El bypass coronario. El alfajor con dulce de leche. Las identificación a través de huellas dactilares. La milanesa napolitana. La birome. Las jeringas autodescartables. Todos célebres inventos argentinos. También la tarjeta roja y la tarjeta amarilla que gobiernan la disciplina en el fútbol mundial. Bueno, no es estrictamente un invento argentino: el creador fue un inglés. Pero el “culpable” fue un argentino. Uno de los inolvidables para la historia vernácula de ese deporte, sobre todo para los hinchas de Boca: Antonio Ubaldo Rattín.
Las tarjetas empezaron a nacer el 23 de julio de 1966, en Wembley, ante 90 mil espectadores. Argentina disputaba los cuartos de final de ese Mundial nada menos que contra el local, la Inglaterra de Bobby Charlton. Argentina ya le había ganado a España por 2 a 1, había empatado con Alemania Federal 0 a 0 y había vencido a Suiza por 2 a 0.
El equipo estaba hecho de grandes nombres, de esos grandes nombres que casi sesenta años después tienen la dimensión de las leyendas: Roberto Perfumo, Ermindo Onega, Luis Artime, Silvio Marzolini, “Pinino” Más, Antonio Roma. Y Rattín, que no sólo era uno de esos nombres grandes; era el capitán de esos nombres grandes. En el banco, a cargo de organizar táctica y técnicamente al equipo, otra leyenda: Juan Carlos “Toto” Lorenzo.
Los nombres no habían sido suficientes para convencer a la prensa deportiva de que Argentina podía aspirar a grandes cosas en ese torneo disputado en terreno británico. Apenas dos semanas antes de que empezara el certamen, El Gráfico -la mayor referencia del periodismo deportivo por aquellos años- titulaba “Director técnico se necesita”. Una semana después, esa misma revista se refería a los amistosos que la AFA -intervenida- le organizaba a la Selección así: “Seguimos jugando contra obreros”.
El viento cambió a medida que los de Lorenzo lograban avanzar en el campeonato. Tanto, que incluso después de la derrota ante Inglaterra que dejó a la Argentina fuera de juego la revista publicó “¡Bravo, argentinos! Ganadores aún vencidos”. El cambio de aire tenía como epicentro al capitán. Acababa de protagonizar la expulsión que, a la Argentina, llegó rodeada de polémica, de malos entendidos, de sensación de injusticia y de un (supuesto) gesto patriótico que construyó sobre Rattín un mito que perdura hasta hoy. La expulsión que impulsaría la creación de un sistema universal para sancionar a los jugadores: las tarjetas.
“Caudillo” llamaba El Gráfico a Rattín antes de que empezara la Copa del Mundo. El 5, que desarrolló toda su carrera profesional en Boca y que por eso se convirtió en uno de los grandes exponentes históricos del xeneize, gozaba de autoridad total en el plantel que capitaneaba.
No dudaba en poner la pierna fuerte, no dudaba en hablar con el rival hasta volverlo loco, no dudaba en hablar con el árbitro hasta volverlo loco, hacerlo dudar a su favor, o las dos cosas. Estaba seguro de sí mismo y así salió aquel 23 de julio a Wembley. Así y con el metro noventa que lo caracterizaba: al Rata, además de todos sus comportamientos, le daba el physique du rôle para hacerse valer.
Las crónicas de aquella época aseguraban que el árbitro de la jornada, el alemán Rudolf Kreitlein, sacó de quicio a Rattín por “cobrar todo a favor del local”. “Hasta inventaba manos”, diría después “El Rata” sobre aquel partido. Después de anotar varias veces el nombre del capitán argentino en un papel que guardaba en uno de sus bolsillos, Kreitlein lo echó de la cancha cuando el primer tiempo llevaba 36 minutos.
Lo que pasó después es que lo que entró definitivamente en la historia. Rattín, que no hablaba inglés ni alemán y que, de paso, quería desentenderse de la sanción que acababan de aplicarle, exigió la presencia de un traductor que lo ayudar a comprender lo que el árbitro le indicaba. Sus compañeros le gritaban al referí “¡Es el capitán, es el capitán!”, como si en esa investidura pudiera residir una especie de excepción a la decisión de hacerlo salir del campo de juego.
Kreitlein insistía con gritarle “¡Afuera!” y, sobre todo, con señalarle el camino que debía tomar: el que conducía a los vestuarios. Pero Rattín, convencido de que la decisión era equivocada y premeditada, exigía que entrara un intérprete a explicarle los por qué de esa decisión arbitral. Diez minutos, diez minutos bien calientes, llevó que “El Rata” abandonara la cancha.
El clima estaba enardecido: el 5 argentino, que jugaba nada menos que con la camiseta número 10, no se privó de hacer algunos gestos a los ingleses que lo abucheaban de la tribuna y que habían gritado “¡Off, off, off!” durante los diez minutos que llevó convencerlo de que se fuera del partido. En las filmaciones que perduran de aquel partido no llegan a verse en detalle esos gestos: Rattín los hace de espaldas a la cámara. Pero se adivina el movimiento de sus manos, con la cabeza levantada, como si pudiera mirar a todos los espectadores a los ojos al mismo tiempo.
