El campo de concentración de Auschwitz mantenía su monótona rutina de muerte cuando el sábado 2 de septiembre de 1944 más de mil personas fueron descargadas del tren donde habían viajado como ganado y se toparon con el mentiroso cartel forjado en hierro que ostentaba la frase que pasaría a la historia como una de las mayores crueldades simbólicas del nazismo: “Arbeit macht frei” (“El trabajo libera”). La minuciosa contabilidad del centro de exterminio dejó constancia ese día que alrededor de la mitad de los recién llegados -exactamente 549- eran niños que, por tener menos de 15 años, “no servían” para los trabajos forzados y fueron enviados a las cámaras de gas.
Ana Frank eludió ese destino porque había cumplido 15 años hacía apenas tres meses. Como al resto de los prisioneros, la desnudaron, la desinfectaron y le tatuaron el número de identificación. “Te vas a tatuar ahora. Te vamos a poner un número en el brazo, y si te necesitamos, te vamos a llamar por el número. Olvidate de que tenés un nombre y sos un ser humano”, escucho decirle -como era la fórmula- al sargento de las SS que se ocupaba de la tarea.
Le habían sacado lo poco que había podido llevarse y, después de tatuarla, le dejaron tener solo un abrigo y dos zapatos, las únicas pertenencias a las que tenían derecho los prisioneros. En medio de tanto espanto, quizás Ana Frank se haya alegrado de haber dejado su diario en el refugio donde su familia se había escondido en Ámsterdam, en una de cuyas páginas dejó escrito: “Escribir un diario es una experiencia muy extraña para alguien como yo. No sólo porque yo nunca he escrito nada antes, también porque me parece que más adelante ni yo ni nadie estará interesado en las reflexiones de una niña”.
Una niña judía
Ana, nacida en Fráncfort del Meno, Alemania, el 12 de junio de 1929, era la segunda hija de Otto Heinrich Frank y Edith Hollander, una familia de judíos alemanes. Otto había sido teniente del ejército prusiano en la Primera Guerra y tenía una empresa. Vivían en un barrio donde habitaban judíos y católicos, y tanto Ana como su hermana Margot no tenían una educación religiosa.
El 13 de marzo de 1933 el NSDAP (el partido nazi) alcanzó la mayoría en las elecciones municipales de Fráncfort, e inmediatamente hubo manifestaciones antisemitas. Mucho antes que otros, Otto Frank se dio cuenta de que en Alemania su familia ya no estaría segura. Consiguió que la empresa Opekta lo enviara a montar una sucursal en Ámsterdam, en los Países Bajos, donde se trasladó con su mujer y sus dos hijas.
Vivieron con relativa tranquilidad hasta que, el 10 de mayo de 1940, la Wehrmacht alemana atacó y ocupó el país. Nuevamente previsor, Otto barajó dos posibilidades: huir a Gran Bretaña o preparar un escondite para salvarse de ser deportados a un campo de concentración. Lo construyó en la parte trasera de la empresa, en el número 263 de Prinsengracht. Terminó justo a tiempo: los primeros días de 1942 Margot, la hermana mayor de Ana, recibió una citación para ser deportada a un “campo de trabajo” en Alemania. El 6 de julio, la familia se escondió en el refugio, aunque se les dijo a todos los vecinos que viajaban a Suiza.
Nadie salía de allí y Miep Gies, secretaria de Otto, aceptó el riesgo de llevarles alimentos. La ayudaron su marido Jan y dos empleados de la empresa, los alemanes Klugger y Kleiman, y el holandés Bep Voskuijl. Una semana más tarde, la familia van Pels entró también en la casa trasera, como hizo después en noviembre de 1942 el dentista Fritz Pfeffer. Al principio pensaron que era por poco tiempo, pero los días se hicieron meses y los meses sumaron dos años.
Ana pasaba el tiempo ayudando en las tareas mínimas para sobrevivir en ese espacio mínimo y en los ratos libres escribía en su diario sus pensamientos de niña en crecimiento. “Es difícil en tiempos como estos pensar en ideales, sueños y esperanzas, sólo para ser aplastados por la cruda realidad. Es un milagro que no abandone todos mis ideales. Sin embargo, me aferro a ellos porque sigo creyendo, a pesar de todo, que la gente es buena de verdad en el fondo de su corazón”, decía en una de esas páginas.
En poder de los nazis
Para agosto de 1944, las noticias de la guerra empezaban a ser alentadoras y los habitantes de la casa del fondo creyeron que pronto llegaría la libertad. Ocurrió todo lo contrario. La mañana del 4 de agosto, la llamada “Policía del Orden”, dirigida por las SS, llegó a la casa gracias a una información que aún hoy no se sabe con certeza quién suministró y capturó a todos los habitantes.
También fueron encarcelados Victor Kugler y Johannes Kleiman, acusados de esconderlos, pero a Miep Gies y Bep Voskuijl los dejaron en libertad. Serían ellos quienes después encontrarían los cuadernos donde Ana escribía su diario y los guardarían.
