Desnudan secretos familiares. Resuelven crímenes misteriosos -¿o cuál es la punta del ovillo del que empiezan a tirar los personajes de Ricardo Darín, Soledad Villamil y Guillermo Francella para dar con el asesino en El secreto de sus ojos?-. También son un instante congelado en el tiempo que da el pie perfecto para preguntar a los protagonistas de ese instante por esa imagen y por lo que ese momento tuvo alrededor. Todo eso puede estar detrás de algo en apariencia tan sencillo como una foto, y eso, una foto, o dos en realidad, fue lo que cautivó a Mary McCartney para empezar a tirar del ovillo.
Mary McCartney, inglesa, fotógrafa y apellido-portante, es la primera hija de Paul McCartney, que todavía era un Beatle cuando Mary nació, y de Linda Eastman McCartney, la histórica pareja del músico, también fotógrafa y también música. Uno de los ovillos de Mary, que se llamó así para homenajear a la misma abuela paterna que homenajea “Let it be”, empezó a desenredarse a partir de dos fotos en blanco y negro.
En una, ella está sobre una alfombra, es una bebé muy chiquita, apenas gatea pero ya mira fijo al lente: la alfombra no es de su casa ni de la de algún familiar, es la del Studio 2 de Abbey Road, probablemente el estudio de grabación más emblemático del planeta. En la otra, su mamá acompaña al pony familiar (sí, había un pony familiar) a cruzar por la senda peatonal de Abbey Road -probablemente la senda peatonal más icónica del planeta- y su papá espera sonriente en la vereda, a metros de la puerta de entrada del estudio.
De esas dos fotos nacieron sus preguntas sobre ese lugar que era tan familiar para los suyos que incluso llevaban a su pony allí. De esas preguntas nació el documental Si estas paredes cantaran…, dirigido por Mary, disponible en Disney+ y una gema para quienes se pregunten por las nueve décadas de historia del estudio en el que la música cambió para siempre. Varias veces, aunque algunas de esas veces sean menos famosas que otras.
¿El mejor estudio de Londres o el mejor estudio del mundo?
En la pared blanca impoluta que sirve de fachada a los estudios Abbey Road -que no siempre se llamaron oficialmente así pero que siempre fueron apodados así por sus trabajadores y por los músicos que lo frecuentaron- hay una placa con un nombre: Edward Elgar. El compositor de música clásica, autor nada menos que de Pompa y circunstancia, fue el primero en dirigir una orquesta en el Studio 1 del edificio, ese que por sus dimensiones y su equipamiento estuvo siempre pensado para esos fines. Fue en 1931, cuando la discográfica EMI decidió montar allí un estudio con dimensiones y tecnología que no podía conseguirse en otros estudios. Ni de Londres, ni de Inglaterra, ni del mundo.
Más de noventa años después, esa pared blanca sigue impoluta. Lo que está todo garabateado es el muro que separa el edificio de la vereda: desde que el lugar se convirtió en un escenario parteaguas en la historia de la música, los fanáticos de The Beatles dejan sus mensajes todo el tiempo para dar cuenta de que estuvieron allí. Pero no sólo la fachada sigue impoluta: mucho del equipamiento que el estudio fue adquiriendo con el correr del tiempo sigue allí, y hay técnicos que ponen toda su sabiduría en arreglar artesanalmente micrófonos de los años sesenta. ¿Por qué? Porque cada época tuvo su sonido y los nuevos equipamientos no necesariamente reemplazaron a los anteriores: todo suma.
A esa convicción, la de que lo actual no tiene porqué ser reemplazo de lo que ya existe, se le apila otra: la idea de que Abbey Road es algo así como un templo. “Entrar a Abbey Road es como entrar a la iglesia”, dice en el documental Liam Gallagher, recientemente reconciliado con su hermano Noel para anunciar la vuelta de Oasis. Algo parecido cuenta Elton John, que entró por primera vez a Abbey Road como sesionista de piano y que cobraba apenas 12 libras esterlinas por tres horas de trabajo: “Abbey Road es sagrado”, dice, y también explica cómo fue que el estudio lo hizo mejor intérprete: “Cuando trabajaba como sesionista, había muy poco tiempo y había que hacerlo bien, muy bien, para que volvieran a llamarte. Esa presión te hace ser mejor”.
