Ese era el estilo Stalin y eso hizo el atribulado Voroshilov. Fue acusado de “errores graves” en la defensa de Leningrado, un cargo que, de tratarse de otra persona, lo hubiera llevado de cráneo al paredón de fusilamiento. Pero Voroshilov era amigo de Stalin, así que fue a parar a la retaguardia.

Zhukov dividió a Leningrado en seis sectores de defensa, ordenó que se cavaran nuevas trincheras, hizo construir más fortificaciones, ordenó a la flota del Báltico que bombardeara las posiciones alemanas que esperaban a siete kilómetros de la ciudad y lanzó una advertencia: cualquier soldado u oficial que se retirara de su puesto de defensa sería fusilado de inmediato. El mariscal alemán Wilhelm von Leed, también por orden del alto mando, esto es, por orden de Hitler, impidió que los civiles de Leningrado abandonaran la ciudad. Así empezó entonces la larga odisea que duraría dos años y cuatro meses.

Las autoridades militares soviéticas racionaron los alimentos, ya que las bombas alemanas habían destruido los grandes almacenes y depósitos, entre ellos el de Badaev, al sur oeste de la ciudad, donde se almacenaba todo el grano, la carne, la manteca de cerdo y la manteca común de la ciudad. Voroshilov, el mariscal desplazado por incompetente, no había tomado ninguna medida para dispersar el alimento almacenado. Como preveían, y preveían bien, un cerco prolongado el racionamiento quedó fijado en 500 gramos diarios de pan para los obreros, 300 gramos diarios para los chicos y empleados y 250 gramos por día para quienes no trabajaban.

No había pasado un mes del sitio alemán, cuando las previsiones soviéticas dijeron que sólo habría granos y carne para 35 días y azúcar para 60 días. Las raciones diarias se hicieron más pequeñas: 300 gramos de pan para los obreros, 250 gramos para los empleados y 125 gramos para los chicos y los no trabajadores. El invierno de 1941 a 1942 fue el más frío en décadas, con temperaturas de cuarenta grados bajo cero. Los civiles de Leningrado, que trabajaban en las fábricas de armas que todavía estaban activas recurrieron a la quema de sus libros y de los estantes de sus bibliotecas para mantenerse calientes.

Las tropas soviéticas lanzan un contraataque durante el asedio nazi a Leningrado (Photo by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images)
Las tropas soviéticas lanzan un contraataque durante el asedio nazi a Leningrado (Photo by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images)

Es tradición, o lo era en aquellos tiempos, decir que la Unión Soviética contó siempre con la ayuda invalorable de tres valiosos generales: diciembre, enero y febrero, el invierno. En Leningrado, por primera vez, los generales se pasaron al enemigo. Las magras raciones de pan empezaron a ser complementadas por la carne que se podía conseguir, que era muy poca. De manera que todos los animales del zoológico fueron sacrificados en los primeros meses del invierno. A los animales del zoológico les siguieron los animales domésticos y las mascotas. Se tornó comestible, o casi, la pasta para empapelar paredes, hecha con derivados de la papa; se usó el cuero de los cinturones y de zapatos en desuso para crear una especie de gelatina extraña de gusto indescifrable y de dudoso valor proteico. Los habitantes de Leningrado cocinaron yuyos, malezas, arbustos, plantas silvestres, todo lo que no fuese venenoso para incorporar a aquella dieta del hambre. Mientras, los científicos soviéticos intentaban obtener vitaminas de las agujas del pino, que en Leningrado sobraban. Cualquier cosa era buena para combatir el hambre. Pero el hambre, como siempre, pudo más.

Fue entonces cuando apareció el canibalismo en el escenario aterrador de aquella silenciosa batalla irracional. Y fue en diciembre de 1942, cuando Leningrado llevaba sitiada un año y tres meses, cuando el famoso NKVD, el Comisariado para Asuntos Internos, detuvo a 2.145 personas acusadas de canibalismo y los dividió entre “comedores de cadáveres” y “comedores de muertos”. De todos los detenidos, sólo el dos por ciento tenía antecedentes penales. Además de la carne humana, el objeto más codiciado entre los muertos era la tarjeta de racionamiento. En esos días también fueron menú humano las semillas destinadas al ganado, los huesos y las pieles de vaca que se hervían durante horas hasta obtener un material viscoso, untuoso y espeso que, por desesperación o con ironía fue bautizado como “mermelada de carne”. En busca de nutrientes, los sitiados llegaron a fermentar el aserrín para preparar una extraña “sopa” que suponían podía alimentar, o que mezclaban con la escasa harina que restaba para fabricar una especie de pan negro.

Los pocos alimentos que llegaban venían por agua o por hielo: el lago Lagoda, en verano, era navegado por lanchas y barcazas que acercaban algunas bolsas con papas, harina o verduras. Pero estaban siempre a tiro de la aviación nazi, empeñada en matar por hambre a Leningrado. En el invierno, la superficie helada del lago también permitía la llegada de vehículos de pequeño porte con carga alimenticia escasa: casi todos eran ametrallados o bombardeados por los Junker alemanes. Cuando eso sucedía, los rusos mandaban al lago a un equipo de buzos para que de aquellas aguas heladas rescataran lo que fuese posible. Casi siempre era alguna bolsa de granos que quedaban húmedos y mohosos, pero igual eran convertidos en harina para hacer pan.

