Un mecánico australiano de 24 años deja su país para perseguir a un gran amor que emigró a Inglaterra. George Lazenby, además de tratar de rastrear a su ex novia, debió ganarse la vida en esa Londres convulsionada y vibrante de mediados de los sesenta. Le ofrecieron participar del casting de una sesión de fotos para una publicidad. Fue elegido. A partir de ese momento encadenó un trabajo detrás de otro hasta convertirse en el modelo masculino mejor pago del Swinging London. No pudo recuperar a su novia que se fue con el capitán del equipo de cricket de una gran universidad pero en muy pocos años consiguió lo imposible: se convirtió en 007.
George Lazenby fue el James Bond, fugaz, improbable, el que llegó al papel más codiciado sin experiencia previa. El que fue denostado por todo el mundo y revalorizado con el correr de las décadas.
La saga de James Bond había convertido a Sean Connery en una súper estrella. El actor quería despegarse un poco del personaje. Temía al typecasting, a quedar identificado sólo con ese papel. Pero hubo otro motivo poderoso para renunciar a la franquicia: el enojo furibundo con los productores porque se llevaban una enorme porción del negocio y a él no lo participaban. Connery sostenía que él era James Bond y que no lo recompensaban de manera adecuada.
Los productores se enfrentaron al dilema de cómo seguir. Debían buscar un nuevo actor. Y luego de encontrarlo debían rezar para que la sustitución fuera aceptada por el público.
Comenzaron una búsqueda frenética y desesperada. Al principio no sabían bien cuál debía ser el perfil del reemplazante. Alguien pensó en volver a tentar al que había sido la primera opción al inicio de la historia: Cary Grant. Fue una idea descabellada. Grant ya tenía 65 años (65 años de esa época además), era una de las leyendas vivientes de Hollywood y ni siquiera meditó la oferta: ¿cómo alguien de su popularidad y prestigio aceptaría ser un reemplazo? Otro de los mencionados fue Roger Moore, que años atrás había privilegiado la serie El Santo antes que a Bond (aunque, sabemos, tendría revancha). Los siguientes dos nombres muestran de manera cabal la desorientación de Broccoli y Saltzman. Pensaron en Adam West que triunfaba con su Batman pop y algo kitsch en la televisión y en Dick Van Dyke, célebre cómico que también reinaba en la pantalla chica con su show. Alguien puso sobre la mesa el nombre de John Newcombe, campeón de tenis australiano. Albert Broccoli respondió que era imposible porque no era actor y era australiano.
Lo que estaba decidido era que el director de la nueva película sería Peter Hunt. Al Servicio Secreto de Su Majestad sería su ópera prima pero no por eso era un hombre sin experiencia en el mundo del cine. Hacía más de 15 años que oficiaba de montajista en Hollywood (había ocupado ese rol en las anteriores entregas de James Bond y en la última, casi como si lo estuviesen preparando para su gran momento, había sido el asistente de dirección y encargado de la segunda unidad).
La búsqueda del actor se ciñó a jóvenes con alguna experiencia en cine, un cierto sex appeal y condiciones atléticas. En algún momento pareció que la carrera la iba a ganar Eric Braeden (actuó después en El Planeta de los Simios), de sólida formación y un físico imponente.
