Hospital de Clínicas, el corazón del rescate: 20 minutos de pánico y 72 horas de solidaridad y adrenalina

Por su cercanía con AMIA, médicos y enfermeros creyeron que la detonación había sido en su edificio y que se derrumbaría. Trabajaron con miedo y sin parar durante días. El recuerdo de los protagonistas

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Desde 2019, un mural en
Desde 2019, un mural en el exterior del Hospital de Clínicas recuerda su protagonismo para socorrer a las víctimas del atentado, que todavía sigue impune. // Foto: Prensa Hospital de Clínicas

No se acuerdan a qué hora de ese lunes se fueron del hospital. O si en realidad se fueron el martes. O tal vez el miércoles. No se acuerdan cuántas horas o cuántos días trabajaron sin parar, o parando de a ratitos, en el sector del hospital que en días normales servía para preparar los trasplantes renales y ese lunes y ese martes y ese miércoles que no fueron como ningún otro día allí sirvió para que los trabajadores de la salud descansaran en turnos cortos. Todo eso está borroneado, porque así es la adrenalina cuando lo único que se puede hacer es huir para adelante.

De lo que sí se acuerdan es en qué piso del Hospital de Clínicas estaban cuando la tierra tembló. Qué estaban haciendo. Qué fue lo primero que pensaron cuando vieron los vidrios flamear como banderas y escucharon el estruendo y el cielo de la avenida Córdoba se llenó de humo y de polvo porque -todavía no lo sabían- una bomba había volado la sede de la AMIA a sólo una cuadra y media de allí.

El atentado terrorista del que este jueves se cumplen treinta años provocó 85 muertos y al menos 151 heridos, además de todas las personas que, por cercanía a la detonación o por estar buscando a un familiar en medio de la masacre, entraron en estado de shock, de confusión o de crisis de angustia. El Hospital de Clínicas, por su cercanía, fue el epicentro de la contención sanitaria y humanitaria de las víctimas y sus familias. Pero a las 9.53 de ese 18 de julio de 1994, cuando la tierra tembló, ni Sara Ramos, ni Raúl Quispe, ni Marcelo Melo sabían qué estaba pasando.

“Yo estaba en el décimo piso, en la sala de Terapia Intensiva, en el sector en el que las ventanas dan a avenida Córdoba. Como era lunes, estaba reponiendo insumos tras el fin de semana. Escuché el estruendo y se movió todo. Se sacudieron los vidrios. Me asusté. Entonces me asomo al ventanal y veo polvo, humo y, de repente, la gente cruzando la calle corriendo a toda velocidad. Sentí mucho miedo, no sabía qué estaba pasando”, se acuerda Raúl, que ese lunes era parte del equipo de Enfermería de Terapia Intensiva y que ahora, que lleva casi cuarenta años en el Clínicas, es supervisor de la Dirección de Enfermería del hospital que depende de la Universidad de Buenos Aires.

Sara Ramos y Raúl Quispe
Sara Ramos y Raúl Quispe están casados desde 1986. El día del atentado, ambos eran enfermeros en Terapia Intensiva del hospital. // Foto: Prensa Hospital de Clínicas

Sara, actual coordinadora de Enfermería de las áreas de Urología y Otorrinolaringología, es su esposa desde 1986. Esa mañana, como todas las mañanas, habían bajado del 100 que los traía desde Lanús, habían caminado por Pasteur, habían pasado delante de AMIA de la mano de sus dos hijos, Analía, de 5 años, y Martín, de 4. Pasaron por allí, calcula Raúl en el aire, a las seis menos diez de la mañana, con tiempo suficiente para dejar a los chicos en la guardería del Clínicas y entrar a las seis en punto los dos a la sala de Terapia Intensiva.

“Cuatro horas antes de la bomba”, dice Raúl, y su cara es la del terror, como si el miedo a perderlo todo se le reeditara con sólo pronunciar ese paso cotidiano por allí. Sara lo sigue: “Muchas veces en todos estos años nos preguntamos qué hubiera pasado si el atentado era cuando pasábamos nosotros por ahí, con nuestros hijitos. Muchas veces tuvimos un miedo enorme por lo que pudo haber pasado, hasta el día de hoy nos hacemos esa pregunta”. Sara escuchó la explosión en el mismo sector que Raúl pero, como sintió que el piso se movía debajo suyo, estuvo segura de que la detonación había sido dentro del mismo hospital. “La guardería”, pensó. Sus hijos. Sus hijos en el primer piso del Clínicas, debajo suyo, desde donde creía que había venido el estruendo.

No sabe cuánto tiempo pasó hasta que pudo comunicarse por teléfono con ese sector del hospital y le avisaron que los chicos estaban sanos y salvos, y evacuados sobre la avenida Pueyrredón. Ahora, que el tiempo pasó y que lo que queda de esos primeros minutos de esas primeras 72 horas fatídicas es un borrón, cree que tal vez fue una media hora sin saber sobre ellos. Los treinta minutos más largos del mundo. “Pero cuando supe que estaban bien me puse a trabajar”, se acuerda Sara.