En su detallado relato de aquel horror, “The 900 days – The siege of Leningrad”, el historiador británico Harrison Salisbury narra decenas de historias de familias enteras que murieron de frío, encerradas en su casa y sin más nada que quemar en sus hogares; de personas a las que el hambre derrumbaba en la calle y ya no volvían a ponerse en pie, de brigadas de voluntarios callejeros recolectores de cadáveres en carretillas improvisadas; de parques en los que habían desaparecido plantas, bulbos, pájaros y hasta los cuervos, que también habían graznado por hambre. En aquella Leningrado hambrienta ya no circulaban ni perros, ni gatos, ni ratas, no volaban palomas, no nadaban los patos en los estanques. El Instituto Científico de Leningrado había creado una especie de harina a base de caparazones de moluscos finamente trituradas y mezclada con aserrín. Nada era suficiente. La población comía apenas el diez por ciento de las calorías indispensables: miles de personas morían por desnutrición.

El servicio de transporte público había dejado de funcionar porque no había combustible; y si algo quedaba, se destinaba a la defensa. No circulaba corriente eléctrica: sólo las instalaciones militares tenían acceso al suministro. Leningrado era una ciudad paralizada, muda, oscura, hambrienta, muerta. En medio de la desolación floreció el mercado negro: unos pocos gramos de harina o de azúcar eran vendidos a precios imposibles, aun a riesgo del fusilamiento inmediato de los mercaderes, ordenado por Zhukov que había implantado la ley marcial.

Zapadores del ejército en el frente de Leningrado cruzando un río (Photo by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images)
Zapadores del ejército en el frente de Leningrado cruzando un río (Photo by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images)

Después de la guerra, fue hallado el diario de una chica de once años, Tatiana Sávicheva, una especie de Anna Frank de la URSS, que narraba página por página, con estremecedora sencillez, cómo morían por hambre, uno a uno, los miembros de su familia. Tatiana tampoco sobrevivió pero las páginas de su diario fueron presentadas como pruebas en los juicios de Núremberg que juzgaron a los militares alemanes que sitiaron Leningrado.

La Segunda Guerra Mundial librada en el frente del Este se decidió en enero de 1943 con la derrota alemana en Stalingrado. Ese sí fue el principio del fin para la aventura nazi. Por extensión, con lo que restaba del ejército del mariscal Friedrich von Paulus en retirada hacia Berlín, el cerco a Leningrado perdió un poco de rigidez. Dos feroces contraataques soviéticos, la Ofensiva Siniánov y la Operación Chispa, jaquearon a los alemanes que, en pocas palabras, pasaron de sitiadores a sitiados. El mismo enero de 1943, sellada la suerte alemana en Stalingrado, en Leningrado se abrió un estrecho corredor terrestre de entre ocho y diez kilómetros de ancho que rompió el cerco, permitió instalar un ferrocarril ligero y facilitó el transporte sin riesgos de alimentos que llegaban, ahora con fluidez, del lago Lagoda. Fue conocido como “El camino de la vida”. La “Operación Estrella Polar” del Ejército Rojo derrotó y puso en fuga al Grupo de Ejércitos del Norte de la Alemania nazi y liberó la región de Leningrado.

El 26 de enero de 1944, Stalin declaró que el sitio de Leningrado había sido levantado y que los alemanes habían sido expulsados. El bloqueo había durado 872 días y la noticia fue saludada con veinte cañonazos disparados por 324 cañones. La ofensiva terminó el 1 de marzo, cuando entró en otra etapa dirigida por Zhukov: perseguir al XVI Cuerpo de Ejército Alemán. No iban a parar hasta Berlín.

Nazis capturados en una campaña rusa en Leningrado, URSS. Una larga columna de soldados alemanes marchaba por las calles de Leningrado después de su captura en el exitoso avance hacia el oeste para aliviar la asediada antigua capital de Leningrado. 30 de enero de 1944
Nazis capturados en una campaña rusa en Leningrado, URSS. Una larga columna de soldados alemanes marchaba por las calles de Leningrado después de su captura en el exitoso avance hacia el oeste para aliviar la asediada antigua capital de Leningrado. 30 de enero de 1944

Los juicios de Núremberg fijaron en 642.000 los muertos civiles en Leningrado, la mayoría por hambre y frío. Los soviéticos elevaron esa cifra a un millón de personas. Los historiadores occidentales creen que el número es aún mayor que el millón y que otros cientos de miles de personas murieron por los bombardeos nazis. En todo caso, la cifra más piadosa supera a las 800.000 muertos: es una cifra mayor que las bajas de Estados Unidos y Gran Bretaña en toda la Segunda Guerra.

Leningrado no volvió a tener la cifra de habitantes que tenía antes de la guerra hasta ya entrada la década de 1960. Aquella ciudad ya no existe. Volvió a recuperar su nombre original, San Petersburgo, que recuerda a su creador, Pedro El Grande. Un dato curioso, Pedro hizo edificar 365 iglesias, todas miraban al Mar Báltico, a razón de una por cada día del año. Era para que los viajeros supieran que llegaban a una ciudad cristiana.

Es en San Petersburgo, la antigua Leningrado, donde descansan los restos de la familia Romanov, los últimos zares de Rusia. Todos, el zar Nicolás, la zarina Alejandra y sus cinco hijos, cuatro muchachas y el joven heredero Alexander, fueron fusilados por los bolcheviques en julio de 1918.

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