Tenía una sonrisa a medio camino entre la de Gardel y la de Freddie Mercury. Escribía libros en los que había lo mismo que había en las fiestas que lo volvieron un personaje inolvidable de la Buenos Aires de su época: cocaína, sexo, opio, prostitutas, alcohol y más sexo. Tenía, además de la sonrisa cautivante, una habitación de su departamento porteño en la que había un calabozo para que él, o sus amigos, o las prostitutas convocadas, o todos juntos, se sacaran fotos desnudos al final de cada fiesta. Llegaban al retrato los que hubieran sobrevivido a la borrachera.
Tenía 64 años la noche que le tiró ácido en la cara a la mujer de la que se estaba divorciando y con la que había tenido tres hijos. Unas hora después, se encerró en su habitación, apoyó un revolver en su sien y se mató. El de Raúl Barón Biza fue el primero de los cuatro suicidios que marcaron el destino de la familia que formó y destrozó. Pero ese sería el final de su vida. Hay que empezar por el principio.
Barón Biza había nacido en 1899 en el seno de una familia millonaria de Córdoba. Wilfrid Barón había hecho su fortuna explotando los quebrachos de Santiago del Estero, los ingenios azucareros de Salta y campos agropecuarios de la Patagonia y la Provincia de Buenos Aires. Catalina Biza, la madre de Raúl, había heredado por su lado una gran fortuna porque su padre era uno de los mayores latifundistas de Córdoba. Raúl, el protagonista de esta historia, fue el menor de siete hermanos, aunque creció sólo rodeado por cuatro porque hubo dos que murieron siendo muy chiquitos.
Fue, sobre todas las cosas, la oveja negra de la familia. Y un convencido de qué tenía que hacer con la fortuna que lo rodeaba: despilfarrarla sin privarse de ningún deseo, por más excéntrico que fuera. Gastó sin control en Córdoba, en Buenos Aires y en Europa, sobre todo en París. Era protagonista de la vida social allí a donde iba. Las fiestas estaban regadas de excesos y terminaban cuando a Raúl Barón Biza le parecía que era hora de dormir unas horas, hasta la fiesta siguiente.
Sus padres, que de tan tradicionales se alinearían siempre con las políticas más conservadoras de sus años, respiraban cada vez que su hijo se instalaba del otro lado del Atlántico. No porque allí se comportara mejor, sino porque al menos no se enteraban de sus conductas, que se convertían rápidamente en comentarios malintencionados en los círculos de la más alta alcurnia. Sus libros Del ensueño, Alma y carne de mujer y Risas, lágrimas y sedas, publicados entre 1917 y 1924, funcionaban casi como un espejo de esa vida exaltada e imparable que Raúl Barón Biza llevaba sin vacilar.
La fiesta empezó a parar en la segunda mitad de los años veinte del siglo pasado. En uno de sus tantos viajes a Europa, Raúl conoció a Myriam Stefford, una actriz suiza que se había cambiado su nombre original, Rosa Martha Rossi, para escapar de la ruina y el deshonor en el que había caído su familia tras perder toda su fortuna durante la Primera Guerra Mundial. El teatro se convirtió en un salvoconducto para Myriam, y en una forma de girar por Europa incluso a pesar de su escaso talento.
Su belleza cautivante y su audacia constante la llevaban de ciudad en ciudad, y en Venecia cruzó miradas con Barón Biza: se enamoraron instantáneamente. Tras unos cinco años de noviazgo que transcurrieron entre Córdoba, Buenos Aires y Europa, Myriam y Raúl volvieron a Venecia. En 1930, en la ciudad en la que se habían enamorado, dieron un paso que creían para siempre: casarse.
Se instalaron en una casona sobre la avenida Quintana, muy cerca de Plaza Francia, y viajaban periódicamente a Córdoba. Ella, que junto a Barón Biza había difundido entre las clases altas porteñas que tenía pedidos de Hollywood para participar de sus producciones cinematográficas, anunció que abandonaba la actuación para dedicarse exclusivamente a su matrimonio. Se los veía en el Teatro Colón, donde Myriam llevaba las joyas más lujosas que su marido le regalaba, mucho más costosas que las del promedio de mujeres que asistían a las galas.
El matrimonio duró menos de un año y terminó en tragedia. Myriam había empezado a aprender a volar aeroplanos en Europa y quería perfeccionarse. Ludwig Fuchs, un piloto alemán que había sido parte de la escuadra del emblemático Barón Rojo, fue su instructor. Y, decían las malas lenguas de la época, su amante. Raúl le regaló un monoplano de cabina biplaza en el que la ex actriz y su instructor viajarían de provincia en provincia, alcanzando hasta 160 kilómetros por hora y con una autonomía de hasta ocho horas.
