“Cuando fue la catástrofe del humo, nosotros estábamos durmiendo y mi mamá nos despertó a todas nuestras hermanas y dijo ‘a levantarse porque fíjese que han pasado ocho camillas’, y nos levantamos y ya no eran ocho. Después eran dieciocho, después eran ochenta, después eran cien, después eran doscientas, después eran trescientas. Eso también me dejó marcada porque desapareció un nivel entero, con un jefe de nombre Ramón Torres y no lo ubicaban. Y este jefe con sus cincuenta o sesenta trabajadores en vez de salir a encontrase con el Humo, le hizo el quite (esquivó) al Humo. Siguió, siguió con su gente y apareció en una parte en las puertas del cerro, y ya era puro cerro y la abrieron y ahí se salvaron”, contó hace apenas unos años, ya anciana, Rosa Ubilla al recordar la “Tragedia del Humo”.
Rosa era apenas una niña el 19 de junio de 1945, hace hoy 79 años, pero con la edad suficiente para no olvidar lo que vio y escuchó ese día desde su casa, cerca de la mina de cobre El Teniente, cuando se produjo la peor catástrofe de la historia de la minería mundial en la que perdieron la vida 365 mineros y otros sesenta se salvaron gracias a la rápida reacción de un capataz. Según los datos del sindicato de los trabajadores de la mina, las víctimas tenían un promedio de 31 años y dejaron 150 viudas y 420 hijos huérfanos de padre.
Ubicada en Sewell, a unos 50 kilómetros de Rancagua, Chile, El Teniente era por entonces y sigue siendo hoy el mayor yacimiento subterráneo de cobre del planeta. Su explotación comenzó en 1905 y cuarenta años después estaba a cargo de la empresa estadounidense Braden Copper Company.
Para 1945, la compañía había perforado miles de kilómetros de galerías subterráneas para extraer el mineral, una tarea que desarrollaban alrededor de un millar de obreros en extenuantes turnos lejos de la luz del sol.
Ese martes 19 de junio de junio era un día como cualquier otro hasta que un accidente en principio pequeño, pero potenciado por la falta de medidas de seguridad y el desconocimiento de las vías de evacuación terminó convirtiendo a la mina en una trampa mortal.
Crónica de un desastre
El desastre se inició durante el turno A, a las 7.30 de la mañana. No hubo derrumbes, como suele suceder en los accidentes mineros, sino que fue el resultado de un humo letal que se expandió por las galerías y dejó sin oxígeno a los hombres, que murieron asfixiados, casi sin poder reaccionar.
Todo comenzó con un incendio que se produjo en la fragua del taller mecánico, ubicada en la boca de un socavón, que se encendía todas las mañanas. Ese día se utilizó para calentar el combustible necesario para aceitar unos carros, algo que también se hacía habitualmente. Pero era un día muy frío y, a causa del congelamiento de la capa superior del aceite, el combustible entró en ebullición y después explotó, lo que provocó un fuego que se expandió por el maderamen y el rubberoil que había en el área.
Una vez comenzado el fuego, los trabajadores no pudieron apagarlo porque no había llaves de agua entre el pozo de las locomotoras y la fragua. Según el informe de la comisión investigadora, media hora después se produjo una explosión ocasionada porque la “combustión de rubberoil desprendió abundante monóxido de carbono, que al saturar un lugar cerrado y ubicado al borde de una boca mina, empujó los tapados hacia fuera, desatando una violenta corriente de aire. La entrada de oxígeno generó un espiral en forma de L con la chimenea principal de la mina, cundiendo el fuego y propagando el humo mortalmente. Además, provocó la expulsión de la puerta contra incendios y la rápida invasión del gas tóxico en el interior de la mina”.
La gerencia de Braden Cooper demoró 45 minutos en dar las órdenes de evacuar a los obreros del yacimiento, apagar el sistema de ventilación para que el humo no se propagara y cerrar las puertas de seguridad para controlar el incendio. Ya era tarde: el humo tóxico había invadido casi todo el yacimiento, incluso las jaulas (ascensores) y las escaleras por los cuales los trabajadores podían salir de las profundidades de la mina.
La muerte y la salvación
No eran tiempos -y mucho menos en sus explotaciones de países periféricos- en que las empresas invirtieran recursos en la prevención de accidentes o dinero en cursos de seguridad para capacitar a sus trabajadores. Por eso, pese a los avisos, muchos de los mineros que estaban en las galerías de las profundidades no creyeron que estuvieran en peligro y, además, no conocían las vías de evacuación.
Cuando el gas tóxico llegó hasta las jaulas, los jauleros debieron abandonar sus puestos de trabajo porque no tenían máscaras de oxígeno, con lo que el sistema de ascensores quedó anulado como vía de escape.
Atrapados bajo tierra, los trabajadores fueron rápidamente alcanzados por ese humo que primero los desmayaba y luego los mataba. Mientras tanto, el gas se seguía expandiendo, ganando espacio gracias a que los canales de ventilación seguían abiertos y a los piques (las perforaciones verticales por donde ascienden y descienden los ascensores).
Unos 45 minutos después de iniciado el fuego, el gas de la muerte ya había ganado toda la parte inferior de la mina. Es decir, cuando las autoridades de la empresa dieron el aviso de evacuar, decenas de obreros ya estaban muertos por asfixia.
