Es altamente probable que la mejor foto de París 2024, técnicamente hablando al menos, sea la que el fotógrafo francés Jerome Brouillet le hizo al surfista brasileño Gabriel Medina en Tahití. Fue durante los primeros días de los Juegos Olímpicos que terminan este domingo y tiene eso que tienen las fotos perfectas: la imagen se tomó en el instante exacto para que cualquiera que la viera se convenciera inmediatamente de que, tomada apenitas antes o apenitas después, hubiera sido peor.
En la imagen que Brouillet hizo para la Agence France-Presse (AFP), Medina y su tabla de surf parecen suspendidos en el aire, perfectamente alineados, unidos por la correa y por años de entrenamiento y competencia.
El surfista había conseguido una hazaña deportiva: domar la mejor ola que haya sido parte de un certamen olímpico. Fue en el mar de Teahupo’o, en la Polinesia Francesa, y le valió una puntuación casi perfecta. A Medina no le hacía falta conocer la puntuación para saber que había roto los moldes de su disciplina: el dedo levantado en señal de festejo que se ve en la imagen da cuenta de que era plenamente conciente de su logro. El fotógrafo francés, apostado en un barco, supuso que efectivamente Medina iba a saltar para festejar. “Y eso fue lo que hizo, entonces apreté el botón”, le dijo Brouillet a The Washington Post después de que su toma recorriera el mundo. Había conseguido el disparo perfecto, pero no la foto más importante de estos Juegos Olímpicos.
La postal más importante es la que muestra la reverencia que Simone Biles, la mejor gimnasta de todos los tiempos, y Jordan Chiles, estadounidense como Biles, le rindieron a Rebeca Andrade justo después de que la atleta brasileña subiera al podio para recibir su medalla de oro por su desempeño en suelo. Ese gesto de admiración y reconocimiento, ese compañerismo en medio de la competencia del más alto rendimiento y esa dedicación al deporte por encima de todo se ven en la foto y alcanzarían para empezar a explicarle a un nene chiquito o a un extraterrestre (nunca se sabe) de qué se tratan los Juegos Olímpicos.
La reverencia fue después de una competencia ajustadísima entre Andrade, que tiene 25 años, y Biles, que tiene 27. La atleta nacida en Guarulhos, una zona humilde del Gran San Pablo, recibió 14.166 en su prueba individual de suelo. Biles, que nació en Ohio pero fue criada en Texas por sus abuelos -que la adoptaron porque sus padres biológicos, con problemas de adicciones, no podían hacerse cargo de ella-, obtuvo 14.133: las 33 centésimas de diferencia le dieron el oro a Andrade y la plata a Biles.
Chiles fue confirmada como ganadora del bronce en ese momento tras pedir una revisión de su puntuación. Pero la medida fue revocada este sábado porque el equipo rumano, cuyas atletas se situaban entonces en 4º y 5º puesto, demostró ante el tribunal que el pedido de revisión por parte de la estadounidense se había producido cuatro segundos después del tiempo límite para hacerlo. Formalmente, Chiles quedó 5ª. Deportivamente, la medalla de bronce es suya.
La foto que muestra la reverencia es conmovedora, y, para vivir mejor, habría que agendarse mirar una vez por mes el video en el que Chiles y Biles gestan espontáneamente su saludo admirado y lo ejecutan. Es Chiles la que mira a Simone con complicidad -son compañeras del equipo estadounidense que ganó la competencia por equipos-, y se agacha apenas para proponerle que lo hagan juntas. Biles sonríe y le dice que sí con la cabeza: el trato está cerrado.
Entonces Andrade, la deportista nacida en Brasil que más medallas consiguió en Juegos Olímpicos, sube al podio. Sus competidoras giran hacia el centro, se inclinan ante ella, estiran las manos, sonríen, acompañan y enaltecen esa ceremonia formal que está a punto de coronar a Rebeca como la mejor de esa prueba. Ella sonríe, las tres sonríen, se dan la mano, sonríen para las fotos, se abrazan, se sacan una selfie. Cada una con su medalla. Cada una con las historias que las llevaron hasta ahí. Cada una con su gloria y sus demonios.
El último de los dos capítulos de Simone Biles: vuelve a volar que ya están disponibles en Netflix muestra, en su minuto final, a la mejor de todos los tiempos diciendo: “Mi mayor competición sigo siendo yo”. Tal vez, estos Juegos Olímpicos pusieron esa convicción en jaque. Alcanza con escuchar a Biles en la conferencia de prensa que dio en París después de ganar la medalla de oro en la competencia all around individual, en la que cada atleta hace su rutina de salto, suelo, viga y barras asimétricas. Andrade ganó la medalla de plata y, ante los periodistas y con mucho humor y amor, Biles dijo: “No quiero competir más con Rebeca, estoy cansada. Es como si ella estuviera demasiado cerca, nunca tuve a una atleta tan cerca. Me puse en alerta y sacó a la mejor atleta que había en mí”.
¿No se trata de eso el deporte y no son los Juegos Olímpicos, en medio de ceremonias inaugurales y de clausura, y sponsors, y ríos contaminados, y países excluidos por invadir a otros países, la instancia perfecta para que lo más puro del deporte ocurra todo al mismo tiempo? ¿No se trata de competir con el que es tan bueno que te hace entrenar cuerpo y mente para ser mejor que vos y, si se puede, mejor que ese otro? ¿No se trata de, en medio de esa presión, esa exigencia propia y ajena, abrazarse, quererse y admirarse?
