Habló. Fue la primera vez como emperador de Japón, el número 124, desde que llegara al trono hacía ya casi veinte años, en diciembre de 1926. Ahora, su voz llegaba a los hogares japoneses, muchos ardían por los bombardeos aliados, a través de las radios; y al resto del Japón la voz del emperador Hirohito llegaba gracias a miles de parlantes instalados en las calles y plazas de todo el imperio.
Era la mañana del 15 de agosto de 1945 y la frágil voz del emperador, y lo que dijo, provocó cuatro o cinco hechos extraordinarios: decretó la rendición de Japón, puso fin a la Segunda Guerra Mundial al cancelar la guerra en el Pacífico, desató una oleada de suicidios entre oficiales y soldados de las fuerzas armadas japonesas incapaces de aceptar la derrota y en otros miles de civiles que lo consideraban una deidad enviada por el cielo para conducirlos; con su discurso, Hirohito perdió también su condición de divinidad, se convirtió en lo que ya era, un ser humano como cualquier otro que se había atado, y dejado arrastrar, por los señores de la guerra aliados a Adolfo Hitler en Alemania y a Benito Mussolini en Italia. Por último, el discurso de Hirohito alcanzó un último logro del que el emperador no fue consciente hasta tiempo después: hablar le había salvado la vida.
Japón estaba casi destruido. Lo que quedaba, estaba expuesto a la destrucción total. Dos bombas atómicas habían arrasado las ciudades de Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto; la flota imperial ya no existía; los aliados, Estados Unidos y Gran Bretaña, habían conquistado ya el suroeste del Pacífico, las islas Marianas y en especial habían reconquistado Filipinas; en julio de 1945 estaban en poder de Iwo Jima y de Okinawa, que sería la base de concentración y aprovisionamiento aliado para una eventual invasión a Japón; Rusia, que había fingido negociar con Japón, le había declarado la guerra el mismo día en que Nagasaki caía bajo el fuego atómico. La leyenda dice que Hirohito supo que la guerra estaba perdida cuando se enteró que el ejército aprovechaba las carcasas de las bombas aliadas para fabricar las palas que removerían los escombros que dejaban los bombardeos.
Una cosa era perder la guerra y otra muy diferente negociar la rendición. Los aliados, Harry Truman por Estados Unidos, José Stalin por la Unión Soviética y Winston Churchill, reemplazado luego por Clement Attlee, habían acordado en la conferencia de Potsdam, en la Alemania derrotada, exigir la rendición incondicional de Japón. En eso no había retorno. La Declaración de Potsdam, la conferencia se abrió el 17 de julio y fue clausurada el 2 de agosto, establecía durísimas condiciones para el imperio derrotado, entre ellas: la eliminación “para siempre de la autoridad e influencia de aquellos que han engañado al pueblo de Japón y lo han llevado a embarcarse en la conquista del mundo (…) La ocupación de “puntos del territorio japonés a ser designados por los aliados (…) Las fuerzas armadas japonesas serán desarmadas completamente (…) Se impondrá severa justicia a todos los criminales de guerra, incluyendo a aquellos que han infligido crueldades a nuestros prisioneros”.
Esas condiciones equivalían a la humillación, inaceptable, del imperio. No bastaban siquiera los escasos ofrecimientos que Potsdam hacía a Japón: “No pretendemos que los japoneses queden esclavizados como raza o destruidos como nación (…) El gobierno japonés deberá eliminar todos los obstáculos para la reactivación y fortalecimiento de las tendencias democráticas entre el pueblo japonés. Se deberán establecer la libertad de expresión, de culto y de conciencia, además del respeto a los derechos humanos fundamentales (…) Se permitirá la participación japonesa en las relaciones comerciales mundiales”.
No había alternativa para el Japón derrotado, la Declaración de Potsdam lo había dejado muy en claro: “Demandamos al gobierno de Japón que proclame ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas y proporcione garantías auténticas y adecuadas de su buena fe en dicha acción. La alternativa para Japón es la inmediata y completa destrucción”.
