El 11 de agosto de 2014 una noticia conmocionó al mundo. El actor Robin Williams apareció muerto en su hogar. Se colgó en su habitación acosado por sus fantasmas, por una enfermedad mental que lo había deteriorado, que había mermado sus capacidades sociales (y actorales), que lo hacía sentirse otro, alguien que no conocía, alguien nuevo pero apagado, muy alejado del actor brillante, inquieto y sorprendente de las últimas décadas.
Hacía varios años que la carrera de Robin Williams había decaído. Puede pensarse que se trató de un proceso natural, algo que sucede en la trayectoria de cualquier artista. Algunos años de apogeo y luego un descenso que combinaba varios factores que se alimentan entre sí. Algo de desgano, cansancio del público, encasillamiento, mala elección de los proyectos, desgaste personal, abuso de alcohol y drogas, un tenue pero persistente movimiento, ajeno a él, que marca un cambio de época.
A Robin le había pasado un poco de todo eso. Pero el principal factor era él mismo: no se sentía igual que siempre. O algo peor: sabía que ya no era él. Sufría depresión, su ánimo se había oscurecido, todo en su cuerpo se había vuelto más lento: él que siempre había ido (mucho) más rápido que el resto no podía con la velocidad crucero de la vida cotidiana. Y, una manifestación más, su mano derecha comenzó a temblar sin control.
Las películas en las que participaba ya no eran grandes superproducciones ni contaban con un director prestigioso, buenos libros o un gran elenco, no eran el gran estreno de la temporada alta. En 2013 había tenido una gran oportunidad en la TV. La CBS lo contrató para protagonizar The Crazy Ones. El debut fue auspicioso, más de 15 millones de espectadores. Pero las mediciones de audiencia decrecieron y en pocos capítulos la audiencia era de sólo 5 millones. La serie que podía haber hecho reverdecer su carrera lo terminaba de exponer. Robin Williams no era el de siempre. “A Robin Williams se lo ve muy cansado. Entonces lo mismo sucede con el programa”, escribió un crítico después del episodio inicial. Los productores intentaron un último recurso para llamar la atención de la audiencia. Sacaron de una inactividad de más de 15 años a Pam Dawber, la adorable Mindy de Mork y Mindy. Pero eso tampoco bastó. Dawber contó que se impresionó cuando se reencontró con Williams. Lo notó perdido, agobiado, inconexo, aunque siempre muy cariñoso con ella. El intento por volver a la vieja fórmula, a que el regreso a las fuentes lo impulsara otra vez, fracasó.
Más que un regreso fue la manera de cerrar un círculo.
Hasta esos años finales, Robin Williams, en el escenario o en un set, había sido una fuerza de la naturaleza. Un huracán. Parecía imposible seguirlo, adivinar su siguiente movimiento, no reírse a carcajadas con cada salida. En You Tube hay un video de su primera aparición como entrevistado en el programa de Johnny Carson. El conductor, experimentado en lidiar con humoristas y estrellas, no lo puede contener, no puede conducir la entrevista, no puede parar de reírse. Hasta que en un momento, ahogado por las carcajadas, se entrega al genio desbordado de Williams. Una topadora que puede imitar a Nixon, a Brando, convertirse en el delfín Flipper, recuperar a Mork, utilizar un botón que quedó sobre el escritorio como germen de una gran historia y burlarse de la corbata del conductor; alguien que es capaz de hacer todo eso en un minuto de actuación mientras se mueve sin parar.
En los meses finales en los que era evidente que el deterioro físico y mental progresaba día a día comenzó a buscar un diagnóstico que explicara su situación. En ese momento los médicos lo trataron por su estado depresivo, le dieron antipsicóticos -lo que empeoró su estado-, lo sedaron, culparon a sus antiguas adicciones.
Él, mientras tanto, veía que ya no podía hacer lo que había hecho toda la vida. Todavía podía ir a algún late night show y hacer una de sus rutinas y sacar algunas carcajadas. Pero el público (y los anfitriones) se reían más por costumbre y gentileza –hasta por compasión- que por el impacto de sus gracias. Estaba empastado, lento, trabado, sin la fluidez que lo había destacado. Todo el tiempo tenía una preocupación: no soltar el apoyabrazos del sillón que su mano derecha asía con fuerza, como si estuviese pegada a él. No podían ver cómo temblaba su mano. Las voces internas que surgían y que lo hacían imitar a grandes estrellas y que le susurraban o le gritaban remates perfectos se habían apagado. Y eso en lugar de darle serenidad, el sosiego esperado, lo enloquecía: su cerebro, por primera vez en la vida, estaba mudo.
Y él se sentía vacío.
