Poco después de las nueve de la mañana del domingo 2 de agosto de 1945, hace ya setenta y nueve años, y a bordo del poderoso acorazado “Missouri” de la Armada de los Estados Unidos, dos hombres temblaban sin poder evitarlo. Eran dos hombres poderosos, pero los nervios los traicionaban como a dos chicos frente a una mesa de examen. Uno era el general Douglas MacArthur, comandante en jefe de todas las tropas americanas en el Pacífico que, minutos después, se convertiría en una especie de virrey de los aliados en el Japón vencido. El otro era el canciller japonés Mamoru Shigemitsu, que encabezaba la delegación diplomática y militar que firmaría la rendición de Japón. La Segunda Guerra Mundial estaba a punto de terminar.
MacArthur temblaba porque debía leer un mensaje que, tal vez, era contrario a sus ideas: los vencedores tendían la mano a los vencidos; era una mano cautelosa y desconfiada, pero era una mano tendida. MacArthur había combatido a los japoneses con todas sus fuerzas, había sido expulsado de las Filipinas por el avance arrollador de Japón posterior a Pearl Harbor, en diciembre de 1941 y en los primeros meses de 1942; había jurado venganza con un célebre “¡Volveremos!”; había regresado a Filipinas, había derrotado a su enemigo y ahora su instinto militar se veía atenuado, a despecho sosegado y aplacado, por los laberintos de la diplomacia.
Shigemitsu temblaba porque para él y para su país, la rendición era la deshonra. Nadie, ni los señores de la guerra, ni los mandatarios políticos había aceptado firmar aquel documento desdoroso y desgraciado. El flamante canciller lo había puesto por escrito en Tokio, en aquellos días febriles previos a la dolorosa aceptación de la derrota: “La actitud de los mandatarios nipones, ahora que la guerra había acabado de forma tan inusitada, resultaba característica. Aborrecían, como un acto impuro, el hecho de asumir responsabilidad alguna sobre el escrito de rendición e hicieron todo lo que estuvo en su mano para eludirla”. Así que había cargado sobre sus espaldas con el cumplimiento de aquella misión. Pero había algo más. Shigemitsu debía sangrar por la abierta herida de la ironía: se había opuesto al ataque japonés a Estados Unidos en 1941, había sido contrario a las ambiciones del alto mando militar de su país durante la guerra y ahora debía estampar su firma en el documento que hacía abdicar al otrora orgulloso imperio del Sol naciente.
Quién sabe si alguien tenía una inquietante certeza, aunque muchos tenían una no menos inquietante intuición: todos estaban allí, vivos, por milagro. Un plan de atacar a la flota americana con tres mil aviones suicidas, los temidos kamikazes, destinado a liquidar a la plana mayor de los ejércitos americano y británico, había sido desbaratado a último momento por orden del emperador Hirohito que, incluso, llegó a enviar a miembros de su familia para detener la intentona. El hermano menor del emperador, príncipe Takamatsu, había llegado agitado y sudoroso al aeropuerto Atsugi para enfrentar a cientos de pilotos dispuestos a bombardear la Bahía de Tokio y a otros cientos de kamikazes decididos a inmolarse para evitar la firma de la paz, que implicaba la derrota, y convencerlos, u ordenarles, que no despegaran.
La rendición, la sucesiva paz, colgaba de un hilo muy fino y era el punto culminante de días de tremenda agitación en Japón. Mientras un sector de sus fuerzas armadas planeaba resistir el acuerdo de paz y asesinar a la plana mayor británica y estadounidense, dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki ardían todavía bajo el fuego de las primeras dos bombas atómicas, hasta ahora las únicas, lanzadas por Estados Unidos. No era difícil imaginar cuál hubiese sido la réplica de los aliados al ataque suicida japonés.
