Lo único que les permitieron la noche del 4 de agosto de 1939, cuando ya sabían que al día siguiente iban a morir, fue escribir una carta, una sola cada una. En su celda de la Cárcel de Mujeres de las Ventas, con los ojos heridos por la falta de luz y la sal de las lágrimas, Blanca Brisac quiso hacerle llegar un último mensaje a su hijo, al que ya no vería crecer. “Voy a morir con la cabeza alta. Sólo te pido que quieras a todos y que no guardes nunca rencor a los que dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas buenas no guardan rencor. Enrique, que te hagan hacer la comunión, pero bien preparado, tan bien cimentada la religión como me la cimentaron a mí. Hijo, hijo, hasta la eternidad”, escribió con letra firme sobre la hoja en blanco que le habían dado.
Hacía poco más de cuatro meses que había finalizado formalmente la Guerra Civil, pero la sangre de los derrotados seguía corriendo en España. El 1° de abril, Francisco Franco, ahora consagrado dictador, había escrito su último parte de guerra: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. La República ya no existía, había sido derrotada y reemplazada por una dictadura oscurantista que se prolongaría durante 36 años. Desde entonces, los fusilamientos de los vencidos eran cosa cotidiana.
Para el Generalísimo -como ya se hacía llamar- matar era una manera más de disciplinar al país con mano de hierro. Por eso, el final de la guerra no había terminado con las muertes. Se juzgaba de manera sumaria y se mataba rápida y públicamente. Se trataba de hacer tronar el escarmiento para instalar de manera definitiva el terror.
En la Cárcel de las Ventas, en Madrid, esa noche del 4 de agosto trece mujeres jóvenes esperaban la muerte. Todas habían sido condenadas apenas 24 horas antes por un tribunal militar. La duración del juicio no pasó de minutos y la sentencia era definitiva: “Reunido el Consejo de Guerra Permanente número 9 para ver y fallar la causa número 30.426 que por el procedimiento sumarísimo de urgencia se ha seguido contra los procesados, responsables de un delito de adhesión a la rebelión. Fallamos que debemos condenar y condenamos a cada uno de los acusados a la pena de muerte”, dictaminaba el fallo.
Las condenadas se llamaban Ana López Gallego, Julia Conesa, Victoria Muñoz García, Martina Barroso García, Virtudes González García, Luisa Rodríguez de la Fuente, Elena Gil Olaya, Dionisia Manzanero Sala, Joaquina López Laffite, Carmen Barrero Aguado, Pilar Bueno Ibáñez, Blanca Brisac Vázquez y Adelina García Casillas.
Eran modistas, pianistas, ayudantas de sastre, secretarias y amas de casa, su delito común -el de todas menos una- era el de pertenecer a las Juventudes socialistas Unificadas (JSU). Casi todas eran menores de edad y la mayor tenía solo 29 años. Sabían que iban a morir, pero no que pasarían a la historia como “Las Trece Rosas”, emblema del terrorismo de Estado instalado por el franquismo.
A ellas se les sumó después Antonia Torre Yela. Se conocería como la Rosa número 14: fue condenada el mismo día que el resto, pero no fue fusilada hasta el 19 de febrero de 1940 a causa de un error de registro.
Someter con la muerte
El número de asesinatos disfrazados de ejecuciones penales perpetrado por los vencedores de la Guerra Civil da cuenta de la sed de venganza del franquismo. “Las cifras de ejecutados impactan. Los peores meses (de 1939) fueron junio, con 227 fusilados; julio, con 193; septiembre, con 106; octubre, con 123, y noviembre, con 201. Por días, los más sangrientos fueron el 14 de junio: 80 fusilados; 24 de junio, 102; 24 de julio, 48; el 5 de agosto, 56. Ese día, fueron fusiladas las ‘trece rosas’”, detalla el historiador Pedro Montoliú en su libro Madrid en la posguerra, 1939-1946. Los años de la represión.
Las trece rosas y otras 43 personas más fueron acusadas de ser autoras ideológicas o participantes de un atentado que tuvo lugar el 29 de julio de 1939 contra el comandante de la Guardia Civil Isaac Gabaldón, en el que murieron también su hija y el chófer.
La parodia judicial fue tan burda que ni siquiera la familia del comandante aceptó la versión oficial y solicitó la revisión de la causa, que se abrió hasta en dos ocasiones y fue cerrada definitivamente en 1949 sin que se aportaran pruebas de quiénes habían sido los ideólogos.
En realidad, las trece jóvenes fueron detenidas por repartir por Madrid unos volantes que proclamaban “Menos Franco y más pan blanco”, aunque a ninguna de ellas se le pudo probar la acusación, porque no las capturaron en la calle, mientras supuestamente lo hacían, sino que se las llevaron de sus casas.
Ejecutar a mujeres, supuestas milicianas -aunque ninguna de ellas había combatido en el frente de batalla-, buscaba también dar otro mensaje ejemplificador. “La miliciana era para los vencedores la antítesis de la mujer, cuya misión en la vida era ser madre y reposo del guerrero”, señala Carlos Fonseca, autor de Trece rosas rojas.
En realidad, las enjuiciadas y condenadas habían sido elegidas al azar -con la condición de que fueran jóvenes- entre las más de cuatro mil mujeres que estaban hacinadas en la Cárcel de las Ventas, que tenía una capacidad real para solo quinientas presas.
