Es una leyenda. Como todas, tiene algo de verdad, un embrión, un origen, discutido porque es una leyenda, pero con una historia que la sostiene y le da fundamento. Claro, si la historia es parte de la leyenda, estamos fritos. Pero, en todo caso, “Kilroy estuvo aquí – Kilroy was here”, en inglés, y de eso no hay dudas.
Kilroy era, y es aún, omnipresente. Nació durante la Segunda Guerra Mundial y pervive hoy en paredes, muros y vehículos y en los sitios más insospechados, anoten: la Estatua de la Libertad, el Arco de Triunfo, en la cima, dicen que allí también, del Monte Everest, en el Monte Rushmore, ese que tiene talladas en piedra los perfiles de cuatro presidentes estadounidenses, estuvo en el Muro de Berlín y luce hoy hasta en los modernos vehículos militares que surcan campos, calles y cielos.
Hace casi ocho décadas, durante la Conferencia de Potsdam que celebraron en Alemania Franklin Roosevelt, José Stalin y Clement Attlee, que había reemplazado a Winston Churchill después de derrotarlo en las elecciones de 1945, Stalin fue el primero de los “Tres Grandes” en hablar de Kilroy. Stalin fue al baño especialmente acondicionado en el palacio Cecilienhof para uso exclusivo de los tres líderes mundiales y, cuando salió preguntó a uno de sus ayudantes: “¿Quién es Kilroy?”. Sus asesores rusos no supieron qué decirle. En el baño exclusivo y virginal del palacio, Stalin había visto un garabato y una leyenda: “Kilroy was here”, lo que equivalía a revelar que alguien había merodeado por esos mingitorios sacrosantos antes que él mismísimo líder de la URSS, antes que nadie.
Kilroy es un garabato, un dibujo simple, medio feote, simpático, enigmático, con un toque de asombrada ironía y fácil de imitar. Casi es posible dibujarlo en dos trazos. Muestra a un señor asomado a la pared, los dedos de sus dos manos aferrados al muro, una narizota de Cyrano de Bergerac que cae barranca abajo por la pared, una calva reluciente que evita mayores dramas al artista y unos ojos que lo dicen todo, según los casos.
Nació en los días atormentados de la Segunda Guerra Mundial y después de diciembre de 1941, cuando Estados Unidos entró en combate en Europa y en Japón. La producción de armamento de guerra se había multiplicado en Estados Unidos, nacía la industria de la guerra en ese país, y la necesidad primordial era producir buques de guerra porque había que ir a pelear después de atravesar los mares. En esos astilleros nació Kilroy y de la mano de Kilroy. Demos fe a la historia que dio origen a la leyenda.
James J. Kilroy fue un atareado supervisor de los astilleros Bethlehem Steel, Aceros Bethlehem, de Quincy, Massachusetts, en los días en que la planta naviera trabajaba a destajo para armar y botar buques de guerra. Kilroy, la persona, vigilaba la calidad de las planchas de acero y el vigor de los remaches que las engarzaban y daban nacimiento a cruceros y acorazados.
Plancha que pasaba por los ojos de Kilroy, plancha que Kilroy marcaba con una tiza. Y a navegar. Un día notó, percibió, intuyó acaso, que sus colegas le jugaban un poco sucio: le tocaba revisar planchas de acero que, le parecía, ya habían sido revisadas. No era nada ilógico: los muchachos remachadores cobraban por plancha y nunca viene mal un aumento en el jornal diario: la guerra es la guerra. Lo que hizo Kilroy fue abandonar la tiza, buscar una tintura indeleble y mutar la marca por una leyenda: “Kilroy estuvo aquí”. Enseguida, a la leyenda le agregó el dibujo del entrañable calvo narigón que advertía a los ávidos remachadores: “Ojo que los veo”. El Kilroy de carne y hueso murió en 1962.
Dibujo y leyenda fueron vistos por miles de soldados embarcados hacia Europa y hacia el Pacífico. Nadie entendía muy bien qué significaba todo eso, pero hicieron de ellos el dibujo de Kilroy y su advertencia escrita, y lo adoptaron como arma de guerra. Las primeras ciudades y aldeas francesas liberadas de los nazis después del desembarco en Normandía en junio de 1944, mostraban en sus paredes un “Kilroy was here” que era no solo un certificado de liberación, sino un todo está bien para las tropas que seguían a los adelantados. El garabato, todavía no había nacido ni el meme ni el grafiti, se hizo famoso y legendario.
Tanto que, en 1946, ya con los vientos de guerra apagados, la emisora American Transit Association (ATA) organizó un concurso para buscar al creador de “Kilroy was here”, que reveló como insospechado artista al asombrado James Kilroy y consagró su historia como real y única. Después aparecieron otros Kilroy y otros que no se llamaban Kilroy y que se adjudicaban la paternidad de la criatura.
