La pregunta, que todavía no tiene una respuesta clara y precisa, es quién fue. Casi no importa ya el por qué, porque en aquellos años, los de la dominación nazi en Holanda, una información por leve que fuera, era una garantía de vida para quien la daba.
¿Quién delató a Ana Frank y selló así su destino de muchachita que había pasado de la niñez a la adolescencia metida durante más de dos años en una especie de pozo conocido como “la casa de atrás” del edificio del 263 de la calle Prinsengracht 263 de Ámsterdam?
Allí funcionaba la empresa de Otto Frank, casado con Edit y padres de Margot y Ana. Un negocio en la planta baja, dedicado a la comercialización de especias, con oficinas y empleados en la planta alta y nada más. O casi nada más. En la parte trasera del edificio había otra “casa”, secreta, a la que se accedía por una puerta trampa oculta detrás de una inocente estantería con bisagras. Además de los cuatro miembros de la familia Frank, allí se ocultaban también tres integrantes de la familia Van Pels, Hermann, su mujer Auguste y su hijo Peter, más el dentista Fritz Pfeffe, ocho personas en total. Todos pretendieron burlar la fiereza nazi contra los judíos holandeses, el destino seguro de la deportación y el envío a los campos de concentración, a la muerte segura, aún cuando ya soplaban vientos de derrota para la Alemania nazi.
El 4 de agosto de 1944, hace ochenta años, a las diez y media de la mañana, el oficial de las SS Karl Silberbauer y un grupo de oficiales nazis entraron en el almacén de los Frank quienes, para las apariencias, habían viajado al exterior. Los nazis hablaron con el empleado Willem van Maaren que les señaló la planta alta, donde trabajan los oficinistas. No hay prueba alguna de que van Maaren haya sabido que existía una “casa de atrás” y mucho menos que en ella viviera gente oculta, que permanecía quieta y casi inmóvil durante el día, sin usar el baño para no despertar sospechas, y empezaba a vivir por la tarde noche, cuando el almacén cerraba sus puertas.
Los Frank y compañía tenían quién los protegía. Miep Gies, una de las directoras administrativas de la empresa, que conocía a Otto Frank desde 1943, Víctor Kugler, otro de los empleados de confianza de Frank y directivo de la empresa y Johannes Kleiman, también directivo, habían arriesgado sus vidas durante dos años proveyendo de ropa y comida a los “escondidos”. Para los “escondidos” ellos eran sus protectores. Miep Gies diría después que aquel 4 de agosto uno de los oficiales nazis entró en su oficina, pistola en mano, y le apuntó a la cabeza. El resto fue a la oficina de Kugler para interrogarlo y para recorrer con él el edificio. Cuando llegaron a la habitación con la estantería trampa, muy bien oculta, la descubrieron de inmediato. Como si hubiesen estado alertados.
Todos, escondidos y protectores, fueron detenidos, obligados a entregar sus objetos de valor, Silberbauer tomó el maletín de Otto Frank y lo dio vuelta, lo vació de papeles para que albergara el producto del saqueo. De allí cayeron unos papeles, un par de cuadernos escritos con letra infantil, nada valioso: era el diario de Ana Frank. Miep lo iba rescatar al regresar al edificio y, al final de la guerra, lo entregará a Otto Frank, el único sobreviviente de la familia.
Ese diario, escrito con emotiva sencillez, con delicada inocencia, será con los años un testimonio estremecedor de la barbarie nazi. Había llegado a manos de Ana el 12 de junio de 1942, el día de su cumpleaños número trece. Ana quería ser escritora y aquel no era un secreto para sus padres. La historia de los Frank fue similar a la de miles de familias judías europeos que sucumbieron a la barbarie. Ana los hizo diferentes. Ana Frank nació el 12 de junio de 1929 en Frankfurt am Main, Hesse. Otto, su padre, había combatido por Alemania en la Primera Guerra Mundial, aquella que no iba a repetirse jamás. Era un pequeño comerciante, dueño de Opekta, una empresa dedicada a elaborar materia prima para dulces y mermeladas. Cuando Hitler llegó al poder y se pusieron en vigencia las leyes raciales, Otto abrió una filial de su empresa en Ámsterdam y mudó a su familia a la capital holandesa. Según las flamantes leyes del Reich, el exilio le hizo perder su ciudadanía alemana.
