De honrar a Zeus a convivir con Bonadeo sin que él lo sepa: Olimpia, el germen de los Juegos que nos enamoran cada 4 años

El ritual deportivo que ahora mismo transcurre en París empezó en la Grecia antigua, en medio de demostraciones de honor, latigazos y miedo al castigo divino. Y con olor a transpiración

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El lanzamiento de jabalina y de disco ya se practicaban antes de Cristo, como refleja el arte griego. (Wikimedia Commons)
El lanzamiento de jabalina y de disco ya se practicaban antes de Cristo, como refleja el arte griego. (Wikimedia Commons)

No sé quién los inventó. No sé quién nos hizo ese favor. Tuvo que ser Dios. O al menos eso pensaban los griegos del 800 y 700 antes de Cristo. Los griegos de cuando Grecia era el epicentro de la civilización occidental. Según consignó el historiador helénico Pusainas en una de las versiones más asentadas sobre cómo surgieron los Juegos Olímpicos de la Antigüedad, hace unos 2800 años, fue el Dáctilo Heracles -una figura mitológica- quien retó a sus hermanos a una carrera en honor a Zeus, el rey de los dioses griegos, hasta el templo que lo honraba en Olimpia.

Esa ofrenda a la máxima deidad griega fue, para Pusainas, la semilla de un ritual deportivo que se repitió durante mil años, se interrumpió por mil quinientos, y resucitó a fines del siglo XIX. Ese ritual deportivo que hace prácticamente una semana nos tiene conviviendo con Gonzalo Bonadeo aunque él no lo sepa, que nos tiene poniendo el despertador en horarios inauditos, que nos hizo a todos expertos en BMX freestyle en apenas unas horas y en tenis de mesa cada cuatro años. Ese ritual que nos corta la respiración cuando Simone Biles toma carrera. Esa fiesta que eran los Juegos Olímpicos en tiempos de la Ilíada y la Odisea y esa fiesta que son hoy, en nuestros tiempos.

Pero para que nos falte el aire viendo a Biles dar vueltas en el aire y lagrimeemos mientras la tele muestra a Nadal irse para siempre del polvo de ladrillo olímpico y celebremos cada córner corto en favor de Las Leonas tuvieron que pasar muchas cosas hace mucho tiempo. Fue en Olimpia, Grecia, en un terreno acotado en el que lo más importante que había era un gran santuario dedicado a Zeus. En un terreno que hoy es sitio arqueológico y Patrimonio de la Humanidad según la Unesco, y en el que se ofrecen excursiones de medio día que cuestan 31.000 pesos argentinos ida y vuelta desde los cruceros que recorren la zona y amarran en Katákolo, el puerto más cercano.

En auto, desde Atenas, se tardan cuatro horas en llegar a las ruinas de Olimpia, en donde hay que pagar 12 euros para ver lo que quedó de la historia después de dos terremotos, algunos aluviones de los ríos Alfeo y Cládeo, varios desprendimientos del monte Cronio, y después del imperio romano, que abandonó el lugar y, por pagana, la tradición de llevar a cabo los Juegos.

El estadio de Olimpia fue encontrado tras excavaciones arqueológicas a mediados del siglo XX. (Wikimedia Commons)
El estadio de Olimpia fue encontrado tras excavaciones arqueológicas a mediados del siglo XX. (Wikimedia Commons)

Más allá de lo que el historiador Pusainas consignó sobre esa carrera entre hermanos, los juegos deportivos eran un ritual que los griegos, cultores del cuidado del cuerpo y de la fuerza, tenían incorporados a algunas instancias de sus vidas cotidianas y a su imaginario colectivo.

En el canto XXIII de la Ilíada, Homero ofrece todo tipo de detalles sobre cómo los griegos organizaban peleas entre soldados, por ejemplo los que integraban el ejército de Aquiles, y también sobre otro tipo de competencias frecuentes por aquellos años. En su poema épico, el autor describe carreras de carro, carreras a pie y concursos de lanzamiento de jabalina, todas prácticas organizadas para celebrarse en la ceremonia fúnebre que Aquiles organiza para rendirle homenaje a Patroclo, su compañero, caído en la guerra.

No es el único fragmento de la Ilíada que se refiere a las prácticas deportivas como parte de los rituales funerarios, ni la única manifestación artística que dio cuenta de esa costumbre. La decoración de muchas vasijas de aquellos años muestra cómo esas competiciones se llevaban a cabo en los días posteriores a la muerte de un integrante importante de la sociedad de cada polis. Los llamados “juegos funerarios” fueron señalados por algunos historiadores griegos como una inspiración para los Juegos Olímpicos.