Lo de inmediata y completa destrucción no era una amenaza vaga: en plena conferencia, el presidente Truman había recibido la confirmación de que una bomba atómica estaba ya lista para ser lanzada contra el enemigo. Truman envió al secretario de guerra, Henry Stimson, a que recorriera los pocos metros que separaban a la delegación americana de la británica, para que le diera la noticia a Churchill. Ambos se la ocultaron a Stalin.
Los siguientes diez días, dramáticos todos, transcurrieron entre el imperativo aliado y la respuesta japonesa. Las dudas y las discordias sacudían al gabinete del primer ministro Kantaro Suzuki: el palacio imperial ardía en una feroz interna sobre si había que aceptar las duras condiciones impuestas por los aliados o seguir la guerra hasta el final, hasta la previsible invasión aliada o un mayor desastre atómico. Quienes también estaban divididos eran los llamados “Seis Grandes”, que integraban el Consejo Supremo de Guerra: Suzuki, el canciller Shigenori Togo, el ministro del Ejército, general Korechika Anami, el de la Armada, almirante Mitsumasa Yonai, el Jefe del Estado Mayor General del Ejército, general Yoshijiro Umezu y el Jefe del Estado Mayor general de la Armada, almirante Koshiro Oikawa, reemplazado en esos días febriles por el almirante Soemu Toyoda.
El Consejo Supremo de Guerra se reunió el 9 de agosto a las diez y media de la mañana, cuando todavía humeaban las ruinas de Hiroshima, castigada por el primer estallido atómico. En mitad de la reunión, a las once y media, el gabinete de guerra del emperador fue sacudido por otra dura noticia: una segunda bomba atómica había caído en Nagasaki. Las opiniones del Consejo estaban tres a tres: Suzuki, Togo y Yonai apoyaban aceptar la Declaración de Potsdam con alguna modificación que dejara a salvo al emperador y a su figura regente. Los generales Anami, Umezu y el almirante Toyoda insistían en modificar la declaración aliada y exigían un imposible que sólo alargaría la guerra: que Japón controlara su propio desarme, que Japón se ocupara de cualquier criminal de guerra japonés y que los aliados no ocuparan Japón.
Decidió Hirohito, después de toda una tarde, la del 9 de agosto, de deliberaciones inútiles del poderoso Consejo de Guerra que debatía mientras se reanudaban los bombardeos aliados sobre las principales ciudades japonesas, ordenados por Truman. “He reflexionado seriamente sobre la situación que impera en nuestra patria y en el extranjero –dijo el emperador– y he llegado a la conclusión de que continuar con la guerra solo puede significar la destrucción de la nación y la prolongación del baño de sangre y la crueldad en el mundo. No puedo soportar ver sufrir más a mi pueblo inocente. Me trago mis lágrimas y otorgo mi sanción a la propuesta de aceptar la proclamación de los aliados según ha explicado el ministro de exteriores.”
Ya en la mañana del 10 de agosto, a través de la diplomacia suiza, el ministro de Exteriores envió telegramas a los aliados en los que anunciaba que Japón aceptaba la Declaración de Potsdam, pero no consentía ninguna condición de paz que “perjudique las prerrogativas” del emperador. Eso implicaba que Hirohito debía seguir como emperador de Japón: un nuevo nudo a desatar. Dos días más tarde, el secretario de Estado americano, James Byrnes respondió a aquella aceptación parcial hecha por los japoneses. Uno de sus párrafos decía: “Desde el momento de la rendición, la autoridad del emperador y del gobierno japonés para gobernar el Estado quedará sometida al comandante supremo de las potencias aliadas, que dará los pasos que considere oportunos para efectuar los términos de la rendición (…) La forma de gobierno final que adopte Japón, de acuerdo con la Declaración de Potsdam, será establecida por la voluntad, expresada libremente, del pueblo japonés”.