En el set de filmación la situación era peor. Su memoria prodigiosa había desaparecido. No podía retener ninguna línea, ni las más sencillas. Tampoco podía improvisar. El equipo que tiempo antes reía a los gritos con sus ocurrencias y salidas inesperadas que mejoraban el guión, miraba consternado y con dolor cómo el director debía empujarlo para sacar adelante hasta la escena más sencilla. Shawn Levy, el director de Una Noche en el Museo 3, contó que Robin Williams –que con su personaje, ese Teddy Roosevelt ecuestre y de cera, había estado en las dos entregas anteriores- le dijo en medio de la filmación: “No sé qué me pasa. Ya no soy yo”. Robin lo llamaba en medio de la madrugada para preguntarle si había podido rescatar alguna toma, si algo de lo que había hecho podía llegar a servir.
A su esposa Susan le dijo que necesitaba hacer algo, que necesitaba resetear su cerebro: apagarlo e iniciarlo de nuevo.
Recién después de ese rodaje, el último de su vida, un médico dio por fin con un diagnóstico que explicaba la multiplicidad de síntomas diversos: irritación, insomnia, dificultades físicas, constipación, estreñimiento, pérdida de memoria, paranoia, depresión. Lo diagnosticaron con Parkinson. La medicación adecuada mejoró algunas de esas manifestaciones. Pero, en seguida, después del trastorno motor, se hizo evidente un compromiso cognitivo y al diagnóstico mutó a demencia con Cuerpos de Lewy. La autopsia mostró que no había ni alcohol ni drogas en su organismo, sólo los medicamentos recetados en las dosis adecuadas; y confirmó el diagnóstico que los médicos habían dado unos meses antes. El avance de la enfermedad y el daño cerebral habían sido enormes.
Robin Williams sólo le contó lo que habían dictaminado los médicos a su familia y a unos pocos amigos. Rechazaba invitaciones y propuestas de trabajo. John Cleese lo invitó a participar de un homenaje a Monty Python en Londres. Robin le dijo que no podía hacerlo. Su viejo amigo Billy Crystal le ofreció llevarlo a una clínica especializada y le aseguraba confidencialidad absoluta. Una tarde, Crystal y su esposa invitaron a Robin al cine. Al momento de despedirse, Robin los abrazó y los besó. Cuando parecía que se iría a su casa, volvió sobre sus pasos y repitió el ritual. Así tres veces; sólo que en cada oportunidad el abrazo era más apretado y las lágrimas más profusas.
Otros amigos contaron que en esas últimas semanas también de ellos se despidió emocionado como si supiera que no volverían a verse.
Con su esposa Susan, hacía un tiempo, habían decidió dormir en cuartos separados. El insomnio de Robin había convertido las noches en un infierno compartido. Era usual que en medio de la noche Robin la despertara y le anunciara que iría a la casa de algún comediante amigo que quedaba a decenas de kilómetros de su hogar porque sabía que su colega corría peligro de muerte. Los delirios y las alucinaciones lo atormetaban.
La tarde del 10 de agosto de 2014, su última tarde, había sacado todos los relojes de valor que guardaba en su casa –eran varios- y los había llevado hasta la casa del matrimonio Spencer porque en su hogar corrían serio peligro: estaba convencido que una banda de peligrosos ladrones estaban tras sus relojes de marca.
Esa noche, Robin Williams se puso a leer su Ebook por primera vez en mucho tiempo. Cenó bien y cerca de las 10.30 saludó a su esposa con un beso y con la frase que utilizaban cada día: “Que descanses bien, mi amor”. Luego se encerró en su cuarto.
La mañana del 11 de agosto de 2014, el sol del verano californiano calentaba las ventanas. Susan Schneider, su esposa, se despertó primero. Desayunó, respondió algunos mensajes y le abrió la puerta de la casa a Rebecca y Dan Spencer, un matrimonio amigo que oficiaba a la vez de asistentes de la estrella de Hollywood. Venían a ver cómo seguía Robin y a devolver los relojes que él les había llevado la noche anterior. Susan postergó una reunión porque quería esperar a que su marido se despertara para hacer juntos, como siempre, las meditaciones matutinas. Estaba aliviada de que hubiera dormido bien después de tantas noches inquietas, difíciles. A eso de las 11 de la mañana, la mujer dejó la casa, debía empezar su día. Le pidió al matrimonio Spencer que le avisaran cómo había despertado su marido. Al llegar el mediodía, los Spencer ya estaban inquietos. Hablaron con Susan quien les pidió que despertaran a su marido. Golpearon la puerta de la habitación y nadie respondió. Al querer entrar supieron que la puerta estaba cerrada con llave por dentro. Dan salió y trepó por la pared exterior para asomarse por la ventana para intentar ver de la dentro de la habitación. Mientras tanto Rebecca Spencer, la esposa de Dan, con una especie de ganzúa logró destrabar la cerradura. Llamó al actor por su nombre. Al dar el segundo paso dentro de la habitación, la detuvo el horror. Robin Williams había utilizado un cinturón para ahorcarse.
El mayor actor cómico de su generación, después de haber batallado contra su mente durante meses, contra la merma de sus facultades, se había suicidado.
Tenía 63 años.