La primera vez que se emociona en esta charla con Infobae es ahora, cuando dice: “Lo que más me acuerdo de ese día es la autoconvocatoria. Cómo empezaron a llegar los que ese día tenían franco. Médicos, enfermeros, trabajadores de limpieza, trabajadores administrativos. Todo el Clínicas. Todos trabajando para ayudar en medio del desastre”.

La detonación de la mutual
La detonación de la mutual judía fue a las 9.53. En el Clínicas pensaron que el edificio hospitalario podía derrumbarse. Autor: Miguel Ángel Méndez

Marcelo Melo, que desde hace años es el director del hospital, ese lunes era médico de planta de Traumatología. Estaba en un ateneo en el sexto piso, junto a otros médicos especialistas en columna, cuando explotó la bomba. “Inmediatamente empezó a circular el rumor de que el hospital iba a derrumbarse y, por unos minutos, creíamos que la detonación había sido dentro del mismo edificio. El piso pero sobre todo los vidrios vibraron tanto que era posible pensar que había sido acá”, le dice a Infobae en una sala contigua a su despacho. Desde el sexto piso, por la ventana, se veía el humo.

“Empezamos a bajar todos por las escaleras, lo más rápido posible, y de repente todo el hospital estaba en planta baja. No sabíamos si el hospital iba a caerse pero estábamos convencidos de que estaba pasando algo gravísimo, aunque no sabíamos del todo de qué se trataba”, cuenta Melo.

El humo y el polvo fueron la guía. El rastro que dejaban sobre avenida Córdoba y sobre Pasteur daba una pista sobre lo que realmente había pasado, y la confirmación de que la explosión había sido en la sede de AMIA llegó unos minutos después. “Es imposible calcular cuánto tiempo pasó hasta que supimos qué había ocurrido porque en esos momentos los minutos transcurren de una manera muy rara, pero yo creo que fueron entre diez y veinte minutos”, reconstruye Melo.

El colapso fue inmediato. La desesperación en la calle para socorrer a las víctimas de un atentado terrorista que, tres décadas después, permanece impune resultó en caos en los primeros instantes. La cercanía entre AMIA y el Clínicas redundó en que el desborde del tránsito hiciera del hospital universitario el epicentro natural de la atención: las víctimas empezaron a llegar, de las menos graves a las más graves. El hospital, estima su actual director, atendió a unas trescientas personas tras la voladura.

Marcelo Melo, actual director, era
Marcelo Melo, actual director, era traumatólogo de planta en ese momento. // Foto: Prensa Hospital de Clínicas

“Los primeros en llegar fueron los que podían caminar solos hasta el hospital, con heridas leves, o en shock, o buscando a alguien. Después empezaron a llegar quienes dependían de que alguien los acompañara hasta el hospital para que los atendiéramos. Y más tarde, los heridos más graves, que eran trasladados en puertas que se arrancaban para ser usadas como camillas”, se acuerda Melo. A la par que llegaban víctimas, médicos y enfermeros del hospital corrían hasta la sede de AMIA para socorrer en el lugar de los hechos a los heridos, ayudar a atender a quienes estuvieran bajo los escombros y formar una cadena humana que los trasladara hasta el centro sanitario.

“Una guardia empieza a colapsar cuando llegan 5 ó 6 pacientes críticos juntos, por ejemplo en un accidente de tránsito grave o en algún problema que pueda haber en una cancha de fútbol. Ese día atendimos a unas trescientas personas. No había manera de que no colapsara”, dice el actual director.

En Terapia Intensiva, cuentan Sara y Raúl, se despejaron todas las camas posibles a fuerza de trasladar a sectores menos complejos a los pacientes que estuvieran en condiciones. Todas las cirugías programadas se suspendieron para despejar los quirófanos. Recién empezaba lo que llevaría quince o veinte días: un hospital con su funcionamiento habitual paralizado para atender la catástrofe.

“Nosotros, en Terapia Intensiva, estábamos capacitados para atender pacientes de esa complejidad. Lo que no sabíamos cómo manejar era esa cantidad de pacientes toda junta. Y, sobre todo al principio, había muchísimo miedo. Pero enseguida hubo mucho esfuerzo, mucha solidaridad, mucho compañerismo. Las autoridades nos decían que nos fuéramos a nuestras casas y nadie se quería ir, todos queríamos ayudar porque además este era nuestro lugar de pertenencia. Aquí hacíamos lo que sabíamos hacer para cuidar gente”, cuenta Sara, otra vez emocionada.

Cada 18 de julio, frente
Cada 18 de julio, frente a la AMIA, se lleva a cabo el acto que homenajea a las 85 víctimas fatales del atentado.

