Los habitantes de San Nicolás Tolentino, un pequeño pueblo del municipio de Toluca, en México, nunca habían visto algo así hasta esa mañana de mediados de 1998: las cuatro camionetas negras, con vidrios polarizados, entraron levantando nubes de tierra por la calle principal y se detuvieron frente a la plaza. Los hombres que bajaron de ellas no eran mexicanos sino estadounidenses, estaban armados y llevaban chalecos antibalas en cuyas espaldas se podía leer “FBI”.
En su mayoría campesinos, los menos de cinco mil habitantes del pueblo nada sabían de jurisdicciones y nadie siquiera se preguntó qué hacían esos “yanquis” ahí. Sabían, sí, que a la autoridad se la respeta y por eso los primeros que fueron abordados por los agentes no dudaron en indicar una casa cuando les preguntaron por Rafael Reséndiz.
Don Rafael, como lo llamaban los vecinos, se pegó el mayor susto de sus sesenta y largos años de vida al ver que su vivienda estaba rodeada por hombres armados. Uno de ellos gritó su nombre, salió con las manos en alto.
-FBI. Buscamos a Rafael – había gritado el que parecía mandar.
-Soy yo – contestó, anonadado.
Pero no era a él a quien buscaban sino a un hombre que andaba entre los treinta y los cuarenta. Don Rafael demoró en darse cuenta de que se referían a su sobrino Ángel, el hijo de su hermana que había criado hasta los 12 años, cuando un día se fue. La confusión venía porque desde chiquito a Ángel le gustaba que lo llamaran Rafael.
A Don Rafael le costó convencer de eso a los agentes, que tampoco le creyeron cuando les dijo que hacía años que no lo veía y que no lo tenía oculto ahí. “Llegaron varias camionetas y andaban por todas las calles del pueblo. Entonces fueron a buscarme cuando regresaba de ver lo de la siembra… para ese momento supe lo que había hecho Ángel”, le contó al periodista Darío Dávila, el único que lo buscó en 2006, cuando su sobrino Ángel iba a ser ejecutado en una cárcel de Texas.
Después de revisar su casa e interrogarlo a fondo, el jefe de los “yanquis” le contó que a su sobrino era uno de los diez delincuentes más buscados de los Estados Unidos, un peligroso asesino en serie con más de quince muertes en su haber, todas cometidas cerca de las vías trenes y que por eso se lo conocía como “El asesino de los rieles” y también como “El asesino del ferrocarril”.
Cuando escuchó todo eso, don Rafael contestó que no podía creerlo, que ese no era su Ángel, el sobrino que se fue del pueblo cuando tenía 12 años y nunca volvió a ver. “Pues era alegre como todos los niños. También Juguetón. Los sábados me lo llevaba al campo. A la caña. Y ¿sabe algo? Él conoce el campo. Aquí se crío. Siempre ignoramos porque desapareció. Una tarde ya no regresó de la escuela”, le dijo al agente del FBI, como si con esa semblanza pudiera exculparlo.
Rafael era Ángel
Los agentes del FBI – que hicieron el operativo en San Nicolás Tolentino con el permiso de las autoridades mexicana – no encontraron allí al asesino en serie que buscaban, pero se llevaron un dato revelador que los ayudaría a encontrarlo: el supuesto Rafael Reséndiz se llamaba en realidad Ángel Leoncio Maturino Reséndiz.
También supieron de boca de don Rafael – el verdadero – una parte desconocida de su historia. Les contó que había nacido el 1° de agosto de 1959, que era hijo de su hermana Virginia pero que lo había criado él. “Me lo trajeron cuando estaba recién nacido. Mi hermana Virginia Reséndiz, me lo dejó. Ella tuvo que irse. No sé por qué su padre se apartó de ellos. Sólo vino una mañana y me lo dejó”, explicó.