Ocho meses después de iniciada la Segunda Guerra, el 10 de mayo de 1940, a un mes y dos días del cumpleaños número once de Ana, Hitler invadió Holanda para aplicar las mismas leyes raciales que regían en Alemania: los judíos perdieron sus derechos, fueron apartados de la vida social, de las instituciones públicas y de los cargos oficiales; pronto los obligaron a andar por la calle y por la vida con una estrella de David prendida a sus ropas.
Otto Frank decidió entonces salvar a su familia: cedió la dirección de su empresa a dos colaboradores no judíos y armó la “casa de atrás” en el 263 de la calle Prinsengracht, frente a un apacible canal. Eran tres plantas unidas al edificio principal, con dos habitaciones y baño en la primera planta, una habitación grande y otra más chica en el piso superior y una buhardilla a la que se llegaba por una escalera de mano.
Allí fue donde Ana escribió su diario, en un cuaderno de tapas rojas y blancas, biseladas con beige. Cuando Margot Frank, hermana de Ana, recibió una citación de la “Unidad central para la emigración judía en Ámsterdam”, que ordenaba su deportación a un campo de trabajo, Otto decidió esconder a su familia: era el 6 de julio de 1940. Durante los siguientes dos años, con la ayuda de los “protectores” que les llevaban a diario ropa y comida, los Frank vivieron allí con los otros cuatro refugiados que colmaron la capacidad de la “casa de atrás”.
Ahora, con la irrupción del SS-Hauptscharführer Karl Silberbauer, la aventura de los Frank llegaba a su fin. Y sus esperanzas también. Todos fueron enviados a aquella factoría de la muerte que fue Auschwitz, después de pasar por el campo de Westerbork, en el oeste de Holanda. Todos llegaron a Auschwitz después de tres días de viaje en aquellos trenes con vagones de ganado que llevaban a las cámaras de gas a miles de judíos, trenes a los que daba vía libre Adolf Eichmann desde sus oficinas en Berlín.
Pero la guerra estaba por llegar a su fin. En septiembre de 1944 el destino del Reich estaba sellado: el Ejército Rojo avanzaba desde el Este con un solo objetivo: ocupar la capital del nazismo y capturar a Hitler. Los aliados, tres meses después del desembarco en Normandía, atacaban por el Oeste con el mismo destino y la misma intención: Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética habían acordado exigir la rendición incondicional de Alemania.
En Auschwitz, los nazis solo querían desalojar el campo, borrar las huellas del espanto, no dejar rastros de los millones de muertos incinerados en sus hornos: era una tarea imposible. El 27 de enero de 1945, cuando los rusos liberen aquel gigantesco complejo destinado al exterminio de once millones de judíos europeos, aquel horror saldrá a la luz. Como parte del operativo de desalojo de Auschwitz, las hermanas Frank, Ana y Margot, fueron enviadas al campo de Bergen Belsen, en la baja Sajonia alemana. Allí morirán de tifus en una fecha todavía incierta de marzo de 1945, a menos de un mes del final de la guerra.
¿Cómo supieron los nazis que los Frank estaban escondidos en la “casa de atrás”? ¿Cómo fue que llegaron a la puerta trampa con facilidad, como si conociesen los planos del edificio? ¿Quién delató a Ana Frank y a su familia? Dar respuesta a esa pregunta fue una obsesión de posguerra, cuando el diario delineado por aquella muchacha que quería ser escritora fue conocido en todo el mundo. A lo largo de los años, al menos treinta teorías señalaron a otros tantos sospechosos de la delación.