Volaron por Corrientes, Santiago del Estero, Jujuy, Salta, Tucumán y La Rioja. En el trayecto a San Juan, sobre Caucete, el motor se paró. El incendio empezó antes de que la aeronave cayera. Murieron en el instante, Myriam tenía 26 años. El final de su vida llegó como había llegado su enamoramiento: salvajemente, en un segundo. La vida de Raúl Barón Biza también empezó a terminarse en ese mismo instante, aunque él tardó años en saberlo, y, en el camino hacia su final, destruyó a la familia que iba a construir.
Antes de conocer a su nueva pareja, el escritor cordobés hizo construir un monolito con la frase “Una bella muerte honra toda una vida”, inspirada en el poeta italiano Francesco Petrarca. En en el camino entre Córdoba y Alta Gracia, hizo construir obelisco de granito y mármol de 82 metros -más alto que el porteño- para que sirviera como sepulcro de su esposa suiza. La mujer de su vida. Nunca iba a recomponerse de esa pérdida, aunque faltaran 33 años para pegarse un tiro.
Una nueva vida, una herida eterna
En los primeros años 30 del siglo pasado, justo después de que muriera Myriam, la Argentina estaba sumida en la “Década Infame”. El conservadurismo gobernaba tras el derrocamiento que había hecho caer a Hipólito Yrigoyen, y Barón Biza, una vez más, se paro en la vereda de enfrente de las tradiciones y los contactos de su familia. Ya era cercano al radicalismo, había militado y repudiado el golpe de Estado encabezado por José Félix Uriburu.
Fue en ese contexto que, por su presencia tan frecuente en Córdoba y por su simpatía cada vez mayor por la UCR, Raúl Barón Biza se acercó cada vez más a Amadeo Sabattini, referente del radicalismo en esa provincia y muy cercano al derrocado presidente. Militaban juntos, Barón Biza financiaba las campañas de Sabattini y, en medio de todo eso, se hacían cada vez más amigos. Mientras parte de la sociedad lo rechazaba cada vez más por el tono y el contenido de su literatura, la amistad con el político cordobés se profundizaba, y fue Sabattini quien lo defendió cuando Agustín P. Justo, al mando de la Presidencia, prohibió su libro más famoso y más escandaloso, El Derecho de Matar.
Justo le inició a Barón Biza un proceso judicial por obscenidad y secuestró los libros de la imprenta. El erotismo, la necrofilia, la muerte, el sexo y la droga se intercalaban en la trama del libro, insoportable para la época y con una afirmación introductoria del autor: “La pornografía en los libros está en proporción a la degeneración del lector”. El libro fue incluso prohibido por el Vaticano, y Barón Biza, que estaba en el centro de la escena pública y lo disfrutaba, no se privó de mandar a encuadernar una copia con detalles de plata y enviársela al Papa para que “brillara en su biblioteca”.
Pero lo que estaba a punto de cambiarle del todo su vida -una vez más- fue un efecto colateral inesperado de su amistad con Sabattini. En 1935, Raúl Barón Biza tenía 36 años y Rosa Clotilde Sabattini, la hija de de Amadeo, tenía 17. Él le declaró su amor, la sedujo, y ella accedió a salir clandestinamente del Colegio de las Mercedarias, dirigido por monjas, para escaparse juntos a Uruguay. No sólo se escaparon: se casaron, y sólo volvieron a Buenos Aires cuando los padres de ella aceptaron que no había vuelta atrás. Tampoco había vuelta atrás en el vínculo entre Amadeo y Raúl: el histórico dirigente radical le retiró el saludo para siempre.
La primera separación de Raúl y “Coty”, como él llamaba a su nueva esposa, fue a los tres meses de casarse. La última, hacia 1960, más de veinte años después de esa escapada a Uruguay que terminó con libreta de matrimonio. En el medio, la pareja fue y vino todo el tiempo. Tuvieron tres hijos: Carlos, Jorge y María Cristina. Jorge seguiría los pasos literarios de su padre y se convertiría en un escritor de culto casi al final de su vida, con la publicación de El desierto y su semilla. Pero para que eso pasara, la familia debía vivir todas las tragedias que inspiraron su trama.