Contó que lo mandaban a la escuela y que no era un chico con problemas, pero que un día, cuando tenía 12 años, se fue para no volver y no supieron más de él. Lo buscaron por todo el pueblo, pero no lo encontraron y que al final se resignaron a perderlo pero que nunca lo olvidaron. “Con decirle que hasta mi madre, que ya es difunta la pobrecita, hasta le ponía ofrenda cada año, porque nunca supimos de él”, dijo.
Don Rafael no sabía más, pero el FBI tenía bien claro qué se había hecho de la vida de Ángel, alias Rafael, desde que se fue del pueblo y cruzó la frontera con los Estados Unidos por primera vez hasta que se convirtió en un asesino en serie. Porque antes de empezar a matar, el supuesto “Rafael Reséndiz” ya tenía una frondosa carrera criminal.
Durante esos años había cruzado la frontera decenas de veces. En territorio estadounidense tuvo varios trabajos: fue recolector de naranjas en Florida, cosechador de tabaco en Kentucky, de lechuga en California y de espárragos en Washington. Eran ocupaciones ocasionales, porque más que nada se dedicó a delinquir. Fue detenido por lo menos seis veces, por delitos tan variados como robo de autos, posesión de armas, falsificación de documentos y posesión ilegal de armas.
El Servicio de Inmigración y naturalización de los Estados Unidos lo detuvo la primera vez en 1976 por cruzar ilegalmente la frontera y lo expulsó, pero volvió enseguida. Un mes después la policía de Michigan lo detuvo por segunda ocasión y lo volvió a deportar. Tres años después, en septiembre, Reséndiz fue acusado de robo de vehículo y asalto violento en Miami, pero tras cumplir seis años en prisión recuperó su libertad y fue expulsado otra vez a México.
En junio de 1986 las autoridades de Laredo, Texas, lo detuvieron por falsear documentos al intentar un nuevo ingreso a Estados Unidos. Un juez federal en San Antonio lo condenó a 18 meses de prisión, y al cumplir su condena fue enviado nuevamente del otro lado de la frontera.
En marzo de 1989 bajo el seudónimo de Resendez Ramírez volvió a ser detenido y enfrentó un juicio federal en Saint Louis, acusado de 16 cargos, que incluían declarar falsamente ser ciudadano estadounidense y la posesión ilegal de un arma de fuego. Lo expulsaron otra vez. Fue la última antes de que empezara a matar.
El asesino del ferrocarril
Cuando los agentes del FBI intentaron sin suerte capturar a Reséndiz en San Nicolás Tolentino creían que la serie de crímenes del Asesino del Ferrocarril había comenzado en 1991, con el asesinato de Michel White, de 33 años, cuyo cadáver fue encontrado en el jardín del frente de una casa abandonada cerca de las vías del tren en la ciudad de Lexington, Kentucky.
Sería el propio asesino quien, al confesar, llevaría más atrás en el tiempo el inicio de su raid criminal, hasta 1986 cuando mató con cuatro tiros de .38 a una indigente y dejó su cadáver en una granja abandonada. Reséndiz declaró que la conoció en un refugio para indigentes y que viajaron juntos en una motocicleta, hasta que la mujer “le faltó el respeto”, lo que lo “obligó a matarla”. Poco después, Reséndiz buscó al “novio” de la mujer que había matado y también lo asesinó a tiros.
El cadáver de Michel White, de 33 años, fue encontrado el mes de julio de 1991 en un terreno abandonado en el centro de Lexington, Kentucky. Al confesar el crimen, Reséndiz dibujó un mapa de la escena a los agentes y les dijo que asesinó a White por homosexual.
El 4 de octubre de 1998, irrumpió en la casa de Leafie Mason, una anciana de 81 años que vivía en Hughes Springs, Texas, y a quien asesinó con una plancha de hierro. A menos de cincuenta metros se encontraba la línea del tren Kansas City-Southern.
