Nápoles, capital interplanetaria del maradonismo irracional

Hace 40 años Diego Maradona era presentado como jugador del Napoli. El mejor futbolista de todos los tiempos hizo que el club lograra el primer “scudetto” de su historia. Desde aquel 1984 la ciudad lo transformó en una deidad. Un periodista de Infobae cuenta cómo es la devoción desmedida de los napolitanos por el 10

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El 5 de julio de 1984 Napoli presentó a su nuevo jugador: Diego Maradona

Soy maradoniano. Con i. Como lo diría Diego. Me considero un fanático de Maradona. He hecho cosas insólitas en nombre de mi maradonismo. Pero todo lo que uno se pueda imaginar o hacer para venerar al Diez quedó superado por lo que sienten los napolitanos por Diego Armando Maradona. Esa adoración ilimitada -de la que fui testigo hace unas semanas- comenzó el 5 de julio de 1984, hace exactamente 40 años. Fue aquel día cuando llegó a la ciudad italiana para vestir la camiseta 10 del Napoli, un equipo que jamás había ganado un “Scudetto”, es decir un campeonato italiano.

La imagen más recordada de ese 5 de julio de 1984 lo muestra a Diego en las escaleras que comunican el túnel con la cancha en el estadio que por entonces se llamaba San Paolo. Decenas de fotógrafos lo retratan. Unas 80.000 personas fueron a la cancha solo para verlo entrar. Fue amor a primera vista. Desde entonces, Diego es idolatrado en Nápoles -sin lugar a ningún cuestionamiento- como en ningún lugar del mundo. Hecho que comprobé en persona hace unas semanas.

La iconografía maradoniana se extiende
La iconografía maradoniana se extiende por Nápoles y tiene diversas formas.

Y no es que el amor por Diego me fuera ajeno.

El 22 de junio de 2001 discutí brevemente con una enfermera de la maternidad Suizo Argentina mientras me vestía para ingresar a la sala de partos porque iba a nacer mi hija Francisca. La discusión fue porque ella no me dejó entrar con una remera con la foto de Diego y la leyenda: “Algún día tus hijos y los hijos de tus hijos preguntarán por él”. Ese viernes nació mi hija Francisca y yo lo tomé como una señal divina: a 15 años del gol de la Historia, del 2-1 contra Inglaterra en México, yo me recibí de padre.

La pared de una calle
La pared de una calle del casco céntrico de Nápoles sostiene una imagen de Diego. De 1960 al infinito.

Obviamente aquella tarde le “mostré” a mi hija las imágenes de “...Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial” que los noticieros sintonizados en el televisor del sanatorio repetían sin parar. Basta imaginar a una criatura recién nacida expuesta a los rayos catódicos como en un bautismo pagano, para concluir que no lo hice racionalmente.

Había tenido la suerte de cruzarme con Diego un par de veces. La primera, en 1980, cuando se jugó el partido inaugural del Primer Campeonato Sudamericano de Fútbol Infantil. El primer encuentro fue Argentinos Juniors vs. Nacional de Montevideo. El puntapié inicial lo dio Diego. En Argentinos jugaba su hermano Lalo. Yo integraba el equipo de Independiente que competía en el segundo turno. Andaba por los pasillos de los vestuarios de la cancha de Vélez (que estuvo extrañamente llena todos los partidos) cuando Diego me preguntó dónde se cambiaban los chicos de Argentinos. Lo llevé y me dijo: “Gracias, pibe”. Ese día estuve contento, muy contento.

Años más tarde, cuando yo ya cubría noticias de los tribunales, sus abogados por el caso en el que lo encontraron con droga en una casa, me avisaron a qué hora iba a pasar por el estudio. Me paré en la puerta y lo esperé. Me presenté y le dejé una carta en la que le conté qué sentía por él. Era, sin lugar a dudas, una carta de amor.

A raíz de aquel episodio de la droga discutimos muy fuerte con mi mamá un domingo de ravioles en casa. Ella tuvo el mal tino de, en medio de la disputa verbal que se había puesto acalorada, preguntarme si lo quería más a Diego que a ella. Mi respuesta en tono inquisitivo fue: “¿Vos cuántos goles le hiciste a Inglaterra?”. Obviamente que la quiero más a ella, pero en aquel momento debía cerrar el debate y dejar en claro que con el Diego no se podía meter ni siquiera mi madre.

Un local de Nápoles muestra
Un local de Nápoles muestra a Diego con Dalma y las flores en las medias del mejor jugador del mundo

Muchas veces me enojé con Diego, otras veces dejé de quererlo por algún tiempo. Pero siempre volví. Siempre. El día que murió lloré. Diría que desconsoladamente. Ese fin de año a la hora del brindis también lloré. Como se llora por los ausentes.