“Si fue que se asfixiaron, no se quemaron. Fue una asfixia que hubo y quiere que le diga una cosa, ese humo era de color amarillo…porque los bigotes de los hombres, los vellos de las fosas nasales y el pelo estaban ligeramente amarillos”, recordó años después Rosa Ubilla que corrió a las inmediaciones de la mina con su madre y sus hermanas y desde allí vio pasar el interminable desfile de camillas cargadas con cadáveres.
En medio de la confusión, Ramón Torres, uno de los capataces, con cincuenta mineros en su cuadrilla, se dio cuenta de que la única manera de salvarse era escaparle al humo. En lugar de correr hacia los ascensores para tratar de llegar a la superficie – lo cual era el camino hacia una muerte segura – se adentró aún más en las galerías en busca de otra salida. La encontró casi del otro lado del cerro y así salvó su vida y las de todos sus hombres.
La ceremonia de los cuerpos
Una vez “controlado el siniestro, al caer la tarde, de inmediato aumentó la labor general de rescate que se prolongó toda la noche. La orden fue registrar cada rincón para encontrar a todos los que estuvieran aislados y llegar a tiempo para reanimar a los que estaban inconscientes. Pero como había que ir con cuidado, sólo jefes y empleados que conocían bien el interior de la mina y entrenaban en rescate, ingresaron provistos de máscaras de oxígeno”, dice el informe que aún guarda en sus archivos el sindicato de los trabajadores de la mina El Teniente.
Por la boca de la mina salían unos pocos sobrevivientes, mientras los rescatistas sacaban los primeros cadáveres. Los muertos fueron trasladados a la morgue del campamento y, cuando superaron el centenar, comenzaron a ser llevados a una escuela en Sewell, la localidad más cercana. Una vez allí, comenzaron las labores de reconocimiento e identificación: los cadáveres quedaban marcados con una tarjeta blanca que exhibía el número de ingreso y, posteriormente, el nombre del obrero.
Luego se los introducía en ataúdes y se los llevaba a Rancagua, acompañados de sus deudos, para ser enterrados en el cementerio de la ciudad.
El primer funeral de los trabajadores se realizó el miércoles 20 de junio, y contó con la presencia del presidente Juan Antonio Ríos. “El primer mandatario y autoridades encabezaron la columna fúnebre, seguidos de la banda militar que rendía honores, y de los ataúdes, que avanzaron rodeados del público y lamentos”, registra una crónica del diario El Rancagüino.
Cada tumba fue ornamentada con una lápida y una cruz blanca, y frente a ellas se hizo un gran muro con placas de bronce donde fueron escritos los nombres de los obreros. La Braden Copper declaró tres días de duelo, paralizando las faenas durante el rescate y las siguientes tres jornadas, para retomar el trabajo el sábado de la misma semana.
“La vida en Rancagua se detuvo. El comercio cerró y todos participaron en los funerales. Destacaron la labor de Bomberos en el traslado de los féretros y de la Cruz Roja en la atención de las viudas y parientes de las víctimas que recibían a sus seres queridos a la llegada del tren”, señala otra crónica, publicada días después.
Impunidad sin límites
Mientras la justicia comenzaba investigaciones para establecer quiénes habían sido los culpables del incendio que inició el desastre, el Congreso chileno creó una comisión investigadora para determinar las responsabilidades de la Braden Copper Company.
En uno y otro caso, los resultados fueron nulos, y la empresa no debió pagar las consecuencias de su negligencia en cuanto a la seguridad de la mina. Recién en 1949, la compañía contrató al ingeniero norteamericano Stanley Jarret para organizar un Departamento de Seguridad.
Además de sufrir el dolor por las muertes de sus seres queridos, las familias de las víctimas también quedaron en una situación económica mucho peor que la precaria en la que ya vivían. “Lamentablemente, la empresa les pagó una miseria, no me acuerdo si eran 1.100 o 1.200 pesos, que recibían mensual las viudas. Entonces una miseria. La gente, todos nosotros, sufrimos harto y mucho. Los hijos mayores nos quedamos sin educación por lo mismo, tendrían que haber ayudado a la gente, a los hijos, por lo menos a los mayores a educarse, cosa que no hicieron”, explicó Rosa Ubilla en el testimonio que guarda el sindicato de los mineros.
Ella, en cambio, se consideraba afortunada: “Yo, a Dios gracias, no perdí a mi papá, pero voy todos los años al cementerio”, contó.
En “Canto General”, Pablo Neruda dedicó a las víctimas de la tragedia un poema titulado “Catástrofe en Sewell”. Allí dice en unos versos: “Sánchez, Reyes, Ramírez, Núñez, Álvarez./ Estos nombres son como los cimientos de Chile./ El pueblo es el cimiento de la patria./ Si los dejáis morir, la patria va cayendo,/ va desangrándose hasta quedar vacía (...)/ Hoy es el humo del incendio, ayer fue el gas grisú,/ anteayer el derrumbe, mañana el mar o el frío,/ la máquina y el hambre, la imprevisión o el ácido (...)/ No es el gas: es la codicia la que mata en Sewell”.