La decisión de impulsar la “guerra total”, que implicaba que Japón luchara calle por calle y casa por casa, había llevado incluso a desoír la voz del emperador. Hirohito había admitido la derrota en un discurso a su nación, un texto dramático que fue grabado y se emitió el 14 de agosto por la radio nacional y fue escuchado a través de grandes parlantes instalados en parques y plazas. Dijo aquel día el emperador: “He reflexionado seriamente sobre la situación que impera en nuestra patria y en el extranjero y he llegado a la conclusión de que continuar con la guerra solo puede significar la destrucción de la nación y la prolongación del baño de sangre y la crueldad en el mundo. No puedo soportar ver sufrir más a mi pueblo inocente. (…) No hace falta decir que me resulta insoportable ver desarmados a los valientes y leales guerreros de Japón. Me resulta igualmente insoportable que otros que me han prestado un devoto servicio puedan ser ahora castigados como instigadores de la guerra. No obstante, ha llegado la hora de soportar lo insoportable. (…) Me trago mis lágrimas y otorgo mi sanción a la propuesta de aceptar la proclamación de los aliados según ha explicado el ministro de exteriores”.
Las amargas lágrimas tragadas por el emperador se tradujeron en centenares de suicidios rituales de sus súbditos, muchos en las escalinatas del palacio imperial, que o bien no aceptaban la derrota, o se vieron infamados por haber escuchado la voz de Hirohito que había perdido así su condición de divinidad. Ese mismo 14 de agosto, después del mensaje imperial, Estados Unidos envió dos mensajes de diferente tono a los japoneses. Por un lado, lanzó el mayor ataque aéreo de la Guerra del Pacífico: dos mil bombarderos B-29 descargaron sus explosivos sobre lo poco que quedaba en pie de las instalaciones industriales y militares japonesas. Por otro, lanzaron “bombas” de papel, panfletos destinados a la población civil en los que se leía: “El pueblo japonés se enfrenta a un otoño extremadamente importante. Nuestra alianza de tres países presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de 2.000 B-29″.
Aun así, entre el 12 y el 15 de agosto, sectores radicalizados del Ejército Imperial intentaron un golpe de Estado para derrocar al gobierno del primer ministro Suzuki y encarar lo que sería la fatal guerra total. El golpe, con la hipócrita premisa que proclamaba que había que apartar al emperador para cuidarlo, contemplaba el traslado de Hirohito y su familia a un refugio seguro, lejos de Tokio, tal vez en alguna de las islas vecinas. En Nagano, una ciudad al noreste de la capital imperial, el Cuartel General japonés se había instalado en cuevas subterráneas destinadas a albergar a quienes dirigirían la guerra total y a alojar a Hirohito y los suyos. Además, dejaron todo por escrito. En el diario del Cuartel General Imperial quedó registrado un estremecedor vaticinio hecho por el militarismo japonés: “Ya no podemos dirigir la guerra con alguna esperanza de éxito. El único plan que queda es que los cien millones de japoneses sacrifiquen sus vidas cargando contra el enemigo para hacerles perder la voluntad de combatir”.
El intento de golpe no pasó de ahí. Corrió sangre en el palacio, que fue tomado en parte por los golpistas, hasta que sus cabecillas, derrotados, se suicidaron después de algunos desesperados intentos de lanzar las tropas a las calles. Sin embargo, en esos casos siempre algo queda, la tentativa dejó sembrada otra peligrosa semilla de discordia para que germinara entre el 14 de agosto y el 2 de septiembre, los días que separaban el anuncio de Hirohito de la ceremonia prevista para la firma de la rendición. Los golpistas también habían logrado que el gabinete del primer ministro, el almirante Kantaro Suzuki, renunciara en pleno y que el nuevo primer ministro japonés fuese Higashikuni Naruhiko, tío del emperador. El canciller Shigenori Togo, otro de los cerebros políticos que en 1941 se había opuesto al ataque a Pearl Harbor y que ahora pugnaba por la paz, había cedido su sillón al golpeado Shigemitsu.