Hasta que de pronto apareció George Lazenby, un australiano sin experiencia actoral que había logrado cierta fama como modelo publicitario. En la televisión británica emitían a cada rato la publicidad de Chocolates Fry en la que participaba. La oportunidad se la brindaron –como ocurre con frecuencia- una serie de carambolas felices. Acompañó a una amiga a una comida y alguien le dijo que buscaban a un nuevo Bond y que podía dar con el psyquic du rol, un encuentro casual con Broccoli, la desesperación de los productores, la confianza algo irracional del director y, por supuesto, su determinación. Alguna vez Lazenby dijo que se quedó con el papel porque ninguno de los otros aspirantes lo querían tanto como él. Averiguó quién era el peluquero de Connery y le pidió que le hiciera el mismo corte; el hombre mientras le rebajaba el flequillo le comentó que a unas cuadras de distancia estaba la sastrería a la que acudía el escocés. Cuando Lazenby llegó, el sastre le ofreció un traje que Connery había mandado confeccionar pero que nunca había retirado. De esa manera se presentó al casting. Allí lanzó algunos bocadillos de 007 en las películas previas, se movió con prestancia y algo de soberbia y mintió sobre sus antecedentes profesionales. Dijo que había filmado varias películas en Italia, Europa Oriental y Australia. Y dijo que debía retirarse rápido para regresar al rodaje de su actual proyecto. Los productores le rogaron que volviera en unas horas.
Al día siguiente, Lazenby se encontró con el director. Hunt estaba de mal humor porque había tenido que regresar de urgencia de Suiza, donde buscaba locaciones para la que sería la (extraordinaria) escena de esquí, para conocer al posible nuevo Bond. En ese momento, Lazenby sintió que todo se había vuelto demasiado serio y que se les estaba por ir de las manos. Se sinceró frente al director: “Antes de seguir debo confesarle que nunca actué en mi vida”. Los gestos de Hunt cambiaron con velocidad. De la mirada dura pasó a una carcajada sonora, algo exagerada: “¿No sos actor? Algo debés tener. Engañaste a Saltzman y a Broccoli, dos de los tipos más duros y difíciles que conozco”.
Saltzman se opuso con fervor a la contratación de Lazenby. No aceptó siquiera que le realizaran una prueba de cámara: “Si contratamos a alguien que nunca actuó, vamos a convertirnos en el hazmerreír de la industria”, dijo. Pero tanto Broccoli como Hunt defendieron al australiano.
El estudio, al enterarse, pidió que le realizaran dos pruebas de cámara más: una peleando con varios hombres y otra seduciendo y besando a diversas mujeres. Si podía hacer bien esas dos actividades, creían, sería un buen Bond. Superó los exámenes sin dificultad.
Según cuentan Matthew Field y Achai Chowdury en Some Kind Of Hero: The Remarkable History of James Bond Films, antes de firmar el contrato, Broccoli y Saltzman lo sometieron a otras pruebas pero ya alejados de un estudio de filmación. Lo llevaron varias veces a cenar a lugares refinados, lo hicieron participar de sesiones de póker y Punto y Banca clandestinas con grandes apostadores, y hasta le enviaron varias chicas a su hotel para comprobar que no era homosexual. Otra vez, Lazenby aprobó con creces.
Apenas comenzó el rodaje todos descubrieron que Lazenby había sabido hacer todo lo necesario para obtener el papel pero que no sabía nada de lo necesario para interpretarlo. Era evidente que no era actor.
En Nobody Does It Better, una gran historia oral de Bond y sus films, uno de los productores define a Lazenby: “George tenía casi todo lo que Bond necesitaba. Tenía la presencia física, la elegancia, la arrogancia, pero tenía una debilidad enorme: no sabía actuar”.
Hunt debió desarrollar diferentes estrategias para suplir esta falencia fatal (en varias partes llegó a doblar su voz).
El día que debían filmar la escena en la que se entera de la muerte de Tracy (Diana Rigg), el director lo convocó a primera hora de la mañana. Pero recién comenzaron a filmar la parte de Lazenby a las seis de la tarde. Quiso tenerlo cansado y agobiado para que eso se notara en cámara. Lazenby se compenetró tanto que lloró. Hunt gritó, enojado, ¡Corten! Y casi sin mirarlo le reprochó a su actor: “James Bond no llora. Nunca”.
Un dilema para productores, guionista y director era cómo presentar al nuevo Bond. La primera opción fue justificar el cambio de fisonomía con una serie de cirugías estéticas que el servicio secreto había ordenado. Un cliché que por fortuna fue dejado de lado. La opción fue más ingeniosa. Luego de la secuencia inicial con mucha acción y repleta de peripecias, Lazenby/Bond mira a cámara y rompiendo la cuarta pared por primera vez en la historia de la saga dice: “Esto nunca le pasó al otro tipo”.