Años después, el ex secretario general del Partido Comunista Español, Santiago Carrillo, hizo una lectura de lo que el franquismo buscó con el asesinato de las trece rosas: “El régimen de Franco hizo todo lo posible por destruir el espíritu de libertad de las mujeres que se había creado con la República”.
Cartas y testimonios
“Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar… Que no me lloréis. Que mi nombre no se borre de la historia”, escribió a su madre -única sobreviviente de la familia- Julia Conesa, modista, de 19 años, la noche del 4 de agosto poco antes de ponerle el pecho a las balas.
Poco después, ya de madrugada, ella y las otras doce jóvenes fueron sacadas de sus celdas y llevadas a pie por los guardias hasta el cementerio del Este (hoy Almudena) de Madrid, donde también 43 hombres condenados por el mismo delito esperaban la ejecución. Los alinearon a todos contra las paredes del cementerio y los fusilaron.
“Yo estaba asomada a la ventana de la celda y las vi salir. Pasaban repartidores de leche con sus carros y la Guardia Civil los apartaba. Las presas iban de dos en dos y tres guardias escoltaban a cada pareja, parecían tranquilas”, recordaría muchos años después María del Pilar Parra, una miliciana presa en Las Ventas.
En el recuerdo de las otras presas, la cárcel quedó envuelta en un silencio de muerte mientras se llevaban a las condenadas. “Algunas permanecimos arrodilladas desde que se las llevaron, durante un tiempo que me parecieron horas, sin que nadie dijera nada. Hasta que María Teresa Igual, la funcionaria que las acompañó, se presentó para decirnos que habían muerto muy serenas y que una de ellas, Anita, no había fallecido con la primera descarga y gritó a sus verdugos: ‘¿Es que a mí no me matan?’”, contó otra de las detenidas, Mari Carmen Cuesta.
“Si fue terrible perderlas, verlas salir, tener que soportarlo con aquella impotencia, más lo fue ver la sangre fría de Teresa Igual (refiriéndose a la guardiacárcel) relatando cómo habían caído. Entre las cosas que nos dijo, fue que las chicas iban muy ilusionadas porque pensaban que iban a verse con los hombres (con sus novios y maridos, también condenados) antes de ser ejecutadas, pero se encontraron que ya habían sido fusilados”, recordó Carmen Machado.
El horror y la memoria
El fusilamiento de las trece jóvenes tuvo un enorme impacto internacional y provocó una verdadera lluvia de condenas contra el régimen franquista.
Una hija de Madame Curie promovió una campaña de protesta en París por las Trece Rosas que tuvo un gran impacto en Francia. Sin embargo, la dictadura recién instalada en España no detuvo su espiral represivo, sino que la acrecentó.
La repercusión internacional del asesinato de las trece jóvenes militantes de la Unión de Juventudes Socialistas puso en la escena internacional la brutalidad del régimen franquista en los supuestos tiempos de paz que se abrían con la finalización de la Guerra Civil Española.
También, con los años, la historia de las trece rosas fue objeto de investigaciones periodísticas e históricas, novelas, películas y obras teatrales y musicales.
Entre los libros, los más conocidos son la novela Las Trece Rosas, de Jesús Ferrero y la investigación Trece Rosas Rojas, del periodista español Carlos Fonseca.
En 2004, los directores por Verónica Vigil y José María Almela estrenaron el documental Que mi nombre no se borre de la historia, cuyo título rescata una de las frases de Julia Conesa en la carta de despedida que le escribió a su madre. La película recoge testimonios de Maruja Borrell, Nuria Torres, Mari Carmen Cuesta, Concha Carretero, Ángeles García-Madrid y otras mujeres que compartieron la prisión con las trece fusiladas. “Es el primer documental sobre los hechos y entendimos que era urgente hacerlo porque son pocos los testigos vivos. Si no se recogen ahora sus voces, permanecerán para siempre en el olvido”, dijeron los directores Vigil y Almela en el momento del estreno.
También dio lugar a una película de ficción basada en los hechos, Las 13 Rosas, del director Julio Martínez, estrenada en 2007. El espectáculo de danza también llamado Las 13 Rosas, de la compañía española Arrieritos, ganó dos Premios Max de las Artes Escénicas.
Un símbolo de resistencia
En el actual cementerio de Almudena, sobre la pared donde fueron fusiladas, desde 2009 hay una placa que recuerda el martirio y la valentía con que enfrentaron la muerte esas trece mujeres.
Pero ya durante la dictadura de Francisco Franco, las cartas que dejaron escritas algunas de esas trece jóvenes en la vigilia de sus propias muertes se convirtieron en material de denuncia de los horrores de la dictadura instalada en España y de una resistencia que nunca fue del todo aplastada por la represión.
“A diferencia de otras cartas similares, que fueron escondidas por las familias de las condenadas a muerte para evitar represalias, que se acabaron perdiendo en huidas precipitadas y lugares a los que no se pudo volver o que nunca llegaron a manos de sus destinatarios por motivos muy diversos, las que escribieron las Trece Rosas enseguida adquirieron una dimensión pública y se concibieron durante la dictadura como objetos de culto y como símbolos de la lucha antifranquista, pasando ya en democracia a ser utilizadas como pruebas para denunciar los crímenes de los vencedores y convirtiéndose en objetos de memoria colectiva y ejemplo de reparación de las víctimas”, resume Verónica Sierra Blas, historiadora y autora de Cartas presas. La correspondencia carcelaria en la Guerra Civil y el Franquismo.