Togo, que también creía en la guerra total, había cumplido con un último deber antes de dejar su cargo: había expresado su desconfianza en una supuesta mediación del líder soviético, José Stalin, para que sus aliados, Estados Unidos y Gran Bretaña, aliviaran las condiciones de la rendición. Japón había pedido a Stalin sus buenos oficios al amparo de la neutralidad ruso-japonesa firmada en 1941. Y lo había hecho con una muestra de la enorme arrogancia que, disfrazada de orgullo nacional, inspiraba a los funcionarios de aquella nación en desgracia. El documento que recomendaba la gestión de la URSS decía: “Debe hacérsele saber claramente a Rusia que le debe su victoria sobre Alemania a Japón, ya que nos mantuvimos neutrales, y que sería ventajoso para los soviéticos ayudar a Japón a mantener su posición internacional, ya que en el futuro tendrán a Estados Unidos como enemigo”.
Stalin, artero y malicioso, jugó el papel de buen componedor pero terminó por declarar la guerra a Japón el 9 de agosto, horas después del segundo estallido nuclear en Nagasaki. El líder de la URSS tampoco podía, ni quería, hacer nada diferente. El compromiso de exigir la rendición incondicional de Japón había sido sellado a fuego con Estados Unidos y Gran Bretaña en la conferencia de los “Tres Grandes” celebrada en Potsdam, Alemania, en julio de 1945. La declaración de Potsdam era durísima contra el único país empeñado en proseguir con la guerra. Imponía al Japón derrotado la eliminación “para siempre de la autoridad e influencia de aquellos que han engañado al pueblo de Japón y lo han llevado a embarcarse en la conquista del mundo”; la ocupación de “puntos del territorio japonés a ser designados por los aliados”; limitaba la soberanía japonesa a “las islas de Honshū, Hokkaidō, Kyūshū, Shikoku y las islas menores que determinemos. (…) Las fuerzas armadas japonesas serán desarmadas completamente. (…) Se impondrá severa justicia a todos los criminales de guerra, incluyendo a aquellos que han infligido crueldades a nuestros prisioneros”.
También concedía y recomendaba: “No pretendemos que los japoneses queden esclavizados como raza o destruidos como nación. (…) El gobierno japonés deberá eliminar todos los obstáculos para la reactivación y fortalecimiento de las tendencias democráticas en el pueblo japonés. Se deberán establecer la libertad de expresión, de culto y de conciencia, además del respeto a los derechos humanos fundamentales. (…) Se le permitirá a Japón mantener dichas industrias que sostengan su economía y le permitan el pago sólo en especie de las reparaciones (…) Se permitirá la participación japonesa en las relaciones comerciales mundiales (…) Las fuerzas ocupantes aliadas se retirarán de Japón en cuanto se hayan completado estos objetivos y se haya establecido, de acuerdo con la voluntad del pueblo japonés, expresada libremente, un gobierno responsable e inclinado hacia la paz”. Pero también amenazaba: “Demandamos al gobierno de Japón que proclame ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas y proporcione garantías auténticas y adecuadas de su buena fe en dicha acción. La alternativa para Japón es la inmediata y completa destrucción”.
Lo de “completa destrucción” contemplaba, aunque en secreto, el lanzamiento por parte de Estados Unidos de una tercera bomba atómica, esta vez sobre Tokio. El artefacto, armado en Álamo Gordo, Nuevo México, había quedado listo para su lanzamiento a mediados de agosto, al mismo tiempo que los señores de la guerra del imperio impulsaban el sacrificio de cien millones de japoneses.
Con ese panorama en puerta, y en ciernes, el gigantesco acorazado “Missouri” hundió su proa en la Bahía de Tokio al atardecer del 1° de septiembre, pendiente de algún ataque kamikaze o de alguna mina marina. Una gigantesca flota iba detrás de ese buque, que era insignia del almirante William Halsey, comandante de la Tercera Flota en los días de la decisiva batalla en el golfo de Leyte. Todo pretendía tener un viso de normalidad, incluidos algunos ceremoniosos desatinos: un grupo de oficiales de la armada japonesa abordó el “Missouri” para entregar al capitán las llaves de la ciudad de Yokosuka, vecina al sitio donde se suponía iba a anclar el acorazado americano. Con la sombra de los kamikazes sobre la cabeza, como para llaves de la ciudad estaba el capitán de la nave que siguió de largo, pasó delante de buques japoneses de guerra, con sus cañones taponados y en posición abatida, y se detuvo recién a unos diez kilómetros de Yokohama: cuando llegó la noche, la Bahía de Tokio estaba copada por doscientos sesenta buques de guerra estadounidenses. No todos iban a presenciar la rendición: en esos buques viajaba parte del ejército de ocupación que regiría en los siguientes años los destinos del Imperio.