A las once de la noche del 13 de agosto, el emperador grabó un mensaje en el que aceptaba la rendición y las condiciones impuestas por la Declaración de Potsdam: era discurso que se oiría el 15 por radios y parlantes callejeros. La grabación fue depositada en manos del chambelán de la corte, Yoshihiro Tokugawa, para que la pusiera bajo llave hasta que fuese emitida. Al mismo tiempo, estallaba un golpe de palacio, un golpe militar, destinado a desalojar a los civiles del poder, a poner “a resguardo” al emperador y a que Japón continuara la lucha hasta el final. Lideraba el golpe el general Anami y le seguían un grupo de oficiales jóvenes fanáticos. La intentona, sangrienta, fue desbaratada. Anami se suicidó de manera ritual, se abrió el vientre con su espada y cayó al lado de su mensaje final: “Yo, con mi muerte, me disculpo ante el Emperador por el gran crimen”. No quedó claro qué consideraba el general como su crimen: si la derrota militar en el Pacífico, o el haber conspirado contra Hirohito.
El discurso de Hirohito fue transmitido por NHK, la radio nacional de Japón. El chambelán de la corte lo había hecho llegar en la mañana del 15 de agosto, mientras enviaba copias escritas del mensaje a los diarios locales, un texto embargado hasta que se emitiera por radio. El emperador había redactado el texto en el estilo “kanbun” un lenguaje antiguo y formal usado para la redacción de documentos y textos oficiales. Contenía, además, términos propios del lenguaje imperial lo que hacía todavía más difícil su comprensión por parte del japonés medio. Traducido luego al lenguaje común, el texto se dividía en once puntos. Demoraba en anunciar la derrota y la aceptación de las condiciones impuestas por el enemigo y usaba un lenguaje alambicado, con una frase que quedaría en la historia como dolido símbolo de la resignación. Hirohito hasta se animó a justificar la guerra que había llevado a su nación al desastre. Decía, punto por punto: “Yo, el Emperador, después de reflexionar profundamente sobre la situación mundial y el estado actual del Imperio japonés, he decidido adoptar como solución a la presente situación el recurso a una medida extraordinaria. 2) He ordenado al Gobierno del Imperio que comunique a los países de Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética la aceptación de su Declaración conjunta. 3) Ahora bien, conseguir la paz y el bienestar de los súbditos japoneses y disfrutar de la mutua prosperidad y felicidad con todas las naciones ha sido la solemne obligación que me legaron, como modelo a seguir, los antepasados imperiales y de la cual no he pretendido apartarme, llevándola siempre presente en mi corazón”.
El punto cuatro justificaba la entrada en la guerra de Japón, aunque no admitía su proyecto inicial de convertir al imperio en dueño y amo de Asia, que se había iniciado cuatro años antes de la Segunda Guerra con la invasión a China: “4) Por consiguiente, aunque en un principio se declarase la guerra a las partes Norteamericana y Británica, la verdadera razón fue el sincero deseo de la auto conservación del imperio y la seguridad de Asia Oriental, no siendo en ningún caso mi intención el interferir en la soberanía de otras naciones ni la invasión expansiva de otros territorios”. Eso no era verdad. La política expansionista de Japón había nacido con el siglo XX y había llevado al imperio a una guerra victoriosa contra Rusia. En 1940 había firmado un pacto tripartito con Alemania e Italia cuando ya estaban en su poder Manchuria y las islas del Pacífico que habían sido de Francia y de Holanda.
El punto cinco del mensaje imperial era vital: elogiaba a sus tropas, era piadoso y ficticio con la realidad japonesa y mencionaba, sin saber aún de que se trataba, el poderío atómico de Estados Unidos: " 5) Sin embargo, la guerra tiene ya cuatro años de duración. Y a pesar de que los generales y los soldados del ejército de tierra y marina han luchado en cada lugar valientemente, los funcionarios han trabajado en sus puestos realizando todos los esfuerzos posibles y todos los habitantes han servido con devota dedicación, poniendo cuanto estaba en sus manos; la trayectoria de la guerra no ha evolucionado necesariamente en beneficio de Japón y la situación internacional tampoco ha sido ventajosa. Además, el enemigo ha lanzado una nueva y cruel bomba, que ha matado a muchos ciudadanos inocentes y cuya capacidad de perjuicio es realmente incalculable”.