En diciembre del mismo año abusó sexualmente, golpeó y apuñaló en su propia casa a la neuróloga pediátrica de 39 años, Claudia Benton, quien era egresada de la escuela de Medicina de Baylor. Reséndiz escapó en un tren de carga de la compañía Southern Pacific.
El 30 de abril de 1999, después de matar al estudiante Christopher Maier, asesinó a martillazos al predicador Norman “Skip” Sirnic, de 46 años, y a su esposa, Karen, de 47.
Dos meses después la víctima fue Josephine Konvicka, una mujer de 73 años que también vivía cerca de las vías del ferrocarril. La policía encontró el Jeep Cherokee de Konvickaen San Antonio, Texas, y descubrió huellas dactilares en el volante que permitieron identificar a Reséndiz.
Una semana después le disparó a un hombre de 80 años, George Morber, y golpeó hasta matarla a su hija de 52 años, Carolyn Frederick, en Gorham, Illinois. La policía del condado de Jackson encontró nuevamente las huellas dactilares del asesino en serie en la escena del crimen.
Entrega negociada
Con las huellas dactilares y la verdadera identidad del asesino, el FBI lanzó una fuerte campaña pública para capturar al Asesino del ferrocarril, ya identificado definitivamente como Ángel Leoncio Maturino Reséndiz. Para capturarlo se movilizó un equipo de 200 agentes especiales, al tiempo que se ofreció una recompensa de 125.000 dólares – que luego ascendió a 150.000 – para quien diera información que permitiera detenerlo.
El caso fue llevado además al programa de televisión America’s Most Wanted, donde se pidió la colaboración del público para capturarlo. Esa transmisión resultó decisiva: el mensaje de un telespectador permitió localizar a la esposa del asesino – lo que fue una sorpresa, porque el FBI no sabía que estaba casado y tenía dos hijos – y contactarla. Julieta Domínguez Reyes – así se llamaba la mujer –juró que no sabía que su marido era un asesino y lo describió como un hombre “ejemplar” que nunca había tenido actitudes violentas, ni con ella, ni con sus hijos, ni con nadie.
A su vez, la policía de Texas encontró a la hermana de Reséndiz, Manuela, que hizo un trato con los agentes que la contactaron: si convencía a Ángel para que se entregara, la justicia no lo condenaría a muerte. El ranger de Texas Drew Carter, a cargo del equipo policial que seguía al Asesino de los rieles, le prometió que así sería, una promesa imposible de cumplir, porque Reséndiz sería sometido a juicio y esa decisión sólo podía tomarla el jurado.
El 13 de julio de 1999 a las 9 de la mañana, después de tres días de negociaciones, el asesino se entregó en un puesto de control fronterizo de El Paso, en Texas. Lo acompañaban su hermana y un guía espiritual.
Un silencio mortal
En el juicio, realizado en Houston el año siguiente, la defensa de Reséndiz intentó que se lo declarara inimputable por insanía, pero el jurado rechazó el pedido y lo declaró culpable. Lo condenaron a muerte.
El asesino del ferrocarril se sintió traicionado, porque confiado en la promesa de que no sería condenado a muerte hecha por el ranger Carter había confesado todos los crímenes cometidos en territorio estadounidense.
Al saberse perdido, además de denunciar al policía que lo había engañado en una carta enviada al diario San Antonio Express News, concedió una entrevista en la que aseguró que había cometido más de 180 asesinatos, la mayoría de ellos en territorio mexicano, pero que jamás revelaría quiénes habían sido las víctimas.
“No voy a darles a las autoridades la información. Van a matarme de cualquier modo, así que ¿para qué? La única cosa que puedo tener conmigo y resguardar de los gringos es la verdad”, dijo.
Fue la última declaración pública de Ángel Leoncio Maturino Reséndiz, El Asesino del Ferrocarril. Desde entonces guardó silencio en su celda del pabellón de la muerte de la prisión de máxima seguridad de Terrel Unit hasta que fue ejecutado con una inyección letal el 27 de junio de 2006.