18 de julio de 1984 en un pequeño y fronterizo pueblo californiano. Un verano radiante. Los rayos dorados rebotan contra el asfalto. Adentro de un McDonald´s unos treinta clientes comen un almuerzo atrasado. Conversan, ríen, se besan. Un chico protesta porque quiere más papas fritas, otro se pregunta si Carl Lewis logrará alcanzar el récord de Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles que empezarán en menos de dos semanas. Por los altoparlantes del local suenan los éxitos del momento, una cadena de clásicos instantáneos que están en el Top 5: When Doves Cry, Dancing in The Dark, Eyes Without a Face, Time After Timer, Borderline.
Hasta que entra un hombre bajo y apunta a uno de los cajeros con un arma. A partir de ese momento, el infierno.
77 minutos en los que sólo se escucharon disparos, alaridos de dolor, llantos y el discurso alucinado de James Huberty, el autor de una masacre. La Masacre del McDonald´s. La peor en la historia de Estados Unidos hasta ese momento provocada por un solo hombre.
77 minutos que dejaron 21 muertos y 19 heridos graves.
Una tarde normal de hace cuarenta años en San Ysidro, un pequeño pueblo de California cercano a la frontera con México. La familia Huberty recién había regresado a su hogar; la mayoría de sus integrantes se disponía a dormir la siesta luego de haber pasado la mañana paseando por el zoológico de San Diego. En el camino pararon a almorzar en un McDonald´s de la ruta. Los chicos rieron y comentaron sobre los animales que habían visto.
James Huberty, el padre de familia de 41 años, no se tiró a dormir. Se cambió la ropa: una remera verde amarronada y un pantalón camuflado, militar. Anunció que iba a salir. Nadie pareció prestarle atención. Pasó por el dormitorio principal a saludar a su mujer. En un gesto infrecuente, le pidió un beso. Ella se lo dio. James la miró a los ojos y le dijo: “Me voy a cazar… me voy a cazar humanos”. La mujer no acusó recibo, fue como si no lo escuchara; de eso también tenía que descansar, de las excentricidades de su marido. Luego Huberty se paró en la puerta del cuarto de sus hijos y los saludó: “Chau, no voy a volver”. Todos creyeron que se refería a que no estaría para la cena.
James Huberty se cruzó un arma en el pecho, cargó un bolso con muchas municiones y en la otra mano un bulto pesado hecho con una pequeña frazada. Salió caminando de su casa y recorrió dos cuadras y media hasta un McDonald´s. Su paso era lento y desacompasado, como siempre. No tenían nada que ver el calor, el sol del verano ni el cansancio del paseo matutino. Eran las secuelas de la polio que había tenido de pequeño y que habían impedido que tuviera una infancia como otros chicos y que habían posibilitado que fuera el centro de las cargadas y el bullying de sus compañeros.
Entró al local. Se paró a unos metros del mostrador y estudió la situación. Giró despacio y recorrió todo el lugar con sus ojos. Había familias, adolescentes solos, alguna pareja mayor, matrimonios con bebés, grupos de amigos y más de una decena de empleados. Trató de calcular cuánta gente habría: alrededor de cincuenta personas. Nadie pareció prestarle atención. Eran las 15.56.
Después, los disparos, las muertes. Los 77 minutos infernales.
Huberty apuntó a uno de los trabajadores de McDonald´s y apretó el gatillo. Pero las balas no salieron. El chico de 16 años – que realizaba un trabajo de verano- lanzó una carcajada, creyó que se trataba de una broma de sus compañeros. La encargada del local de apenas 21 años, entendió que algo andaba mal. Salió de atrás del mostrador y fue hacia el hombre. Mientras tanto las conversaciones del salón se fueron apagando.
Cuando la joven estuvo a dos metros de distancia, el arma de Huberty se destrabó. Y lanzó una ráfaga de disparos al aire, que rebotaron contra el techo. Después le apuntó a la encargada. Una bala entró por su ojo derecho. Fue la primera víctima. El siguiente fue el chico de 16 que había quedado petrificado. Un tiro en el brazo y otro en el pecho, pero logró sobrevivir.
Huberty gritó que todos se tiraran al suelo. Tenía una Browning 9mm semi automática, una carabina Uzi y un Winchester 1200. Más gritos. “Sucios vietnamitas. Me tocó matar a miles. Hoy voy a matar a mil más”, gritaba. Nadie se movía. Nadie sabía que Huberty nunca había estado en la guerra de Vietnam.
Un cliente de 25 años fue el primero en romper la quietud. Se acercó al asesino y le habló con calma. Le rogó que no matara a nadie más, le dijo que no era necesario. La respuesta fue furibunda. 14 balazos mientras repetía: “Cerrá la boca, cerrá la boca, cerrá la boca”.
A partir de ese momento, el modus operandi se repitió: a cada uno que le habló o que pidió clemencia lo acribilló con odio.
Los clientes trataban de esconderse detrás de mesas y tachos de basura. Los empleados en algún mostrador o los de la cocina en una habitación más alejada.
Huberty caminaba por el lugar, como patrullando. Se detuvo ante un grupo de mujeres y niños. Primero le disparó a una adolescente. Luego a una tía que trataba de que su cuerpo fuera un escudo que protegiera a su sobrino de 11. Siguió una chica de 15 y una madre de 27 que alejó a su bebé de 8 meses. Al ver a su madre tirada y sangrando el bebé empezó a llorar, Huberty le gritó que se callara y le pegó un tiro en la espalda.