Mi hijo Gaspar me abrazó. Sabía perfectamente lo que me pasaba. Nació en 2003 y fracasé en el intento de ponerle Diego Armando. Sin embargo, conseguí que de segundo nombre lleve Diego, en honor al más grande jugador de fútbol de todos los tiempos. Debo admitir que mi termomaradonismo sumió a mi hijito en cierta confusión. El día de su segundo cumpleaños -está registrado en video- le preguntamos cómo se llamaba y respondió: “Gaspar Lavieri Maradona”. Sentí que mi trabajo estaba hecho. Él forma parte de una generación que creció en la adoración directa de Lionel Messi y la indirecta de Maradona. Una hermosa combinación que nos une.

Al comienzo del embarazo, cuando aún no sabíamos que Gaspar sería varón, se me ocurrió una idea, a todas luces, muy poco meditada. Si era mujer, quería que mi segunda hija se llamara Mara Dona Lavieri. De ese modo, cuando pasaran lista en la escuela, dirían: Lavieri, Maradona. Una “adjetivación” hermosa para mi apellido. Años más tarde un hombre tuvo mellizas y les puso Mara y Dona. La noticia de que él lo había logrado me dio un poco de sana envidia.

El todo momento aparece una
El todo momento aparece una imagen de Diego. Chica, mediana, grande. Está presente a cada paso en la ciudad que lo adoptó para siempre. El autor de esta nota con su remera maradoniana

En 2006 fui invitado al casamiento de mi amiga Andrea Frigerio y Lucas Boccino. La fiesta estaba llena de famosos. Pero cuando entró Diego se hizo un silencio reverencial y desde ese instante nada fue igual. Confieso haberlo mirado todo el tiempo. Embobado.

Hasta que llegó un momento inolvidable. Estábamos en pleno baile cuando comenzó a sonar La Mano de Dios, de Rodrigo. Diego estaba sentado en una mesa y no había salido a bailar “su” tema musical. La gente le hacía señas y él decía que no. Entonces, perdido por perdido, fui en busca del gol del campeonato. No diría que fue el de Burruchaga contra Alemania en 1986, pero para mí se pareció mucho.

Encaré a Diego, le pedí que bailara con nosotros. Se resistió unos segundos pero insistí: lo agarré de las manos y por fin lo llevé a la pista. Él se convirtió inmediatamente en el centro del Universo y yo fui feliz. Había hecho el gol de mi vida.

A eso de las cinco de la mañana, cuando los novios se habían retirado de la fiesta y quedábamos muy pocos, me acerqué a la mesa de Diego y le pedí una foto. Estaba sosteniendo con la cabeza, como hizo millones de veces con una pelota, una pequeña botella de champán. Me dijo: “Lo único con lo que no puedo hacer ‘jueguito’ con la cabeza son las pajitas para tomar algo, con todo lo demás no tengo problemas”. Intercambiamos un par de frases y me saqué una foto con él. Estamos los dos sentados. En la mesa se ve la botella que minutos antes Diego había sostenido con su cabeza. Él tenía la corbata puesta como vincha y yo, la sonrisa de niño con un millón de juguetes nuevos.

El Largo Maradona, lugar de
El Largo Maradona, lugar de encuentro obligatorio de los que pasan por la ciudad a la que Diego hizo feliz. El equipo conducido por el argentino ganó dos campeonatos, una Copa de Italia, la Copa UEFA y la Supercopa de Italia. Estuvo allí siete años

Tuve la enorme suerte de viajar hace unas semanas a Italia. Y decidí que debía conocer Nápoles. Porque quería comprobar in situ cómo era ese amor incondicional de los napolitanos del que me habían hablado tanto otros maradonianos. Me habían contado que la pasión napolitana por Maradona es imposible de comparar.

Fui dispuesto a mostrar mi maradonismo y a ver qué reacciones provocaba que luciera con orgullo una remera estampada con la foto que me saqué con Diego en aquel casamiento de 2006.

Mi esposa y una pareja de amigos me acompañaron en ese tour antropológico-teológico-maradoniano a Nápoles que tenía la intención de medir el amor desmedido que tienen allí por Diego.

La reacción generada por mi remera fue mucho mayor de lo que alguna vez imaginé. Y constaté que la devoción de los napolitanos por Diego es tan incondicional como desproporcionada.

La primera comprobación del fervor intergeneracional por Diego sucedió apenas llegamos a la estación de trenes de Nápoles.