La condición de templo terminó de construirse cuando Abbey Road pasó a ser la base de operaciones creativa de The Beatles y de George Martin, el productor musical que los llevó al pico más alto de sus capacidades artísticas y que sirvió de traductor entre las ideas de los de Liverpool y los técnicos y sesionistas del estudio. Cuando los Fab Four le pusieron Abbey Road al último disco que grabaron, terminaron de adueñarse de la mística de ese lugar al que habían llegado con 12 horas para grabar un disco en una jornada y se fueron con tiempo ilimitado para usar cualquiera de sus dos estudios más grandes. Y fue en ese momento que EMI oficializó el nombre que hasta ese momento era “para entendidos”: desde ese momento la fachada diría Abbey Road Studios.
Los estudios pertenecientes a EMI se convirtieron en búnker cuando The Beatles dejaron de tocar en vivo. Por la complejidad de su música, difícil de interpretar sobre el escenario para el equipamiento de la época, y también por la propia Beatlemanía. Así lo describía McCartney por aquellos años: “Los gritos no dejan que se nos escuche. Ni las voces ni los instrumentos. Ni nos escuchan ni podemos escucharnos nosotros, así que no podemos mejorar nuestras presentaciones en vivo. Vamos a estar en el estudio porque ahí podemos mejorar”. Lo siguiente fue la edición de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. La música no volvería a ser lo mismo y Abbey Road había sido el teatro de operaciones de esa revolución.
The Beatles fueron tan innovadores que, cuando Kate Bush llegó a los estudios a grabar sus canciones unos quince años después, ningún instrumento de los grandes del Studio 2 había sido movido un centímetro y ni siquiera se habían pintado las paredes: todo debía permanecer como estaba porque cualquier mínimo cambio podía alterar la acústica de ese espacio. Esa acústica llevaría a John Williams, director de orquesta y mítico compositor de grandes bandas sonoras del cine, a decir: “Abbey Road es el mejor estudio de Londres... Probablemente sea también el mejor estudio del mundo”. Allí grabó la música de la saga Indiana Jones para Steven Spielberg y de Star Wars para George Lucas.
Gilmour y Waters, un dúo inolvidable pero conflictivo
“Muchas veces siento nostalgia por las peleas que tuvimos en Abbey Road, las extraño”, dice David Gilmour, el guitarrista que entró a Pink Floyd tras la salida forzosa de Syd Barrett. “Nos peleábamos mucho en el estudio, eran peleas horribles, pero eran porque queríamos hacer el mejor disco que pudiéramos hacer, sólo que no nos poníamos de acuerdo respecto de cómo lograrlo”, confiesa mirando a cámara en el documental dirigido por Mary McCartney.
Roger Waters, la mente (más) creativa detrás de la banda, también recuerda esas discusiones, aunque con menos nostalgia que Gilmour. Como si la conciencia sobre el tono al que llegaban esas “búsquedas artísticas” durara hasta el día de hoy y le impidiera romantizar la escena. Pero en algo coinciden el bajista y el guitarrista: tenían entre mano un disco con el que buscaban llegar a un sonido y a un concepto inédito para ellos. En 1973 ese álbum vio la luz: Dark side of the moon, una de las obras maestras del siglo XX.
“Dark side of the moon hizo que Pink Floyd lograra un nivel que no había logrado. Podríamos haber terminado ahí, en ese nivel, como hicieron The Beatles. Pero me alegra que no lo hayamos hecho y que siguiéramos trabajando juntos”, le dice Waters a McCartney (hija). “Después hicimos algunos buenos discos más, acá en Abbey Road. Wish you were here, Animals, The Wall, The Final Cut. Es un bloque sólido de discos”, define el artista sin ironía. Como si alcanzara llamarle “bloque sólido” a semejante producción. Waters no duda: la tecnología, la mística y sobre todo la permanencia de técnicos sumamente calificados presente en Abbey Road fue clave para que pusieran todos los ladrillos en las paredes de ese bloque sólido.