El raid asesino continuó. Parecía que nunca iba a terminar. Cambiaba de arma. Gritaba, se reía, narraba algún episodio de sus aventuras bélicas inventadas. Mató a un hombre de 74 años que se interpuso cuando Huberty apuntó contra su esposa de 68. Esperó unos segundos y también asesinó a la esposa.
Al que se le escapaba algún sollozo era la nueva víctima. En el piso había cadáveres, vidrios, comida desparramada, mucha sangre.
Un grupo de cuatro chicos entró al local a comprar helados. Les disparó a todos. Una pareja mexicana se acercó al lugar con su hija de 4 meses. Al ver vidrios rotos, pero muchos autos en el parking, creyeron que en una parte de lugar estaban haciendo reparaciones. Al verlos aparecer, Huberty los mató a los tres.
La policía no llegaba. El primer llamado fue realizado 5 minutos después del inicio de la masacre. Pero el móvil y los oficiales fueron enviados a otro McDonald´s, alejado unas cuadras de allí. La intervención policial tardó mucho en hacerse efectiva. Llegaron más de 20 minutos después.
Cercaron el lugar y no dejaron acercarse más a nadie. Apostaron varios francotiradores. Pero el reflejo del sol contra el cemento y los vidrios rotos impedían ver con claridad qué sucedía dentro. Los policías no tenían ninguna información más que la de los testigos que dijeron haber escuchado muchas detonaciones. No sabían si se trataba de un solo hombre o de una banda que había intentado un robo que había salido mal o si había rehenes. Cada tanto, nítido, llegaba el eco de una nueva ráfaga.
Adentro seguía la cacería. En un rincón descubrió a un matrimonio que cubría con sus cuerpos a su hijo y al mejor amigo de este, los dos de 11 años. Huberty les disparó varias veces. El hombre recibió 6 disparos pero logró salvar al amigo de su hijo. El resto murió en el acto.
El asesino no se preocupó por la presencia de los policías en los alrededores. Caminó por el lugar hasta que encontró a seis empleados escondidos debajo de una mesada de la cocina. Los insultó, les gritó que no se escaparían y les disparó. Siguió caminando entre los cadáveres, los moribundos y los asustados. Cuando escuchaba un gemido se acercaba y le daba a la víctima el tiro de gracia en la cabeza. A otro lo pateó en el piso con desprecio, creyendo que estaba muerto. Pero al ver que se movía y que un sordo quejido salía desde el fondo de sus pulmones, se volvió a enfurecer y descerrajó una ráfaga de disparos.
Huberty descubrió una radio y la encendió. Buscó las noticias pero el informativo de las 5 no habló del tiroteo. Pasó a la FM y puso música.
Alguien había logrado escapar del McDonald´s al inicio del tiroteo. Le aseguró a la policía que no había rehenes y que no se trataba de una banda. Era obra de un hombre solo. La policía dio la orden de matar apenas lo tuvieran en la mira.
A las 17.13, la figura de Huberty se recortó por un ventanal. Charles Forster, un francotirador tuvo su cabeza en el centro de la mira telescópica y apretó el gatillo. Huberty se desplomó. Un policía se acercó al local arrastrándose y mediante señas le preguntó a uno de los sobrevivientes si había alguien más armado. Desde el piso el hombre herido meneó con su cabeza, negando.
77 minutos después la masacre había terminado. 21 muertos. El más chico tenía 4 meses; el más grande, 74 años. 19 heridos de gravedad.
Los investigadores indagaron sobre la vida de Huberty. Descubrieron que desde hacía uno días estaba buscando una cita con un psiquiatra porque decía que se había vuelto loco, que había perdido la razón. Había tenido una infancia difícil por las secuelas de la polio; durante años debió usar un arnés de cuero y metal para enderezar sus piernas. Luego fue sepulturero y embalsamador. Se ganaba la vida como soldador pero hacía pocas semanas lo habían despedido del trabajo por sus conductas erráticas. La esposa contó que sufría ataques paranoicos desde hacía años.
La familia Huberty debió dejar la ciudad. Recibieron amenazas de muerte y el desprecio de la población. Se mudaron a otra zona de Estados Unidos y cambiaron sus apellidos para que el estigma de la masacre no los persiguiera (públicamente).
McDonald´s restauró el local en tiempo en récord. Cambió su disposición, su decoración y todo el mobiliario. Pero horas antes de la reapertura decidió que las puertas se mantuvieran cerradas por respeto a las víctimas. Dos meses después demolió el edificio y le donó el predio a la ciudad de San Ysidro.
Al acercarse el aniversario cuarenta del episodio, algunos sobrevivientes contaron su historia. Uno de ellos es Al Leos, un hombre de 57 que en la actualidad es policía. Había entrado a trabajar al McDonald´s menos de dos semanas antes. Tenía 17 años y era su primer trabajo. Leos recibió disparos en ambos brazos, la pierna derecha, el pecho y el estómago. Pasó más de tres meses internado y fue operado una docena de veces para remover las balas y esquirlas. La rehabilitación le llevó más de dos años. Estaba a punto de ser elegido por una gran universidad para su equipo de fútbol americano después de dos grandes temporadas en el torneo colegial. Pero sus sueños de ser deportista profesional quedaron sepultados bajo la lluvia de balas de Huberty.
Al Leos dice que todos los días recuerda el hecho y que le sirvió para tener siempre presente cuán frágil es la vida. “Tenerlo siempre presente me sirvió para ser agradecido y para valorar las cosas que uno tiene”, dice. Nadie puede mirar la vida de la misma manera después de ver tanta muerte a su alrededor, después de haber estado tan cerca de perderla.