En 2017, la Casa de Ana Frank hizo pública su propia hipótesis, sostenida por la investigación del historiador Gertjan Broek que presentó una curiosa conclusión. Broek sostuvo que, incluso cuando se diera por cierta la posibilidad de una delación, también era posible que los SS hubieran hallado a los “escondidos” por casualidad, mientras buscaban dinero, joyas, bienes y armas. Los defensores del legado de Ana Frank revelaron que de los oficiales nazis que llegaron al almacén de la calle Prinsengracht, tres de ellos no estaban enterados de que buscaban judíos escondidos. Y que uno de los que participó en el arresto, Gezinus Gringhuis, dependía del departamento de delitos económicos de la Gestapo. Según esta teoría, Ana Frank, ella y su familia, los Van Pels y el dentista Pfeffe no fueron traicionados, sino descubiertos por la Gestapo que investigaba delitos económicos durante la ocupación. El caso daba así un giro. Ya no se trataba de saber quién había traicionado a los Frank, sino si había habido en realidad un delator.
Pese a las intenciones de Broek y a los defensores del legado de Ana Frank, la sensación que persiste es que sí hubo un delator. Así lo sostiene la escritora canadiense Rosemary Sullivan, autora de “¿Quién traicionó a Anna Frank” que reveló en una entrevista que en 1963, Otto Frank, que murió a los 91 años en agosto de 1980, “prefirió no dar el nombre de quien los había delatado, incluso cuando sabía quién había sido. ¿Por qué lo hizo? Por miedo. Lo que sí hizo -sostuvo Sullivan- fue entregar a la policía holandesa la copia de una nota anónima que recibió en 1945 y esperar a que se realizara una investigación”.
En los años 60 abundaron las hipótesis sobre quién pudo delatar a los Frank y es probable que Otto no haya confiado, o haya desconfiado del anónimo que señalaba a alguien con nombre y apellido. Si hubo una investigación policial en 1945 o en 1963, no dio resultados. O no se conocen, a más de ochenta o de sesenta años.
Las múltiples teorías que señalaron a otros tantos posibles delatores de la familia Frank, quedaron por fin reducidas a cuatro, según el libro de Sullivan. Lo que ocurre es que ese libro fue criticado, juzgado acaso como poco confiable y en algún caso cuestionado por la propia firma editora. En febrero de 2021, la editorial neerlandesa Ambo Athos decidió suspender la edición y venta de “The betrayal of Anne Frank – La traición de Ana Frank”. Hay un cambio de criterio, al menos eso, entre el título “La traición de Ana Frank” y “¿Quién traicionó a Ana Frank”, como fue editado hace poco en español por Harper Collins. En inglés, el libro conserva su título original.
La reducción de todas las hipótesis a sólo cuatro, permitió a Sullivan no sólo pasar por el cedazo a las veintiséis restantes, sino cifrar en un pequeño número de sospechosos a los posibles confidentes de los nazis. Uno de ellos fue Ans van Dijk, una judía holandesa, soplona de las SS y nazi confesa, que entregó a cerca de doscientos holandeses que fueron enviados a los campos de la muerte. Su radio de acción abarcaba el barrio de Jordaan, vecino al edificio donde funcionaba la empresa de Otto Frank. Van Dijk manejaba su propio equipo de informantes, pero no estaba en Ámsterdam en agosto de 1944 lo que no la exime de culpa, pero hace un poco más compleja la posibilidad de su infidencia. Si algo tuvo que ver en el caso Frank, Van Dijk se llevó el secreto a la tumba: fue fusilada por sus actividades durante la guerra en enero de 1948. Tenía cuarenta y siete años.
Otra de la sospechosas fue Nelly Voskuijl, otra simpatizante nazi que había trabajado en una de las bases aéreas alemanas en Francia. Su padre y su hermana Bep, eran parte de los “protectores” de los “escondidos”, lo que implica que conocían el secreto de la “casa de atrás”. Años después de la guerra, Joop van Wijk, hijo de Bep y sobrino de Nelly escribió junto a Jeroen de Bruyn “Anne Frank The untold story – Ana Frank - La historia no contada”, en el que planteaba la posibilidad de que su tía hubiese hecho el famoso llamado a las SS para revelar el secreto escondite de los Frank.