Y no sólo Olímpicos. Es que las distintas ciudades-estado y localidades célebres de la Grecia antigua llevaban a cabo sus juegos. Pero los de Olimpia, según los historiadores por lo majestuoso que era su santuario dedicado a Zeus, fueron los tocados por la varita mágica. Los que trascendieron en el tiempo y se convirtieron en el germen de una historia que llega hasta nuestros días.

Gonzalo Bonadeo en medio de una transmisión olímpica histórica: la de Tokio 2020/2021, con restricciones por la pandemia.
Gonzalo Bonadeo en medio de una transmisión olímpica histórica: la de Tokio 2020/2021, con restricciones por la pandemia.

El primer registro que hay de los Juegos en Olimpia es del 776 antes de Cristo. No es que esté confirmado que antes no hubo, sino sencillamente que no hay pruebas históricas de que haya sido así. Esa edición, desde que se descubrió la inscripción en piedra que da cuenta de su celebración, es considerada la primera de la historia. Como en la actualidad, los Juegos se celebraban cada cuatro años y, como en la actualidad, lo que ocurría entre una edición y la otra era una Olimpíada. Esa medida de tiempo, la de los cuatro años, organizaba varios aspectos de la Grecia clásica.

Con esa regularidad, religiosamente, se llevaron a cabo hasta el año 393 después de Cristo, cuando, tras la muerte del emperador Adriano, su sucesor, Teodosio I, decidió prohibirlos. El nuevo gobernante era profundamente cristiano y el vínculo entre los Juegos y la mitología griega no tenían lugar bajo su ala. Después de esa prohibición vinieron las catástrofes naturales que enterraron a Olimpia y la sumieron en el abandono durante siglos.

Cuando las excavaciones arqueológicas exploraron la zona, encontraron restos de aquellos rituales deportivos. El gimnasio y la palestra, donde se llevaban a cabo las competencias de combate, estaban allí. A mediados del siglo XX, ya con los Juegos de la era moderna en marcha, fue desenterrado el estadio en el que se organizaban las carreras. La cuna de una tradición milenaria se dejaba ver.

Los antiguos años dorados

En los años dorados de Olimpia, los preparativos para cada Juego comenzaban nada menos que un año antes. Los atletas entrenaban cada uno en su ciudad y un mes antes de la cita deportiva empezaban los traslados desde toda Grecia para instalarse allí durante los cinco días que duraba la convocatoria. Por raro que parezca, había embotellamientos en la Antigüedad, y los días previos a los Juegos Olímpicos solían ser escenario de esos atascos.

Las carreras de carros y de caballos eran dos de las disciplinas de aquella era. Ganaban los dueños y no los corredores. (Wikimedia Commons)
Las carreras de carros y de caballos eran dos de las disciplinas de aquella era. Ganaban los dueños y no los corredores. (Wikimedia Commons)

Como sucede hoy, aquellos juegos gozaban de ceremonias de inauguración y de cierre. Y el tercer día de la competencia no había deportes sino un gran banquete al que se destinaban unos 100 bueyes aportados por los hombres más ricos que estuvieran allí para que comieran todos los presentes. Como sucede hoy, eran un evento masivo: según el relato histórico, unas 50.000 personas concurrían cada vez para participar y, sobre todo, para ser público del gran espectáculo de la época.

Ese colapso en el tránsito y esa masividad tenía su correlato en Olimpia, donde se alquilaban carpas y pabellones de lona a precios altos y también se instalaban las tiendas de campaña que participantes y público traían consigo. Había quienes directamente dormían bajo las estrellas, y la sombra era un bien escaso. Se hacían en verano los Juegos, bajo el sol mediterráneo y en época en que los ríos cercanos reducían su caudal al mínimo, lo que impedía bañarse allí. El resultado era inmediato: los Juegos Olímpicos olían a transpiración.

Las vasijas, los mármoles artísticos y los jarrones de la Grecia clásica dan cuenta de lo que pasaba en el estadio, el gimnasio y la palestra. Entre las disciplinas que se practicaban por aquellos días estaban las carreras a pie de distintas distancias -en general, mucho más cortas que las actuales-, las carreras a caballo y en carros, el salto en largo, el lanzamiento de jabalina y de disco, el pentatlón -la más completa de las disciplinas-, la lucha y el pancracio, que combinaba algo así como la versión griega del boxeo con la posibilidad de patear al rival.