A los Frank y el resto de los habitantes de la casa del fondo los llevaron a un campo de tránsito en Westerbork, por donde se calcula que pasaron más de cien mil judíos. Se les prohibió el uso de sus propias ropas, y se les dio un uniforme azul con parches rojos y de calzado unos zuecos. Aunque los hombres y mujeres estaban en barracas distintas, podían verse durante la tarde y la noche.
Estuvieron allí hasta los últimos días de agosto, cuando los subieron como ganado a un tren que, luego de tres días de viaje hacinados en los vagones repletos de prisioneros, llegaron a Auschwitz, en la Polonia ocupada. El almanaque estaba clavado en el sábado 2 de septiembre.
Un infierno llamado Auschwitz
Situado en Oświęcim, a unos 43 kilómetros al oeste de Cracovia, Auschwitz fue el mayor campo de exterminio del nazismo, donde fueron enviadas cerca de un millón trescientas mil personas, de las cuales murieron más de un millón. Comenzó a construirse en abril de 1940 y en mayo empezó a tener a sus primeros prisioneros en el primero de los barracones que se construyeron.
Los planificadores de las SS, encabezados por el estratega de la “solución final”, Adolf Eichmann, y la Oficina Principal de Seguridad del Reich en Berlín encontraron allí todos los requisitos para realizar transportes masivos. La ciudad de Oświęcim estaba ubicada en un enclave ferroviario favorable para los nazis, en el este, donde las líneas de trenes del sur de Praga y Viena se cruzaban con las de Berlín, Varsovia y las zonas industriales del norte de Silesia.
Auschwitz I era el campo principal. Fueron los propios prisioneros los encargados de construirlo con trabajos forzados. En el primer año de su existencia, se reservaron unos 40 kilómetros cuadrados destinados a la creación de la zona y su posterior ampliación con un segundo barracón, que terminaría siendo el más grande. Para cuando la familia Frank llegó, era un enorme complejo mortal, donde al campo original se habían agregado Auschwitz II-Birkenau, un campo de concentración y exterminio; y Auschwitz III-Monowitz, un campo de trabajo para la empresa alemana IG Farben. Tenía, además, otros 45 campos satélites.
Si el horror se puede calcular en cifras, las de Auschwitz quedan a la cabeza. Durante sus casi cinco años de existencia pasaron por allí 1.300.000 personas, de las cuales 1.100.000 fueron asesinadas de diferentes maneras: en las cámaras de gas, por hambre, por castigos extremos, a balazos o en siniestros experimentos médicos. Según la Enciclopedia del Holocausto, allí murieron 960.000 judíos, 74.000 polacos, 21.000 gitanos, 15.000 prisioneros de guerra soviéticos, y entre 10.000 y 15.000 detenidos de otras nacionalidades.
Los últimos días de Ana
Luego de bajar del tren a los prisioneros, los guardias del campo separaron a los hombres de las mujeres, de modo que Ana no volvió a ver a su padre. Poco después de llegar, Edith, su madre, murió agotada por los trabajos forzados y las infecciones provocadas por el hacinamiento.
Solo quedaron Ana y Margot. Durante el día empleaban a las mujeres en realizar trabajos forzados y por la noche las hacinaban en barracones frigoríficos. Las enfermedades se propagaban velozmente y en poco tiempo Ana terminó con la piel cubierta de costras.
Pese a todo, las dos hermanas seguían vivas el 28 de octubre, cuando se realizó en Auschwitz una selección de mujeres para reubicarlas en Berger-Belsen. Pese a su pésimo estado de salud, Ana y Margot volvieron a esquivar las cámaras de gas.
En su nuevo destino las confinaron en carpas. Eran más de ocho mil y no había barracones suficientes. Allí Ana se reencontró con dos amigas, Hanneli Goslar y Nanette Blitz, quienes sobrevivieron a la guerra.
Contaron cómo Ana, desnuda salvo por un trozo de manta, les explicó que se había sacado toda la ropa porque estaba llena de piojos que la torturaban. La describieron como calva, demacrada y temblorosa, pero, a pesar de su enfermedad, les dijo que estaba más preocupada por Margot, cuyo estado parecía más grave. También les dijo que su madre había muerto.
En febrero de 1945, una epidemia de tifus se propagó por todo el campo; se estima que terminó con la vida de 17.000 prisioneros. Nanneli contó después que Margot, muy debilitada, se cayó de su litera y murió como consecuencia del golpe, y que pocos días más tarde murió Ana, alrededor de mediados de ese mes. Faltaban menos de sesenta días para que las tropas británicas liberaran el campo.
El único sobreviviente de la familia Frank fue Otto, quien recuperó los cuadernos de su hija y los publicó en holandés dos años después de terminada la guerra. Con el tiempo y traducido a setenta idiomas, el Diario de Ana Frank se convirtió en el documento más leído sobre el Holocausto.
Allí, una niña judía dejó escritas reflexiones como esta: “Lo que se hace no se puede deshacer, pero se puede prevenir para que no vuelva a ocurrir”.