Todavía se acuerda de los golpes en la puerta de Terapia Intensiva: eran familiares en busca de algún pariente, en busca de información sobre su estado o, directamente, sobre su paradero. En las primeras horas, esos parientes iban y venían por las escaleras del Clínicas en busca de alguna certeza, hasta que el director de ese entonces, Florentino Sanguinetti, dispuso que una de las grandes aulas del Clínicas se destinara a reunir allí a los familiares para brindarles información unificada y acompañamiento psicológico.

Raúl se toca los brazos cuando recuerda: un hombre con vidrios y mampostería clavados en todo el cuerpo. “Eran como incrustaciones, como si todo su cuerpo estuviera cubierto por escamas y había que curar una por una esas heridas”, dice. Es lo más impactante que se acuerda de todo lo que vio hace tres décadas.

Marcelo recuerda a dos pacientes: “Atendí a una mamá. Una mamá que pasaba por la puerta de AMIA con su hijito cuando la bomba explotó. La detonación le arrancó a su hijo de la mano y el nene murió. Yo atendí las manos de esa mamá”, dice. Habla de Rosa Montano, que caminaba por Pasteur al 600 justamente para llegar al Clínicas junto a Sebastián Barreiros, su hijo de cinco años, que se convirtió en la víctima más joven del atentado terrorista más sangriento de la historia argentina. Esas fueron las manos que atendió Melo.

El otro paciente que recuerda especialmente, y del que Sara se acuerda enseguida también, es Jacobo “Cacho” Chemahuel, trabajador de la mutual judía, que sobrevivió bajo los escombros 36 horas pero murió horas después de ser ingresado al Clínicas. “Veíamos en la tele cómo lo acompañaban, lo hidrataban y lo alimentaban bajo los escombros. Estaba aplastado y cuando llegó intentamos salvarle las piernas, pero lamentablemente murió acá”, recuerda Sara.

Frente a la sede de
Frente a la sede de la calle Pasteur, los nombres de las víctimas fatales. (Guillemro Llamos)

Incrustaciones en los rostros y en el cuero cabelludo. Aplastamiento de piernas y de brazos. Traumatismos de abdomen y de espalda. Crisis de angustia y de desorientación. Marcelo, Sara y Raúl enumeran de qué iban la mayoría de los casos que les tocó atender en esa vorágine que empezó apenas minutos después del atentado. Los casos más críticos había que resolverlos con cirugías de emergencia.

Salvo que vivas en zonas de guerra, es casi imposible que un hospital atraviese una situación como la que vivimos en ese momento. Seguro cometimos un montón de errores porque nunca había pasado algo así y espero que sea irrepetible. Pero actuó un espíritu solidario y, en medio del desborde, aprendimos cómo manejar una catástrofe. El hospital no tenía triage, que es el proceso para asignar recursos y personal según la complejidad de cada caso, y en ese momento se organizó, y a partir de eso se instaló como una norma. Aprendimos mucho en medio de todo eso que estaba pasando”, explica Melo.

Hace cinco años, cuando se cumplió el 25º aniversario del atentado, se inauguraron tres murales en las paredes exteriores del hospital que dan cuenta de su vínculo con esa masacre. Miden 55 metros y cuentan la historia de AMIA y de la Argentina. En el primero, pintado por Mariano Antedomenico, se ve el desastre: los escombros, el derrumbe, las víctimas, la desesperación. En el segundo, a cargo de Martín Ron, los trabajadores de la salud recibiendo a las víctimas para socorrerlas a toda velocidad. En el tercero, pintado por Mariela Ajras, la figura de la Justicia se desintegra en un reloj de arena: pasa el tiempo, la Justicia no llega y la impunidad gana la batalla. El tríptico se lleva puesta la atención de cualquiera que merodee esas cuadras, y lo bien que hace.

También hace cinco años, en el acto de cada 18 de julio, Florencio Sanguinetti, que dirigía el hospital en 1994, contó: “A la semana siguiente del atentado recibimos una amenaza de bomba. La mayoría de los heridos estaban aún internados, la terapia intensiva estaba completa, dispusimos continuar con las actividades sin evacuación alguna, permitiendo al personal retirarse. Pero casi nadie abandonó el hospital”.

Es esa autoconvocatoria, que Sara destaca como el telón de fondo de esos días impensables e imparables, y que Raúl, después de pedir permiso para decir una última cosa antes de que esta charla termine, define así: “Yo todavía no entiendo cómo pudo haber pasado algo así, cómo una mente fue capaz de imaginar algo así y dañar a tanta gente, y tampoco entiendo por qué todavía no hay responsables. Lo que quiero rescatar es a mis compañeros de esos días. La solidaridad de mis compañeros, cómo trabajamos todos para ayudar. Me siento muy orgulloso de este hospital”, dice, y llora, y la cara de terror por la posibilidad de perderlo todo se le transforma, y sonríe con todo ese orgullo que nombra, pero también con la herida abierta.

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