Los combates eran sangrientos y podían terminar en la muerte. Quien decidía rendirse debía anunciarlo levantando un dedo. Entre las pocas prohibiciones que establecía el reglamento estaban morder, golpear los genitales y extirpar los ojos al contrincante. Todos los deportes estaban reservados a los varones, sobre todo los jóvenes y de mejor posición socioeconómica.

Parte de las ruinas de la palestra de Olimpia. (Wikimedia Commons)
Parte de las ruinas de la palestra de Olimpia. (Wikimedia Commons)

Nadie que hubiera cometido algún crimen podía ser parte de una competencia, ya que participar era en sí mismo un gran honor. Por eso, quien ganaba en cada una de las disciplinas se convertía en un héroe para su ciudad y se lo consideraba “tocado por los dioses”. La célebre corona, primero de laurel y después de olivo, era la señal que identificaba al ganador.

Perder no era una deshonra, pero sí lo era hacer trampa, intentar sobornar a un juez o negarse a participar una vez que se sorteaban las parejas de cada combate -en un momento en el que no estaban inventadas las categorías por edad o por peso-. El castigo más frecuente para esa deshonra eran los latigazos sobre el cuerpo desnudo, que era la forma en la que cada competidor se presentaba a la prueba deportiva.

Las mujeres casadas ni siquiera podían ser parte del público. Y aún así, podían ganar una competencia, al igual que las solteras. Es que las carreras de caballos y de carros no las ganaban quienes las corrían sino los dueños de esos caballos o de esos carros, que en algunos casos, en efecto, eran mujeres.

En ese sentido, los Juegos Olímpicos de la Antigüedad cumplían no sólo una función deportiva sino también política y social. Eran un punto de encuentro entre las personas más poderosas de cada ciudad, en el que se tejían alianzas, se demostraba el poderío económico de cada polis y de cada familia, y se elaboraban estrategias para enfrentar enemigos comunes -muchas veces, los persas-.

También eran un paréntesis al clima de guerra en el que Grecia vivía inmersa. Durante el tiempo que duraban los Juegos Olímpicos y el traslado hasta allí, cada ciudad que decidía participar a través de sus competidores se sumaba a una tregua tan obligatoria como sagrada. Estaba prohibido atacar en esos tiempos, e incumplir ese compromiso era una falta a los códigos de honor que regían las relaciones incluso más tirantes. El castigo de los dioses, creían los griegos, caería sobre aquellos que hacían la guerra en medio de los Juegos Olímpicos.

Sólo los varones podían competir, y lo hacían desnudos. (Wikimedia Commons)
Sólo los varones podían competir, y lo hacían desnudos. (Wikimedia Commons)

Algo de ese espíritu y de ese compromiso que parece narrado en alguna de las estrofas que John Lennon le compuso a Imagine parece subsistir en los Juegos Olímpicos modernos. No de forma literal: ahora mismo hay guerras en el mundo. Pero Rusia, que invadió Ucrania en 2022, no tiene permitido participar del certamen. Esa idea de “seamos amigos” se le nota al certamen desde su símbolo más emblemático: los cinco anillos olímpicos que interconectan a los cinco continentes.

Fue Pierre de Coubertin, un barón francés, quien impulsó el regreso de los Juegos Olímpicos en la era moderna. En 1894, en los claustros de La Sorbona de París, se gestó la creación del Comité Olímpico Internacional, que nació oficialmente el 24 de junio de ese año. Los primeros Juegos Olímpicos de nuestra era fueron en 1896 y, para rendirle honor a su historia, fueron en Atenas. Participaron 14 países y 241 deportistas, todos varones, que compitieron en diez disciplinas.

Además de los cinco anillos, hay otro símbolo que identifica a los Juegos de manera inequívoca. Es la antorcha y su llama, que evocan al fuego que se mantenía encendido en la Antigua Grecia durante los cinco días que duraba el certamen y que se recuperó en 1928, en la edición que se llevó a cabo en Ámsterdam. En 1936, en los Juegos de Berlín, se inauguró una tradición que se mantiene: la llama se enciende en Olimpia a través del reflejo de la luz solar en un espejo parabólico.

El fuego nace en Grecia, recorre el mundo y finalmente llega a la ciudad que alberga cada edición de los Juegos, como llegó a París hace unos días. Es una forma literal de mostrar algo que también es metafórico: que el fuego olímpico nació en Grecia. Y que sigue vivo, como lo sabemos por estos días, y como lo sabremos en cuatro años, cuando Bonadeo vuelva a instalarse en nuestro living.

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