Robin Williams había saltado a la fama con Mork y Mindy en 1978. Su aparición fue fulgurante. Una fuerza de la naturaleza en una sitcom que repetía fórmulas, algo inverosímil, pero que tenía el imán del encanto y la candidez de Pam Dawber y la vitalidad, el ingenio y la sorpresa de Robin.
Su momento llegaba después de haber estudiado actuación en Julliard y ser uno de los únicos dos elegidos ese año, junto a Christopher Reeve, para ingresar en el exclusivo lugar. A los tres años, John Houseman le dijo que se fuera, que saliera a buscar trabajo como actor, que no tenía nada más para enseñarle. Mientras esperaba su oportunidad y probaba suerte en varios castings, trabajaba en restaurantes para ganarse la vida: era asistente de cocina. En la serie Happy Days incorporaron temporariamente un personaje secundario, un extraterrestre que llegaba a ese Estados Unidos de los 50 en el que vivía Fonzie. El actor elegido originalmente, al final desistió. Los productores salieron a buscar un reemplazo. Robin Williams llegó al casting y cuando le pidieron que se sentara lo hizo de cabeza –algo que quedaría incorporado al personaje-. Eso fue sólo el principio. Nadie en esa sala pudo parar de reír. Habían encontrado a Mork. Su intervención en Happy Days fue un gran éxito. A los pocos días para que no se lo robara otro canal, lo contrataron. De allí surgió Mork y Mindy. Un spin off inesperado que provocó la genialidad tempestuosa de Williams. Estuvo en el aire de 1978 a 1982 con un gran suceso. El actor se bajó de la serie para no quedar encasillado y poder hacer papeles dramáticos. Quería demostrar que era más que un actor que sabía hacer reír. Robin Williams había logrado lo que sus maestros de actuación habían previsto, pero mucho más rápido de lo imaginado. Con el éxito televisivo, las funciones de stand up en los clubes de comedia y los teatros se multiplicaron. También llegaron las ofertas cinematográficas.
Su primer protagónico parecía destinado a convertirse en un tanque de la taquilla. Dirigido por Robert Altman, Popeye, el célebre personaje de la historieta, llegaba al cine. Pero fue un gran fracaso de crítica y de público. Pese a lo imaginado no fue el vehículo para llevarlo al estrellato al que parecía predestinado. El segundo intento tampoco fue lo esperado: El Mundo según Garp. Después siguieron algunas películas menores, sin ambiciones, que cada vez lo alejaban más de lo que Mork había prometido.
Hasta que llegó Good Morning Vietnam. Ese locutor de radio en medio de la guerra fue el vehículo perfecto para mostrar su histrionismo, la imaginación, la capacidad para una ráfaga de imitaciones perfectas. El director, con sabiduría, lo dejó improvisar durante horas para después elegir los mejores fragmentos para componer los programas radiales que aparecen en el film. Un Globo de Oro y una nominación al Oscar fueron sus recompensas inmediatas. Pero el premio fue otro: a partir de esa película Robin Williams pasó a jugar en las ligas mayores.
Pero él no se conformaba con ser un gran comediante, un genio del humor a velocidades ultrasónicas. Quería ser reconocido como actor dramático. Hacia allí se enfocó su carrera. Encadenó una serie impresionante de films: La Sociedad de los Poetas Muertos, Despertares, The Fisher King hasta el Oscar por Good Will Hunting. En el medio podía interpretar a Miss Doubtfire, actuar para Coppola y Spielberg u obligar a los Globos de Oro a que crearan un galardón especial para premiar su labor en Aladino: nunca se habían visto en la necesidad de destacar una voz.
Después de una gran década del noventa, los buenos papeles en buenas películas se fueron espaciando. Los proyectos que elegía no eran dignos de su talento. La adicción al alcohol también hizo su trabajo.
En sus años de apogeo había tenido problemas con las drogas. Los comediantes vivían a un ritmo frenético, infernal, en la que todos los excesos parecían posibles. La muerte de sobredosis de John Belushi marcó un quiebre. Williams estuvo con Belushi su última noche. Según declaró en varias oportunidades, esa muerte y el nacimiento de su primer hijo lo hicieron cambiar. A pesar de eso, en 2006 volvió a ingresar a rehabilitación por su adicción al alcohol.
En sus últimos meses de vida, antes de obtener el diagnóstico de su enfermedad, volvió a internarse en rehabilitación pero su problema principal, a esa altura, no era ese. En los años posteriores, varios miembros de su círculo íntimo criticaron a su esposa por la decisión.
Robin Williams se ahorcó hace 10 años. La enfermedad había hecho su trabajo. Antes había triunfado en la televisión, el cine, el teatro, los clubes de comedia. Él hacía algo que nadie más podía hacer. Fue el mayor improvisador de su tiempo pero también emocionó en papeles en los que había que respetar el guión y las marcaciones. Eso sí, cada papel que interpretó tuvo su sello personal, su firma indeleble e inconfundible.