En su caminata hacia el vestuario, le tiraron latas de cerveza y estrujó con desdén el banderín del córner. No se trataba de un simple banderín sino que llevaba estampada la Union Jack, nombre oficial de la bandera del Reino Unido, que combina las cruces de los santos patronos de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Se trataba de una afrenta y tuvo “banda soporte”: mientras los ingleses, de a miles, insultaban a Rattín, el ayudante de campo que lo acompañaba al vestuario los miraba, agitaba uno de sus brazos y cantaba “¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!”.
Alcanza con decir que la crónica que Carlos Juvenal envió desde Londres para El Gráfico se titulaba “La más digna de las derrotas” para dimensionar cómo fue leída esa expulsión, esa actitud del capitán y el hecho de que la Argentina, con uno menos y de visitante frente al local, “aguantara” el 0 a 0 hasta el minuto 78. Inglaterra eliminó a la Selección por 1 a 0, después de una actuación colectiva albiceleste muy resistente y varias atajadas memorables de Antonio Roma.
Alrededor de la expulsión de Rattín empezó a construirse lo que hoy se llama “efecto Mandela”, que es cuando un grupo más o menos grande de personas comparten una especie de recuerdo falso. Se llamó así tras la muerte del histórico político sudafricano, Nobel de la Paz. El fallecimiento, que se produjo en 2013, desencadenó que muchas personas al mismo tiempo aseguraran estar convencidas de que Nelson Mandela había muerto en los ochenta.
En el caso del “Rata”, el mito de su “engrane” en su histórica afrenta contra los ingleses tras una expulsión que él, sus compañeros, el “Toto” Lorenzo y la prensa argentina consideraron injusta y “ventajera” creció hasta afirmar que el capitán se había sentado en la alfombra de Isabel II, monarca de Inglaterra en ese entonces. Se trataba de una escena equivalente a una falta de respeto total por la investidura real y, en los términos que en ese entonces se difundía en la prensa, de un acto de justicia. De una reivindicación inolvidable.
Lo cierto es que la filmación del partido muestra a Rattín estrujando el banderín británico y metiéndose en el pasillo que llevaba a los vestuarios. Lo cierto, también, es que ese 23 de julio Isabel II no estaba en Wembley: sólo participó del partido inaugural y de la Final que consagró a Inglaterra campeón por única vez en la historia de la Copa del Mundo. Así que lo cierto del mito es eso: que es un mito.
Lo contó el periodista Gonzalo Bonadeo en su ciclo 101 partidos que hay que ver antes de morir, emitido por la TV Pública en 2016. En ese resumen, se ve que, antes de ser expulsado, Rattín había cometido varias faltas, había interrumpido varias veces el partido -incluso escondiendo la pelota por unos instantes-, le había ido a hablar varias veces al árbitro y había protestado todo lo que había podido.
En donde no hay mito es en “echarle la culpa” a Rattín de la invención de las tarjetas roja y amarilla para sancionar a los jugadores. El entredicho por la exigencia de un intérprete existió, y más allá de si se trataba o no de un episodio más de la “viveza criolla”, sin dudas la falta de un código unificado para jugadores y árbitros que no hablaban los mismos idiomas era un problema. Fue por eso que FIFA decidió buscar la manera de inventar ese código.
En ese entonces, el presidente de FIFA era el inglés Sir Stanley Rous, que había sido árbitro. Fue él quien decidió que las resoluciones disciplinarias debían comunicarse sin barreras. La solución la encontró Ken Aston, miembro de la comisión de árbitros de FIFA y amigo de Rous. Y la inspiración fue nada menos que en un semáforo.
Detenido en Kensington High, en Londres, Aston pensó que el amarillo podía servír para advertirle al jugador que “debía calmarse” y que “tuviera precaución”, y que el rojo significaría la expulsión directa. Luego vendrían artilugios más sofisticados como la doble amarilla equivalente a la expulsión, pero la semilla sobre cómo sancionar a los jugadores sin depender ni del idioma ni de los gestos estaba sembrada.
Fue otro alemán, Kurt Tschenscher, el primero en mostrarle una tarjeta amarilla a un futbolista. Gustavo Peña, capitán de México en el partido inaugural del Mundial que se disputó en ese país en 1970, fue quien la recibió. A los treinta minutos del encuentro contra Bélgica, ante nada menos que 107 mil personas en el titánico Estadio Azteca, se convirtió en el primer jugador sancionado bajo el sistema que, desde ese instante, futbolistas y futboleros entenderían para siempre.
A pura protesta y viveza, Rattín había colaborado en una revolución para el deporte que lo convirtió en leyenda. Y también en mito.