Para entonces, su narigón era una especie de héroe no condecorado de aquella guerra terrible. Para los soldados, Kilroy era también un talismán. En una guerra, cuando sabés que te pueden matar a la vuelta de la esquina, te aferrás a cualquier cosa, incluso a un garabato. Kilroy también era misterios y su nariz lucía en los campos de combate de Europa, Asia y África. Cuando los buzos de la armada americana de la UDT -Under Water Demolition-, la precursora de los hoy famosos Navy Seals, llegaron a las costas de las islas en poder de los japoneses para preparar las playas para el desembarco de las tropas, ya saben, un sabotaje por aquí, otro por allá, alguna voladura esencial, esas cosas, creyeron que eran los primeros americanos en pisar territorio enemigo. Pero se toparon con “Kilroy was here” trazado en carteles de señalización y hasta en las paredes de alguna guarnición japonesa. Así que esos marines agregaban a los que ya estaban sus propios Kilroys para las tropas que llegaran después, que también dibujaban y perpetuaban sus propios narigones.
Kilroy llegó a preocupar a Adolf Hitler. Los servicios nazis de inteligencia estuvieron tras la pista del misterioso soldado Kilroy que se les antojaba un héroe de mil batallas y de mil frentes. En cambio el Führer, al quien se le venía el mundo encima, enterado de la aparición en un equipo americano capturado de un “Kilroy estuvo aquí”, pensó que se trataba del nombre, o del nombre clave, de un espía de cuidado. Ordenó investigarlo.
El gran fotógrafo de la guerra, Robert Capa, descubrió que Kilroy tenía humor, o los soldados que los dibujaban lo tenían. En Bastogne, después de la Batalla de las Ardenas, el último gran intento de Hitler de torcer el rumbo de la guerra y la última paliza que los nazis dieron a los americanos, Capa encontró un textual de Kilroy en las paredes carbonizadas de un granero abandonado. Alguien con trazo rápido y tiza blanca había dibujado al narizotas y una leyenda distinta a la acostumbrada: “Kilroy fue atrapado aquí”.
Cuando los aliados por fin rompieron los emplazamientos nazis de la Línea Sigfrido, un entramado de fuertes defensivos a lo largo de seiscientos treinta kilómetros destinados a proteger a Alemania de los ataques que podían llegar desde Francia, encontraron en esos bunkers de Hitler varios “”Kilroy was here”. Eso sí que era imposible. ¿Sería posible que los soldados alemanes compartieran cierto costado del humor de los aliados?
Sobre el final de la guerra, el garabato ya era un objeto de culto en casi toda Europa. Era un símbolo de la victoria, un canto de la libertad. La Segunda Guerra estuvo llena de esos símbolos. La famosa V de la victoria que inmortalizó Churchill tiene, en código Morse tres puntos y una raya. Tres golpes cortos y uno largo. Son también los primeros compases de la Quinta Sinfonía de Beethoven: ta-ta-ta-taaaa… La resistencia golpeaba así las puertas amigas: tres golpes cortos y uno largo; bocinas de camiones, pitidos de trenes, sirenas de buques sonaban a Beethoven, ta-ta-ta-taaaaa… Kilroy alcanzó esa simbología de la libertad. Era un grito de éxito de los aliados: por aquí pasamos y aquello ya no vuelve.
Y en la posguerra, la frase y el narizotas, con el debido respeto, pasó a ser adaptado por cada país según hábitos y costumbres. Fue Herbie en Canadá, Oberby a finales de los años 60 en Los Ángeles, Private Snoops, The Jeep y Clem como alternativas también en Canadá.
En Polonia Kilroy fue “Józef Tkaczuk” o “M. Pulina”. En la URSS el que estuvo aquí fue Vasya. En aquella ya legendaria película de 1979, “Kramer vs Kramer”, que protagonizaron Dustin Hoffman y Meryl Streep inmersos en una batalla legal por la tenencia del hijo, Hoffman le dice al chico, un inolvidable Justin Henry que hoy carga cincuenta y tres castañas en los hombros: “Nosotros no teníamos grafitis, pero teníamos a Kilroy”.
El garabato, en distintos formatos, anduvo por los cuentos de Isaac Asimov, por la serie MA.S.H, en la que Alan Alda escribe “Kilroy” en las ventanillas polvorientas de un autobús; fue adoptado por bandas de rock, en especial Styx que lanzó su séptimo álbum con el nombre “Kilroy was here”, no sé si les suena.
Nunca perdió su espíritu ni su condición de militar. Todavía es posible verlo asomado al fuselaje de aviones de guerra de la OTAN, o en sus vehículos blindados.
Kilroy todavía sigue allí. A todos los sitios llega primero que nadie.