Este nuevo Bond tendría lo de siempre: las mejores mujeres, los mejores tragos, las mejores armas, los mejores accesorios tecnológicos, los mejores autos. Y villanos. Y muchísima acción. Las escenas de la persecución alpina de ski y la de autos están filmadas con una destreza notable por parte de Hunt. Son parte del mejor cine de acción de su tiempo. Un gran paso adelante respecto a las películas anteriores.
Había otro ingrediente más: la adaptación era, hasta ese momento, la más fiel a la novela, buscando alejar al personaje de todas aquellas características de las que lo dotó Connery. Aunque algo deseaban mantener, aunque supieran que era casi imposible. James Bond debía seguir siendo el epítome de lo cool.
Al Servicio Secreto de Su Majestad cuenta con un Bond novato pero también tiene un gran villano interpretado por Telly Savalas, antes de Kojak. La misma calva, la misma voz que retumbaba, grave, que parece ascender desde un tercer subsuelo. Y tiene, también, la más bella Chica Bond de la historia (en realidad se trata de una de las mujeres más hermosas de la historia de Hollywood): Diana Rigg, la Emma Peel de Los Vengadores.
Al Servicio Secreto de Su majestad fue estrenada el 18 de diciembre de 1969. Fue recibida con tibieza por el público y la crítica. Nadie se acostumbraba al nuevo Bond. Muchas de las críticas cayeron sobre el protagonista, un novato. Lazenby fue un blanco fácil.
Con el tiempo la película fue ganado adeptos (hay un capítulo del gran podcast Frame Fatale que se sumerge en la película y explica este devenir) y Lazenby fue mirado con mayor indulgencia. Hay quienes sostienen que él fue el que salvó a la franquicia, que fue quien se inmoló para que continuara, que cualquiera que hubiera tomado el rol de Bond después de Connery hubiera sido denostado. Pero que su audacia permitió que el público y la industria entendieran que era posible que 007 cambiara de cara.
Mientras los productores preparaban el lanzamiento de la película sufrieron otro disgusto. Lazenby ya les había avisado que no continuaría interpretando al agente secreto. Ellos, de todas maneras, debían presentarlo al mundo como el sucesor de Sean Connery. Y si la película resultaba un éxito confiaban en seducirlo. Pero lo que se encontraron momentos previos a la premier, los dejó perplejos. Lazenby no parecía Bond a pesar de llevar un smoking. Se había dejado crecer el pelo y una barba espesa le cubría la cara. Su hablar se había pausado y era un fervoroso propulsor de la experimentación con LSD. Parecía más un hippie recién llegado de Woodstock (suciedad incluida) que un hombre con licencia para matar. Lazenby no se parecía a Connery pero en ese momento tampoco a sí mismo, o al menos al que había sido elegido para hacer a James Bond.
Los motivos de su prematura renuncia fueron varios. Por un lado lo agobió la presión del mundo Bond, sintió que él nunca podría ser el sucesor de Connery. Por el otro no quedó conforme con la oferta de un millón de dólares que le realizaron los productores. El convenio era por varias películas más. Y entre rodaje y rodaje lo liberaban para filmar lo que quisiera. Parecía un trato ventajoso. Pero a Lazenby lo cegaron la soberbia, la codicia y cierta pereza (seguramente algún otro pecado capital más también). Tuvo un pésimo consejero. Conoció en una fiesta a Rona O’Rahilly, el fundador de Radio Caroline, la famosa radio pirata que emitía desde las aguas para introducirse en la casa de los jóvenes londinenses de fines de los sesentas. O’Rahilly le dijo que Bond era el pasado; alguien violento, sin escrúpulos, rodeado de armas y que esa era la Era del Amor, la Era de Acuario. Insistió en que era un anacronismo interpretar a un agente secreto en plena época de paz y amor, que Bond no sobreviviría. No fue el único razonamiento que indujo. Convertido en representante lo convenció de que un millón de dólares era poca plata para él. Que si iba a Italia como Clint Eastwood a participar de Spaghetti Westerns ganaría 500.000 dólares por película en rodajes de tres o cuatro semanas. Y que en menos de dos meses obtendría la misma cantidad que le ofrecían. Debía recordar, insistía O’Rahilly, que él era Bond y que los productores se pelarían por tenerlo en sus películas y que le pagarían fortunas. Spoiler: eso no sucedió.