Una especie de altar multicolor
Una especie de altar multicolor en el Largo Maradona. Allí se venera a D10S con recuerdos de todas las épocas de la carrera del futbolista

Había un grupo de unos diez chicos de no más de 18 años. Estaban en la fila para comprar tickets de subte. Se reían, gritaban y hacían todas las cosas que hacen los grupos de adolescentes. Uno de ellos llevaba puesta la camiseta del Napoli con el 10 en la espalda y la publicidad de las pastas Buitoni en el pecho. Inconfundible vestimenta del Diego campeón. Del Diego del primer “Scudetto” de la historia del club napolitano. Ninguno de ellos lo había visto jugar. Salvo vía Youtube. Pero sus padres habían sido felices cuando hace 40 años Maradona comenzó a competir en respeto y veneración nada menos que con San Genaro, el santo napolitano.

Les mostré mi remera y estallaron, gritaban, se avisaban uno a otro que ahí estaba Diego y alguien que lo había tocado, que había hablado aunque más no fuera unos minutos con él. Me pidieron una foto y quisieron saber cómo fue que conocía al hombre que había hecho llorar a sus familiares y que, por herencia, ellos amaban. Les conté lo del casamiento y cada uno siguió su camino.

Nos dirigimos hacia el Quartieri Spagnoli, donde está el Largo Maradona, una plaza pequeña en medio del casco céntrico de Nápoles que es el paso obligado de cualquier peregrinación que se haga en honor de San Diego Armando del Azteca.

Diego vive. En el barrio
Diego vive. En el barrio Quartieri Spagnoli de Nápoles está el sitio más maradoniano del planeta

El trayecto desde la estación del subte Montecalvario hasta el Largo Maradona, está sembrado de imágenes de Diego. Pequeñas, medianas, grandes. A cada paso aparece Diego. Con la 10 de Argentina, con la 10 de Nápoli, con la de 10 de Boca, con Dalma y las florcitas en las medias, con una corona de espinas, con su sonrisa ganadora y a la vez aniñada. Todo huele a Diego, se respira Diego en ese itinerario que termina en un altar construido por aportes de miles de fieles de una religión monoteísta futbolera y global.

El Largo Maradona (también llamado Murales) es una espacio de unos 50 metros en el que conviven un kiosco que vende comidas y bebidas, una tienda de camisetas relacionadas con Diego y una especie de monumento que no es fijo sino que se modifica a cada momento. Y esa construcción es viva, se mueve. Porque pasa un hincha de Chicago y deja su bandera verde y negra allí, o un fanático del Fenerbahçe de Turquía que ofrenda una bufanda. Desfilan por allí argentinos, catalanes, colombianos, griegos y, por supuesto, napolitanos. Hinchas de diferentes latitudes unidos por el amor al fútbol y, por sobre todo, la admiración a Diego.

Diego en el Mundial de
Diego en el Mundial de Italia 1990. Y junto a Lionel Messi ambos con la Copa del Mundo y con la camiseta Argentina. En el Largo Maradona, donde se reúnen los admiradores del capitán de la selección que ganó el Mundial de México en 1986

Allí, en la plaza seca se destacan los murales del Diez que pinta el argentino Juan Pablo Giménez, y que todos los que pasamos por allí usamos como fondo para nuestras fotos. Ese lugar nos abrazamos y hablamos en diferentes idiomas, desde luego, sobre Diego. En ese sitio, el epicentro del maradonismo napolitano y por ende, mundial, me saludé con un italiano que llevaba a Diego tatuado en su brazo derecho. Luego abracé a otro devoto que había viajado especialmente desde Barcelona para visitar ese sitio de culto. No nos conocíamos, pero teníamos algo en común, algo que nos unirá, aunque jamás volvamos a cruzarnos: el maradonismo sin fronteras.

En las calles de Nápoles me pararon varias veces. La gente identificaba a Maradona en mi remera e inmediatamente me preguntaban si el otro era yo. Ante la respuesta afirmativa, recibí abrazos y pedidos de fotos. Me decían “fortunato” y tocaban con respeto la imagen de Diego en mi remera que coincidía con mi corazón. Los argentinos querían saber cómo lo había logrado. Tengo fotos con jóvenes, niños y gente mayor que fundó hace 40 años el maradonismo napolitano y no pueden olvidar lo sucedido y lo dichosos que fueron gracias a nuestro “barrilete cósmico”.

Mural en un edificio en
Mural en un edificio en el barrio de Miano: "Soy napolitano" dice un Diego sonriente. Además están pintados los dos campeonatos ("scudetto") que Nápoli ganó con el 10 como baluarte

Durante la tarde, fui a un santuario. No está en el centro de Nápoles. Queda un poco alejado del centro histórico y dentro de una zona de edificios no muy altos donde confluyen los barrios de Secondigliano y Miano. Ni siquiera los taxistas napolitanos, fanáticos de Diego, conocen el lugar. El que nos llevó hasta el santuario hizo una hermosa comparación entre Diego y Lionel Messi. En un “napoletá” comprensible aseveró: “Messi es muy bueno y es argentino, pero Diego es napolitano”. En una misma frase alabó a Lionel y se apropió de Maradona.