El “Missouri” relucía. El acorazado había sido limpiado, lustrados sus bronces, pintado sus aceros (la pintura era un bien muy escaso) y le habían emparchado las heridas de sus andares por la guerra del Pacífico. En lo alto del mástil principal flameaba la bandera de Estados Unidos; en el resto del buque lo hacían las banderas de Gran Bretaña, la URSS, China y también la de Francia, porque el documento de rendición sería firmado en nombre del gobierno provisional de la Francia libre por el enviado especial del general Charles De Gaulle, el general Philippe Leclerc, el tipo que en agosto del año anterior había liberado París con sus tanques y con la ayuda de los blindados y las tropas americanos.
También había civiles en el “Missouri”: doscientos veinticinco corresponsales de guerra, setenta y siete fotógrafos, sólo dos japoneses, uno chino, colmaban la cubierta junto a la marinería alineada en sus puestos, o trepada a las torretas de artillería, o en cualquier rincón en el que hubiera sitio para albergar, además, a las tropas de las naves de guerra americanas ancladas cerca del acorazado que no querían perderse el espectáculo. En cubierta también se amontonaban los representantes de todas las potencias aliadas, más dignatarios estadounidenses y británicos que rodeaban y flanqueaban una de las mesas del casino de oficiales del buque, cubierta con un tapete verde. Frente a la mesa, una sola silla: era toda la comodidad que los vencedores iban a prodigar a sus vencidos. Tal vez fuese protocolo: también había una sola silla del lado de los vencedores.
La delegación japonesa, encabezada por el canciller Shigemitsu, abordó el “Missouri” a las ocho cincuenta y cinco de la mañana. Para ellos había sido un amanecer agitado. Bien temprano en la mañana, habían pasado por la residencia del jefe del gobierno japonés y, luego, por el Palacio Imperial, donde se inclinaron en una respetuosa reverencia. Integraban esa dolida misión, además de Shigemitsu, el ex jefe del Ejército, general Yoshijiro Umezu, uno de los llamados “Seis Grandes” de la guerra. Umezu había sido el primero en admitir, en privado, que la guerra estaba perdida aunque, en público exigía continuar hasta poder imponer condiciones a los aliados para su propia rendición. Lo llamaban “La máscara de marfil”. A las dos figuras más descollantes de la delegación les seguían dos contralmirantes relativamente jóvenes: Sadatoshi Tomioka, que también había sido contrario a que Japón atacara Pearl Harbor e Ichiro Yokoyama, el último agregado militar japonés en Estados Unidos antes de la guerra. Se sumaban otros siete funcionarios de menor rango.
Todos llegaron a Yokohama para abordar el destructor americano “Landsowne”, un viejo guerrero del Pacífico, en el que viajaron por una hora hasta donde estaba anclado el “Missouri”. El capitán del “Lansdowne” maniobró hasta colocar su buque casi a la par del Missouri, una lancha transportó a los viajeros y amarró junto a la escalera de embarque y Shigemitsu trepó cada escalón con notoria dificultad. Vestía frac y sombrero de copa negros, el uniforme de las grandes ceremonias, y dio sus primeros pasos sobre la cubierta del acorazado rengueando y apoyado en un bastón: había perdido una pierna en Corea, por un atentado terrorista, y usaba una prótesis de madera.
El historiador Max Hastings, en su fantástica obra sobre la derrota de Japón, afirma: “La multitud enmudeció cuando los representantes del enemigo derrotado, vestidos formalmente para la ocasión con chaqué y galera empezaron a cruzar la pasarela que les conduciría hasta donde se concentraban los máximos responsables militares aliados”.