Cuando en las semanas posteriores a que se supiera que no volvería al papel, era consultado por sus siguientes pasos, Lazenby se vanagloriaba de tener 18 guiones sobre su escritorio, que elegiría cómo seguir a conciencia. Las ofertas nunca se concretaron.
Pareció que su carrera resurgiría cuando llegó a un acuerdo con Bruce Lee para filmar con él. Pero un día después el especialista en artes marciales apareció muerto. Lazenby, de todas maneras, actuó en tres películas posteriores de la compañía de Lee. Su carrera languideció ante la indiferencia del medio y el público y ante sus propias limitaciones, su depresión y el alcoholismo que lo acosó durante décadas. Nunca alcanzó el status de estrella que ambicionó cuando se convirtió en Bond.
Sus trabajos se redujeron a películas muy menores, participaciones televisivas, publicidades y algún estertor de Bond.
Se casó varias veces. La última con la ex tenista norteamericana Pam Shriver con la que tuvo dos hijos, aunque luego se divorciaron.
En los últimos años, George Lazenby casi no tuvo actuaciones en vivo ni presencias en la televisión. Sufrió una especie de cancelación cuando en 2021, una actuación suya provocó gran revuelo en Australia, su tierra natal. Desde hacía un tiempo había encontrado una nueva manera de explotar su único y fugaz gran papel. El espectáculo consistía en una gran orquesta que interpretaba música de la saga Bond –temas de John Barry y canciones distintivas de las películas- mientras él narraba anécdotas de su trayectoria y del rodaje de su único opus como 007. Pero, parece, que Lazenby no supo amoldarse a los nuevos tiempos. Tras uno de estos shows el público se quejó de que sus historias transpiraban machismo, que cosificaban a la mujer y que hasta había deslizado varios comentarios y chistes homofóbicos. Sin importar que ya tuviera 82 años, ni que no entendiera la lógica de los nuevos tiempos, Lazenby fue lapidado en los medios de comunicación y por la opinión pública; nadie salió a defenderlo, ni siquiera el teatro que lo había contratado ni la orquesta que lo acompañaba: ambas se apresuraron a emitir comunicados que aclaraban que nada habían tenido que ver con las bromas procaces del ex Bond.
Poco más de un mes atrás, Lazenby anunció a través de sus redes sociales que se retiraba de la actuación y que ya no se volvería a presentar en público. Es posible que se haya tratado de una decisión de sus hijos para preservarlo de la exposición ante el avance de la senilidad.
La paradoja es que Lazenby decidió abandonar el rol que lo haría memorable, el de James Bond, aun antes de terminar el rodaje. Sin embargo, a más de 55 años de distancia, se lo sigue recordando por ese papel. Es más: es el único hito profesional de su carrera (si así pudiera llamarse a su derrotero artístico). Eso de lo que renegó de inmediato es lo que le dio fama y dinero en el último medio siglo. Y es lo que le asegura la posteridad.
Es que la de James Bond es una raza escueta, exclusiva. Un linaje de, por ahora, sólo seis personas: Sean Connery, Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce Brosnan, Daniel Craig y George Lazenby. Como alguna vez sostuvo Pierce Brosnan: “Fueron más los hombres que pisaron la luna que los que encarnamos a James Bond”.
George Lazenby, que hoy cumple 85, fue uno de esos. Lo que no es poco.