“Coty” era una militante radical cada vez más gravitante, que junto a Raúl despreciaba el ascenso del peronismo. Fue la presidenta del Primer Congreso Nacional Femenino de la UCR con tan solo 30 años. La exposición cada vez mayor de su esposa desquiciaba a Raúl, que había nacido para ser protagonista de cada escena de la que era partícipe. Las crisis de pareja se acumulaban y eran cada vez peores.
Hacia 1950, diez años antes de la separación definitiva, la pareja atravesaba una crisis profunda. Rosa Clotilde fue a la casa de su padre y Raúl fue tras ella y, al entrar, abrió fuego para dispararle a su esposa. Erró el disparo, y su suegro y su cuñado respondieron también a los tiros. Raúl, que obtuvo una herida en la pierna que lo dejaría rengo, pasó unos días en el hospital y un año en la cárcel.
Parecía ser el final pero no lo fue. Cuando, por su férrea oposición al peronismo, “Coty” tuvo que exiliarse en Uruguay, Raúl decidió acompañarla. Se instalaron en Montevideo y volvieron a estar juntos. Nació Cristina, la única hija del matrimonio. Volvieron al país luego de que la autoproclamada Revolución Libertadora derrocara a Perón.
Corrían los años y los reflectores sobre el autor se iban ensombreciendo: de escritor maldito había pasado a estar casi completamente olvidado. Ella, en cambio, sobresalía cada vez más como pedagoga y como referente radical. Integró el gobierno de Arturo Frondizi, al frente del Consejo Nacional de Educación.
Ese desequilibrio de protagonismo, sumado a la herida eterna que había dejado la muerte de Myriam en el corazón y la psiquis de Raúl, empeoraron su estado anímico definitivamente. La separación final fue en 1960 y llevó varios años -hirientes, agobiantes- negociar las condiciones de ese divorcio. El 16 de agosto de 1964, finalmente, “Coty” tocó el timbre en el departamento que habían compartido en Esmeralda al 1200, en una de las zonas más exclusivas de Retiro y a sólo dos cuadras de la Plaza San Martín. Eran las 20 y los abogados de las dos partes ya estaban ahí: era el día en que firmarían los papeles que, de una vez por todas, ordenarían sus bienes y su futuro.
Raúl Barón Biza tenía cuatro vasos preparados y una botella de whisky. Les sirvió a los abogados, recibió el “no” de su ex esposa y tomó el vaso que, al parecer, le correspondía para beber él. Pero en vez de beber, arrojó su contenido en la cara de “Coty”. El ácido cáustico empezó a actuar instantáneamente: estuvo a punto de perder la vista, y la desfiguración de su rostro fue irreversible. No alcanzaron ni las cirugías intentadas en Argentina ni las que Rosa Clotilde probó en Europa. No había forma de reparar tanto daño. Ese día, con ese ataque, empezó el final de “Coty”, que atravesó una severa depresión hasta su final.
Sorprendidos y angustiados por el ataque, los abogados asistieron a la mujer y perdieron de vista a Raúl. La Policía lo buscó durante horas en todos lados menos en el obvio: su propia casa. Cuando entraron al departamento de la calle Esmeralda, ya en la madrugada del 17 de agosto y después de derribar la puerta a patadas, lo encontraron metido en su cama, con las sábanas ensangrentadas. Se había suicidado un rato antes, de un disparo en la sien.
Catorce años después, tras intentarlo todo para reconstruir su rostro y su estado anímico, “Coty” decidió quitarse la vida en ese mismo departamento. Se tiró por la ventana del 14º piso y murió instantáneamente, como había muerto Myriam, como había muerto Raúl, y como moriría más de veinte años después su hijo Jorge. Rosa Clotilde tenía 59 años. En 1988, diez años después del suicidio de su madre, María Cristina Barón también se quitó la vida.
El desierto y su semilla, la novela que Jorge publicó en 1998, cuenta de manera descarnada el amor y el odio entre sus padres, y la búsqueda desesperada de su madre -y suya también, por haberla acompañado en cada uno de sus intentos- por recuperar el rostro y la belleza que el ataque de su pareja le había robado. Se transformó en una obra de culto y en un desahogo.
Jorge fue el cuarto y último integrante de la familia en suicidarse. Como su madre, se tiró desde una ventana. Fue en 2001, poco antes de cumplir 60 años. Fue el último capítulo de un drama lacerante que duró décadas y que arrasó con la vida de cuatro de los cinco integrantes de una familia atravesada por una de las tragedias más resonantes del siglo XX en la Argentina.