El punto seis, por fin, admitía la rendición a la que le daba un contenido épico: Japón enarbolaba la bandera blanca en beneficio de la humanidad: " 6) Por eso, si continuamos esta situación la guerra al final no sólo supondrá la aniquilación de la nación japonesa sino también, la destrucción total de la propia civilización humana. Y si esto fuese así, cómo podría proteger a mis súbditos, mis hijos, y cómo podría solicitar el perdón ante los sagrados espíritus de mis antepasados imperiales. Esta es la razón por la que he hecho al gobierno del Imperio aceptar la Declaración Conjunta de las Potencias”.
Después, el emperador habló de su imperio, de lo que le esperaba a sus súbditos a los que hizo un llamado sino a la resistencia, al menos a la resignación: " 8) Soy consciente de que los sacrificios y sufrimientos que tendrá que soportar el Imperio a partir de ahora son, sin duda, de una magnitud indescriptible. Y comprendo bien el sentimiento de mortificación de todos vosotros, mis súbditos. Sin embargo, en consonancia con los dictados del tiempo y del destino quiero, aun soportando lo insoportable y padeciendo lo insufrible, abrir un camino hacia la paz duradera para todas las generaciones futuras.”
Nadie mejor que Hirohito para saber qué era eso de soportar lo insoportable y padecer lo insufrible. Reinó hasta su muerte, el 7 de enero de 1989. En la posguerra, Japón estuvo regido por su mano y por la del virrey nombrado por Estados Unidos, el general Douglas MacArthur, que hasta dictó una nueva Constitución para el imperio. Estados Unidos pensó en juzgar y ejecutar a Hirohito por el trato dado a los prisioneros de guerra americanos y británicos. Pero Churchill convenció a Truman de que la ejecución de Hirohito sepultaría a Japón en el rencor y el odio, apartaría para siempre al imperio de una posible integración con Occidente y que, por el contrario, la presencia aún ceremonial del emperador, ayudaría a estabilizar un país destrozado. Japón se rindió formalmente el 2 de septiembre de 1945, a bordo del acorazado “Missouri”, anclado en la Bahía de Tokio, en una ceremonia presidida por el general MacArthur.
En “Némesis – La derrota del Japón 1944-1945″, su monumental obra sobre los días finales de la guerra en el Pacífico, el historiador Max Hastings cuenta la historia de Stephen Abbot, un oficial subalterno del 2do. Regimiento de Surrey Oriental, capturado en Malasia y que pasó casi cuatro años como prisionero de los japoneses. Padeció y fue testigo de torturas y ejecuciones, de muertes por hambre, por experimentos médicos, decapitaciones por faltas leves de disciplina y otras atrocidades de las que todavía no se ha escrito la historia completa.
En sus últimos meses como prisionero en el campo japonés de Aomi, Abbot había trabajado como mano de obra esclava en una cantera de la fábrica Denki Kagako Cogio, una empresa química fundada en 1915 que hoy tiene sede en Tokio. Después de mil trescientos dos días de cautiverio, Abbot caminó el día de su liberación hasta la fábrica en cuya cantera él y sus camaradas habían trabajado hasta la extenuación y, muchos, hasta perder la vida. Allí lo recibió el entonces presidente de la compañía que se sinceró con él: “Nuestro país está en ruinas. Pero, usted ya conoce a los japoneses. Nunca perderemos nuestro orgullo. Vuelva dentro de cinco años y lo tendremos todo en orden; y si nos da diez años, estoy seguro de que encontrará usted un país próspero”.