Cuando uno llega al santuario se encuentra con Massimo Vignatti, un napolitano simpático que conoció a Diego en Nápoles cuando tenía apenas 10 años. Su madre, Lucia Rispoli, era la cocinera que tuvieron los Maradona desde que llegaron y hasta que se fueron de la ciudad que mira al Vesubio. Raffaella, una de las hermanas de Massimo fue niñera de Dalma Nerea, la hija mayor de Diego y Claudia Villafañe.

En el "santuario" de la
En el "santuario" de la familia Vignatti hay cientos de recuerdos de Diego. Entre ellos hay una camiseta dedicada a Lucia y la campera del inolvidable "Live is life"

Diego, considerado por Lucia su duodécimo hijo, le regalaba cosas a la cocinera y la familia Vignatti conservó todo. Desde los banderines que intercambiaba Diego con los capitanes de los otros equipos, como camisetas varias, fotos diversas, premios, plaquetas, las cintas de capitán que usó el 10, posters y pelotas- También se guarda allí una copia del contrato por el que se hizo la transferencia de Diego de Barcelona a Napoli, la campera del inolvidable calentamiento previo con la música de Live is Life y por supuesto los botines Puma con los que Diego se consagró en México y también en Nápoles.

Pasar por el santuario es una experiencia inigualable para los maradonianos. Hay que ir. A como dé lugar. Una vez allí uno podrá estar un ratito metido en la vida de Maradona. Y si tienen la misma suerte que yo, sentarse en el sillón que usaba Diego en su casa de Posillipo.

Salimos de ese lugar semi oculto y sagrado y volvimos a la ciudad. Mientras buscábamos lugar para cenar intentamos entrar al Duomo de Nápoles, pero las puertas estaban por ser cerradas. Me asomé con mi remera como estandarte y quien se encargaba de evitar la entrada de turistas, me permitió pasar unos minutos, porque el hecho de que había conocido a Diego. Tocó mi remera y me dijo una palabra que se había transformado en común aquel día: “Fortunato”. Me llamaban afortunado por haber estado unos minutos con Maradona.

Otro rincón del "santuario" de
Otro rincón del "santuario" de Maradona. Allí se resguardan objetos valiosos de Diego. También hay camisetas de jugadores que visitaron el lugar

Llegó la hora de la cena. Y elegimos ir a la pizzería Scugnizzo. Un local modesto y tradicional, con mesas de fórmica, sillas rojas y pasta y pizza como oferta gastronómica principal. El lugar está decorado con fotos de Diego. Con fotos de Diego y banderas argentinas. Con fotos de Diego en la tapa de los diarios de Nápoles cuando fue campeón. Una de las paredes estaba destinada a homenajear a Diego.

En un momento, un comensal, que estaba sentado solo en una mesa, me pregunta por la foto en mi remera. Le conté cómo la había conseguido, de mi pequeña conversación con Diego con la corbata de vincha y de aquella noche inolvidable.

Pidió sacarse una foto conmigo, más precisamente con mi remera. Charlamos un par de minutos, prometió viajar a Buenos Aires, y cada uno volvió a por la pizza que se le enfriaba.

Un poco más tarde el hombre llamó a la moza que nos atendía y le dijo que él invitaba las bebidas de mi mesa. Éramos cuatro. Y fue entonces que un desconocido absoluto, a quien probablemente no vuelva a ver en mi vida, invitó las cervezas, el vino y las gaseosas, solo porque yo estuve con Diego. Y especialmente por ese hilo invisible que nos une: el maradonismo.

Un rato más tarde el dueño de la pizzería, advertido de lo que sucedía en el salón, dejó su puesto frente al inmenso horno y pidió sacarse una foto conmigo, más exactamente con el Maradona de mi vestimenta. Me saludó con amabilidad y me contó cuánto quería a Diego. Y además me regaló una camiseta blanca con el nombre de su local impreso en letras rojas.

Una pared de la pizzería
Una pared de la pizzería Scugnizzo, en Corso Novara 15, Nápoles, dedicada mostrar la devoción por Diego

Fue una jornada intensamente maradoniana. Fui a observar la devoción de los napolitanos por Diego y al hacerlo aumentó enormemente la mía. Desde ese momento intento conseguir la ciudadanía napolitana, pero aún no lo he logrado.

En ese lugar tan hermoso y caótico que es Nápoles, en el que estuve no más de medio día, comprobé lo que suponía. Diego es algo superior, algo inexplicable, algo parecido a un dios. De un Olimpo que tiene millones de fieles alrededor del mundo y que estamos unidos solamente por la adoración a un hombre que jugó al fútbol. Como nadie. Amén.

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