Sin embargo, en las páginas finales de su libro, Joop escribió: “Afirmar que Nelly fue la delatora es ir demasiado lejos. No tenemos ‘el arma del crimen’”, en referencia a que no existía una prueba evidente de su afirmación. Ese juego ambiguo que declara “estamos convencidos pero no podemos asegurarlo”, campea sobre todas las teorías que hablan sobre los eventuales delatores de la familia Frank. Incluso, en el discutido libro de Sullivan.
El tercero de los sospechosos, descartado también, fue un frutero que abastecía a los “escondidos” y que no podía ignorar que los Frank no habían partido de Holanda y que, en cambio, estaban escondidos en el edificio de la empresa familiar. Era Hendrikus van Hoeve, que fue detenido por los nazis el 25 de mayo de 1944 por dar cobijo a una pareja judía. Bien pudo confesar bajo tortura el escondrijo de los Frank, aunque parece poco probable que los nazis hayan demorado tres meses en capturarlos. Van Hoeve fue enviado a un campo de concentración y los investigadores sostienen que, de haber entregado a ocho judíos, su destino bien pudo ser otro.
Los cuartos sospechosos descartados fueron Richard y Ruth Weisz, la pareja a la que había dado protección van Hoeve y que también llevaban comida a la “casa de atrás”. Fueron detenidos por el SD, el servicio de inteligencia militar de los nazis, junto con van Hoeve, por lo que también resulta extraño que la captura de los Frank se haya demorado tres meses. Sin embargo, la pareja llegó al campo de Westerbork como procesados penales y poco después consiguieron un favorable cambio de estatus, lo que los hizo sospechosos de haber entregado algún tipo de información. La teoría sobre una posible delación trastabilla porque el cambio de estatus de los Weisz en el campo de Westerbork se produjo en junio de 1944 y a los Frank los apresaron en agosto: los nazis no premiaban a sus informantes antes de confirmar la veracidad de sus datos.
De manera que a Sullivan le quedó un solo gran sospechoso. Su libro es el fruto de una investigación de seis años encarada por un grupo de historiadores, criminólogos y analistas, capitaneados todos por un ex agente del FBI, Vince Pankoke. La conclusión a la que arriba Sullivan, y el ex FBI Pankoke, es que fue un notario judío, Arnold van den Bergh quien delató a los Frank para proteger a su propia familia. Sin embargo, toda la familia de Van den Bergh murió en los campos nazis y sólo él sobrevivió. Murió en octubre de 1950, cinco años después del fin de la Segunda Guerra.
Sullivan sostiene que era de Van den Bergh la nota anónima que Otto Frank nunca reveló y que entregó a la policía holandesa en 1945 para que iniciara una investigación. Sin embargo, si existió esa nota anónima, que en realidad no lo era, anónimo era quien se la facilitó a Frank, no está consignada en ninguno de los documentos que recuerdan a Ana Frank, ni en su casa museo de Ámsterdam; si Otto supo en verdad un nombre y apellido jamás habló de eso en público.
¿Cómo pudo saber Van den Bergh el escondite de los Frank? Era miembro del Consejo Judío de Ámsterdam, que llevaba al día una lista detallada de los escondites que albergaban a miembros de la comunidad, lista a la que Van den Bergh podía tener acceso. Detenido en 1943, Van den Bergh no fue enviado a un campo de concentración. Cuando se publicó el libro de Sullivan, el profesor Johannes Houwink ten Cate, de la Universidad de Ámsterdam y especializado en el Holocausto, señaló que Van den Bergh también estaba escondido en agosto de 1944, cuando fueron apresados los Frank. Las conclusiones de Sullivan y sus equipo de investigación fueron cuestionadas con un argumento que sostuvo que el Consejo Judío de Ámsterdam no tenía ningún listado de miembros de la comunidad que se ocultaran de la cacería encarada por los nazis.