Una de las escenas más conmovedoras de la historia del deporte la protagonizaron Roger Federer y Rafael Nadal en 2022, cuando perdieron el partido de dobles que jugaban juntos y entonces el suizo -que cambió para siempre la historia del tenis- se retiró del circuito profesional. Agarrados de la mano, amigos por unos veinte años, reyes del circuito hasta que Nole Djokovic irrumpió para disputarles la corona, lloran sorbiéndose los mocos, con esa especie de hipo de pecho que dan los mejores llantos.
En el documental sobre el retiro de Federer que rodó Asif Kapadia se ve cómo Nadal va al vestuario después de esa escena y no puede parar de llorar, tarda en calmarse, está desarmado. Los dos hablan del otro y dicen que se quieren, que son amigos, y que sus carreras fueron mucho mejores de lo que habrían sido si el otro no se hubiera cruzado en sus caminos. Los dos dicen que competir entre sí forzó sus propios límites.
Simone Biles llegó a París para disputar su tercer Juego Olímpico. Como Andrade, había debutado en Río 2016. Como Andrade, tuvo una infancia dura. Antes de ser adoptada por quienes eran sus abuelos, Simone pasó un tiempo en hogares junto a su hermana. Rebeca creció junto a sus ocho hermanos a cargo de una madre soltera que limpiaba casas y caminaba de una a otra porque ahorraba la plata del colectivo para poder pagar los entrenamientos de su hija.
Es que una vez, la tía de Rebeca la había llevado a su trabajo, un gimnasio en el que cocinaba. Rebeca, que había aprendido a treparse a camas marineras casi al mismo tiempo que había empezado a gatear, empezó a imitar los movimientos de las gimnastas que la rodeaban. Alguien le echó el ojo y a los 9 años vivía en Curitiba, a 400 kilómetros de toda su familia, porque un entrenador le había propuesto a la madre llevarla a un gimnasio de excelencia.
Biles, que descubrió la gimnasia artística a los 6 años en una excursión de la escuela, a los 8 ya entrenaba como deportista de elite, a los 13 ya representaba a los Estados Unidos y a los 16 ganó su primer Campeonato Mundial. Era el primer paso para conseguir algo que ninguna mujer había logrado: ganar tres Mundiales consecutivos.
En Río ganó cinco medallas: cuatro de oro y una de bronce. El mundo vio a una atleta con características que nadie había visto antes, algo que se confirmaría con el correr de los años. Simone Biles lleva inventadas 5 pruebas en las distintas disciplinas que implica la gimnasia artística. El nivel de dificultad es tal que sólo una de esas cinco fue realizada alguna vez por otra gimnasta.
Tokyo 2020, los Juegos que se disputaron en 2021 por la pandemia de coronavirus, era, según el documental, la instancia en la que Biles esperaba que llegara la cima de su carrera. Pero no fue así. Todos los que sabemos casi nada sobre su disciplina nos enteramos en ese momento de que existen los twisties, una especie de bloqueo mental en la que el gimnasta siente que su cuerpo y su cerebro “se desconectan” y pierde el control.
Se retiró de la competencia individual y también del equipo, habló de su salud mental ante la prensa y ante el mundo entero, shockeado por la noticia y porque Tokyo se perdía a una de sus más grandes estrellas. Escuchó a presentadores de TV decir que por qué no se esforzaba más, que cómo abandonaba así al equipo. Desinstaló Twitter y desactivó los comentarios de Instagram porque el odio que recibía era invivible. Apenas después de esos Juegos, Biles declaró ante la Justicia: era una de las 265 víctimas de Larry Nassar, médico del equipo gimnástico de Estados Unidos, condenado a entre 40 y 175 años de cárcel por los abusos sexuales que cometió.
París 2024 fue la revancha de Biles, que abrió el juego como nunca a que los deportistas tuvieran lugar a hablar de su psiquis, de la presión que se siente, de la importancia de que sus afectos estén en la tribuna -por las restricciones, ni su familia ni la de ningún otro deportista pudo estar en Tokyo-. Dio lugar también a que los deportistas pudieran hablar de la importancia de poner su salud no sólo física sino psíquica como prioridad y de la necesidad de balancear la exigente vida deportiva con la personal.
Como en Río, Biles volvió a ganar el oro en la competencia por equipos, en el all around individual y en salto. En suelo ganó la medalla de plata. Se cruzó en su camino Rebeca Andrade. La atleta a la que reverenció sin dudarlo y sobre la que dijo, después de ese gesto: “Rebeca es una reina. Por eso lo hicimos. Es muy emocionante verla. Toda la gente la alienta. Hacerlo fue lo correcto”. Lo dijo con una sonrisa enorme, con la misma sonrisa con la que dijo que Rebeca la estresa y la hace mejor, con la misma que le ofreció a su competidora en ese podio que compartieron y con la misma con la que la miró en las fotos de una fiesta en los últimos días: se las ve bailando juntas, divertidas, cómplices.
Simone Biles era la mayor competencia de Simone Biles. Andrade es, contó la mejor de la historia, la deportista que, a fuerza de comerle los talones, la empuja a ir por más. Tal vez eso reparta la carga. De la exigencia propia, de la ajena, de los flashes y de la salud mental presionada a niveles que los comunes y corrientes no podemos imaginar. Alcanza con pensar que, cada vez que hace uno de los saltos con los que compite -el Yurchenko doble-, Biles piensa que esa maniobra puede matarla si cae mal.
Tal vez de competir para ser mejor y sonreírle al contrincante inmediatamente después de la competencia se trate lo más puro del deporte. Eso es lo más bello de todos los Juegos Olímpicos. También de los que terminan este domingo, incluso a pesar de París.