Otro desacuerdo entre los hermanos Gallagher
Noel Gallagher tampoco duda cuando tiene que hablar del estudio al que llegó por primera vez en 1997 para grabar Be here now, el tercer disco de Oasis. “La gran mayoría de los discos que más me importan nacieron acá, mi estilo musical nació acá, hasta mi corte de pelo nació acá”, dice el hermano guitarrista y “tranquilo”. En el documental, muestran el look de su cabeza al lado del que McCartney lucía en tiempos de Sgt. Pepper’s: efectivamente, su corte de pelo nació en el Studio 2 de Abbey Road.
“Nos echaron del estudio... En ese momento, nos hizo sentir orgullo. A The Rolling Stones no los habían echado de Abbey Road”, bromea Noel en el documental. Hace memoria, revisa entre sus recuerdos y cuenta el porqué de la expulsión: “Nos quedamos a la noche en el estudio, tomando unos tragos. Escuchamos los discos de The Beatles a todo volumen y rompimos algo, creo que rompimos un parlante y por eso nos echaron”.
Por enésima vez en la historia de los hermanos que fundaron Oasis y que volverán a los escenarios juntos en 2025, Noel y Liam no llegaron a un acuerdo sobre aquella supuesta expulsión. “Se dijo que nos habían echado, que habíamos roto cosas, instrumentos. ¿Quién rompería algo en Abbey Road? El que golpee algún instrumento aquí merece una golpiza. Entrar a Abbey Road es como entrar a la iglesia”, asegura Liam, desmintiendo la versión de su hermano mayor. Los dos estuvieron esa noche allí, en ese templo que los marcó, pero no se ponen de acuerdo sobre cómo recordarla.
El (casi) desmayo que estuvo a punto de arruinar una canción
Los estudios cinematográficos de Hollywood, en plena época dorada de los films, resultaban demasiado grandes para la grabación de las bandas sonoras. Esas dimensiones podían generar desde eco hasta que los detalles más minuciosos de las interpretaciones se perdieran. El Studio 1 de Abbey Road, en cambio, tenía el tamaño perfecto: “Es lo suficientemente chico como para que se conserven todos los arreglos y no haya reverberancia, y lo suficientemente grande como para que el sonido llegue a florecer”, define John Williams.
En 1964 se estrenó Goldfinger, la tercera película de la saga James Bond, en ese momento interpretado por Sean Connery. Se llamó así porque así se llamaba el villano del agente del servicio secreto británico, que pretendía apropiarse de todo el oro de las reservas estadounidenses y, de esa manera, convertirse en el hombre más poderoso de Occidente. Como ocurriría con otras entregas de la saga, ese estreno incluyó una canción inolvidable. La grabó Shirley Bassey, la cantante galesa que aún hoy sigue siendo la intérprete que le puso la voz a más películas de la saga.
“Goldfinger”, el tema, se grabó el 8 de febrero de 1964 con una orquesta sinfónica y con músicos sesionistas. Uno de esos músicos era Jimmy Page, al que le faltaban unos años para fundar Led Zeppelin y que en ese entonces grababa solos de armónica y de guitarra acústica o eléctrica a cambio de poca plata en Abbey Road. Como era costumbre antes de cada grabación, se dibujó una especie de plano para tener claro cómo debían organizarse los instrumentistas.
El Studio 1 ya tenía por ese entonces una gran pantalla en la que se proyectaban escenas o películas enteras para orientar a quienes estuvieran grabando bandas sonoras. Shirley Bassey debía estar atenta a la proyección porque su interpretación de “Goldfinger” debía extenderse todo lo que duraran los créditos al final del film. “Los títulos no terminaban más y eso hizo que tuviera que estirar la nota del final de la canción, que es una nota bien alta; fue dificilísimo”, recuerda Bassey.
“Tuvo que estirar muchísimo la nota, e inmediatamente después de que terminara la grabación de la canción, Shirley se desplomó en el suelo. Fue un momento dramático, casi un desmayo”, se acuerda Page. La cantante también vuelve a ese instante: “Tuvieron que mojarme con agua bien fría y me frotaron hielo en las muñecas para que me recuperara. Fue cruel, pero también fue un suceso mundial”. Un suceso mundial como el mismísimo Abbey Road, ese templo de la música en el que se hicieron algunas de las canciones y discos que insisten en cambiarnos la vida.