Recién cuando los japoneses estuvieron en sus sitios y el gentío a bordo en silencio, aparecieron en cubierta MacArthur y dos veteranos de la Armada, los almirantes Halsey, dueño de casa, y su par Charles Nimitz, el “Almirante de la Flota”, el más alto cargo de la Armada, concedido por el Congreso estadounidense, y había participado en batallas decisivas como la de las Islas Marianas y las que favorecieron el desembarco de la infantería en Iwo Jima y en Okinawa.
MacArthur abrió la ceremonia, que sería breve, con un discurso histórico. Era un tipo muy especial. Un gran orador, una buena pluma que escribía, o ayudaba a escribir, sus discursos, un hábil improvisador dueño de un decir muy particular, intencionado, expresivo, con una voz impostada y pausada, casi hipnótica. También era un militar valeroso y decidido, dos condiciones esenciales en un general que, sin embargo, años después, le costarían la carrera militar y su porvenir político bajo la presidencia de Harry Truman: esa es otra historia, pero es probable que fuese MacArthur, y no Eisenhower, el general en quien pensaba el poder político americano para regir los destinos de Estados Unidos en la posguerra. El gran historiador William Manchester consagra las virtudes de MacArthur en un libro biográfico que expresa todo en el título: El César americano.
Con el papel temblando en sus manos que también temblaban, y el tipo no era un sentimental, MacArthur dijo esa mañana: “Las cuestiones que afectan a ideales e ideologías divergentes, han sido ya decididas en los campos de batalla del mundo y, en consecuencia, no han de ser objeto de nuestro debate o discusión. Y tampoco hemos ahora de reunirnos, representando como lo hacemos a la mayoría de los pueblos de la Tierra, en un espíritu de desconfianza, malicia o animadversión; antes bien, vencedores y vencidos hemos de elevarnos hasta aquella excelsa dignidad que merecen los sagrados propósitos que estamos a punto de servir, comprometiendo sin reservas a nuestros pueblos en su leal cumplimiento”.
La emoción sacudió a aquel acto tan solemne y de tanto significado: para unos era la derrota, para otros la paz. También se conmovieron los tantas veces impávidos japoneses que, hasta ayer nomás, no esperaban del enemigo aquella mano tendida. Es verdad que era una mano fría y recelosa, pero era una mano al fin. De inmediato, Shigemitsu se dispuso a firmar. Fue el primer japonés en hacerlo. Se acercó, rengueando, a la mesa y MacArthur le sugirió que se sentara. Visiblemente conmovido, Shigemitsu se sentó, se quitó la galera que colocó a su derecha; también se quitó el guante de la mano derecha y con ella buscó el bolsillo interior izquierdo de su frac, de donde extrajo la lapicera con la que iba a estampar su firma. Tenía ante sí dos documentos iguales que no estaban encuadernados igual: uno lo estaba en piel, el de los vencedores; el de los japoneses estaba encuadernado en tela. El canciller japonés, sentado frente a las actas, titubeó, no supo bien qué hacer. MacArthur entonces, que podía ser melifluo si era su intención, o despiadado si también era su deseo, ladró una orden a un subalterno: “¡Sutherland! ¡Enséñale adónde tiene que firmar!”. Después fue el turno del general Umezu que despreció la silla y sólo se inclinó ante la mesa del tapete verde.