El propio Consejo Judío de los Países Bajos juzgó que las conclusiones de Sullivan eran “extremadamente especulativas y sensacionalistas”. Los herederos de Van den Bergh amenazaron con demandar a la editorial neerlandesa Ambo Athos que suspendió la edición del libro y lo retiró de la venta. “Pedimos disculpas sinceramente a cualquiera que se sienta ofendido por el libro -expresó la editorial en un comunicado-. Somos conscientes de que la publicación internacional ha sido rebatida por argumentos que nos tiran por el suelo, y que hubiera sido posible una postura más crítica antes de señalar a un judío como traidor de una familia judía”.
La aparición del libro editado por Harper Collins cayó como una bomba en los Países Bajos y despertó una polémica virulenta entre las partes en pugna. El investigador jefe de Sullivan, y ex agente del FBI, Vince Pankoke dijo que los ataques que sufría “¿Quién traicionó a Ana Frank?” se debían a que la investigación llegaba a la conclusión que había sido un judío quien había traicionado a otros judíos; agregó también que sus pruebas estaban “respaldadas por técnicas modernas y una carta anónima enviada al padre de Ana Frank tras la guerra que identificaba a esa persona (Van den Bergh) como el delator”.
Ronny Naftaniel, el entonces representante del Consejo Central Judío neerlandés (CJO) afirmó que las pruebas presentadas para acusar a Van den Bergh “jamás encontrarían camino ante un tribunal de justicia”. El presidente de la Fundación Ana Frank, Blick John Goldsmith, afirmó que la teoría de Sullivan “roza el complot”. Y el profesor Ten Cate declaró a la agencia AFP que “la historia (de Sullivan) contiene simplemente demasiadas lagunas sobre Arnold van den Bergh”. El historiador neerlandés Bart Wallet definió la investigación y su principal teoría como “inestable como un castillo de naipes”; y su colega Bart van der Boom dijo que el libro de Sullivan contenía teorías “difamatorias”.
En verdad hay un toque torvo, siniestro y amenazador en culpar a un judío del calvario de Ana Frank y su familia, sin evidencias firmes porque, de alguna forma, pone a las víctimas del lado de los ejecutores y hasta exculpa de alguna forma a los verdaderos asesinos. No parece suficiente excusarse, y así lo hizo Sullivan, con recordar que, de no haber sido por los nazis, ese gran drama no habría sucedido. Sullivan y sus investigadores afirmaron estar seguros de sus conclusiones “en un ochenta y cinco por ciento”. Parece una afirmación contundente. No lo es. Cabe un mar en el quince por ciento restante.
Tal vez ni siquiera sea ya importante saber si los nazis llegaron por azar al escondite de los Frank, o si alguien los delató y quién lo hizo. Porque lo que hoy es una banalidad, una anécdota leve, una astilla en el gran madero de la historia, puede opacar la luz que todavía prodiga Ana Frank. Ana escribió la última entrada en su diario, que es un testimonio vivo de la historia del siglo XX y hasta un alerta para los años por venir, el 1 de agosto de 1944, tres días antes de caer en manos de los nazis.
Es una carta dirigida a Kitty, una gran amiga de Ana. Una gran amiga imaginada por cierto ,porque hacía dos años que aquella muchacha que soñaba con ser escritora no veía a nadie. Le dice a Kitty que quiere patinar con ella en Suiza, porque es un país neutral, allí no hay guerra. O sueña con que las dos actúen aunque sea como figurantes en alguna película porque el cine es hermoso. Ana le escribe a su alma sin saber que lo hace para millones. Y le dice a Kitty, y nos dice: “(…) Y me critican cuando estoy de mal humor y ya no lo aguanto: cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y, al final, termino volviendo mi corazón con el lado malo hacia afuera y con el lado bueno hacia adentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo. Tuya, Ana Frank”.
Esa luz es la que de verdad importa. El resto es selva.