¿Qué decía, entre otras cosas, aquel documento histórico? “Nosotros, actuando por orden y en nombre del Emperador del Japón, el Gobierno japonés y el Cuartel General Imperial Japonés, por el presente aceptamos los términos de la declaración expedida por los titulares de los gobiernos de los Estados Unidos, China, y la Gran Bretaña el 26 de julio de 1945 en Potsdam, y subsecuentemente por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, quienes en adelante serán referidos aquí como las Potencias Aliadas. (…) Por el presente proclamamos la rendición incondicional a las Potencias Aliadas del Cuartel General del Imperio Japonés y de todas las fuerzas armadas japonesas y todas las fuerzas armadas bajo el control japonés donde sea que estén situadas. (…) Ordenamos a todas las fuerzas japonesas donde sea que se encuentren, y al pueblo japonés, a cesar hostilidades inmediatamente, a preservar y salvar de daños a todas las embarcaciones, aeronaves, toda propiedad militar y civil, y a cumplir con todos los requerimientos impuestos por el Comandante Supremo de las Potencias Aliadas o por las agencias del Gobierno Japonés bajo su mando”.
Y más adelante: “Asumimos la obligación, por el Emperador, el Gobierno Japonés y sus sucesores, de cumplir con los términos de la Declaración de Potsdam en buena fe, y a expedir cualquier orden y tomar cualquier acciones que se requiera por el Comandante Supremo de las Potencias Aliadas o por cualquier otro representante designado por las Potencias Aliadas con el propósito de hacer efectiva esta declaración. (…) Ordenamos al Gobierno Imperial Japonés y al Cuartel General Japonés a que de inmediato libere a los prisioneros de guerra aliados y a los civiles ahora bajo el control japonés y a proveerles protección, cuidado, mantenimiento, y transportación inmediata a los lugares que se les indiquen. (…) Firmado en la Bahía de Tokio, Japón a las 09:04, en el segundo día de septiembre de 1945. Mamoru Shigemitsu, por orden y en nombre del Emperador de Japón y del Gobierno Japonés. Yoshijirō Umezu, por orden y en nombre del Cuartel General Imperial Japonés”.
Después, fue el turno de MacArthur. Vestía su uniforme color caqui en el que destacaba, por ausencia, una sola cosa que sus soldados notaron de inmediato: el general no lucía ninguna de sus bien ganadas condecoraciones, sólo un círculo con cinco estrellas de plata en las puntas del cuello de su camisa, símbolo de su rango. Decretó que él iba a firmar “en nombre de todas las naciones en guerra con Japón”, y firmó. Después lo hicieron los testigos: Nimitz, Halsey, el teniente general Jonathan Wainwright, que se había rendido años antes a los japoneses en Filipinas, y el teniente general británico Arthur Percival, quien también se había rendido a los japoneses en Singapur: cada uno recibió una de las seis lapiceras usadas en la firma del documento. Después, la delegación japonesa hizo una reverencia y todos se retiraron por la misma pasarela por la que habían trepado al “Missouri”. La ceremonia, que había durado apenas veintitrés minutos, había puesto final a una guerra de seis años.
En su biografía sobre MacArthur, Manchester revela que el general no pudo con su genio y, ya sin japoneses a la vista, improvisó otro discurso, para sus hombres, vibrante, apasionado y majestuoso: “Hoy callan todas las armas: ha terminado una gran tragedia. Se ha logrado una gran victoria. Los cielos ya no lloverán muerte. (…) El mundo entero está en silencio, en paz. (…) Hace casi un siglo, Matthew Perry desembarcó en estas tierras para traer al Japón una era de iluminación y progreso (…) Por desgracia, el conocimiento de la ciencia occidental que de ahí resultó, se usó como instrumento de opresión y esclavitud humana (…) Nuestro compromiso es ver que el pueblo japonés se libere de esta servidumbre”.
Hablaba de su proyecto político, además de a sus hombres. Se preparaba para ser un virrey de Japón. En sus años de regidor, siempre con el emperador como figura ya decorativa. MacArthur dictó una nueva constitución, reformó la economía japonesa, enjuició a los criminales de guerra, diseñó un nuevo sistema educativo alejado del militarismo, eliminó la censura de prensa y abrió paso a una amplia regulación de los medios de comunicación. Ejerció ese cargo hasta 1952.
Después de su breve discurso improvisado, MacArthur puso fin a aquel día histórico: “Recemos para que a partir de ahora se restablezca la paz en el mundo y que Dios la preserve para siempre. Este acto ha concluido”.
Era verdad. Todo había concluido.