En el siniestro ranking de las mujeres asesinas en serie, la japonesa Miyuki Ishikawa, conocida como “La Partera del Demonio”, ocupa un “modesto” quinto lugar con 103 víctimas comprobadas. Muchas menos que las 650 de Erzsébet Báthory, “La Condesa Sangrienta”; las 300 de Khaterina “Madame” Popova , los 177 muertos que cuenta en su haber Mariam “La Mujer Rasputín” Soulakiotis, y los 128 de Olga “La Condesa” Konstantinovna Briscorn.
Sin embargo, si se tiene en cuenta quiénes fueron sus víctimas, la partera Ishikawa queda merecidamente a la cabeza de la escala del horror: los que mató fueron todos niños recién nacidos a los que debía asistir y cuidar en la maternidad donde trabajó durante ocho años, entre 1940 y 1948. Cuando fue descubierta no negó esas muertes, pero hizo una salvedad: dijo que ella no había matado a esos niños sino que los había dejado morir, lo que a su juicio era una cosa muy diferente.
También aseguró que lo había hecho por dos razones de peso: aliviarles la existencia a unos padres que no podían mantenerlos y evitarles a esos bebés el dolor de crecer abandonados y acosados por las privaciones. En otras palabras, que había actuado movida por la piedad.
Aunque resulte increíble, con esos argumentos se ganó la simpatía de buena parte de la opinión pública en un Japón que vivía las privaciones de la guerra y, luego, de la derrota en la posguerra, convenció a los jueces para que le impusieran una condena irrisoria que ni siquiera llegó a cumplir por completo y, por último, abrió un debate político y social que llevó a la promulgación de la primera ley del aborto en el país.
Para perpetrar sus crímenes contó con la asistencia de su marido y otros tres cómplices, la vista gorda de las autoridades sanitarias de Yanagichō, la localidad donde trabajaba, que no dudaron en aceptar sobornos para encubrir sus maniobras. Si la descubrieron después de ocho años de actuar con total impunidad fue por el olfato de dos policías que se fijaron en los movimientos extraños de un funebrero.
Cinco pequeñas cajas
El 12 de enero de 1948, dos detectives del departamento de Policía de Waseda allanaron la casa de Nagasaki Ryutaro, de 54 años, empleado de una funeraria, a quien tenían bajo vigilancia luego de notar que periódicamente llegaba con unas cajas de madera de contenido enigmático.
En el momento de la requisa encontraron que guardaba cinco en una habitación del fondo de la vivienda y al abrirlas casi se desmayan del espanto. Dentro de cada una de ellas había un bebé muerto. Interrogado allí mismo, el hombre reveló que las cajas provenían de la maternidad del hospital Kotobuki y que su trabajo era llevarlas al crematorio.
Más tarde, en la comisaría donde lo llevaron en calidad de detenido, Ryutaro se quebró y confesó que había hecho lo mismo con más de treinta cajas y que por cada cadáver que cremaba recibía la suma de 500 yenes. Mientras el funebrero hablaba hasta por los codos con sus interrogadores, el forense de Waseda realizó las autopsias de los cinco cuerpos y determinó que los bebés no tenían comida en sus estómagos, sus pulmones mostraban síntomas de neumonía y sus cuerpos estaban desnutridos. Es decir, que habían muerto por abandono.
Con los resultados de las autopsias ante sus ojos, los detectives tuvieron la certeza de que se encontraban ante cinco asesinatos y que Ryutaro era el último eslabón de una cadena de criminales que partía del hospital Kotobuki y terminaba en el crematorio.
El 15 de enero se presentaron en la maternidad y detuvieron a la partera Miyuki Ishikawa, señalada por el funebrero como quién le entregaba las cajas con los cuerpos. Más tarde detuvieron al médico Takeshi Ishikawa – marido de la matrona -, al director del hospital, Shiro Nakayama, y a uno de sus asistentes, Kishi Masako.
Al interrogarlos descubrieron todos los engranajes de un horroroso mecanismo criminal que venía funcionando de manera aceitada desde hacía casi una década.
Matar dejando morir
Miyuki Ishikawa confesó todo con lujo de detalles. Contó que había comenzado a trabajar en la maternidad del hospital en 1940, donde oficiaba a la vez como directora y partera. Una de las tareas de Miyuki consistía en revisar los reportes sobre los padres de los bebés que nacían en la maternidad y sus antecedentes y así descubrió que muchos de ellos no contaban con recursos para mantener a sus hijos y que la tasa de abandonos era altísima.
Frente a los interrogadores, explicó que su primera intención había sido encontrar padres adoptivos para esos bebés consultando con organizaciones de caridad y servicios sociales pero que los resultados habían sido casi nulos. En un país empobrecido por la guerra casi no había parejas en condiciones de adoptar.
El futuro de esos bebés, les dijo a los policías, era la orfandad, el abandono, el hambre y una vida plagada de privaciones y dolores, algo que a ella le dolía en el alma y que no estaba dispuesta a tolerar. Sin encontrar otra salida, decidió que lo mejor para esos bebés sin futuro era la muerte e ideó un plan: dejarlos morir para que no sufrieran. Su modus operandi era negar el cuidado a los recién nacidos hasta que morían de hambre y sed o agotados por los continuos llantos que los debilitaban y en algún caso los sofocaban hasta morir por asfixia.
No podía hacerlo sola, de modo que convenció a su marido y al director Shiro Nakayama para que firmaran los certificados de defunción de los bebés falseando la realidad: en los papeles, esos bebés nunca habían nacido sino que habían muerto antes de nacer o durante el parto. El asistente Kishi Masako conocía el mecanismo y colaboraba con ellos.
4.000 yenes por cada muerte
Para que las autoridades sanitarias no iniciaran una investigación sobre la alta tasa de mortalidad que se registraba en la maternidad, Masako se encargaba de sobornarlas. Para eso hacía falta dinero y “La partera del Demonio” – como comenzaron a llamarla algunos medios cuando se conocieron sus crímenes – y sus cómplices idearon la forma de conseguirlo.
A los padres desesperados y las madres solteras dispuestos a abandonar a sus hijos recién nacidos o por nacer, “La partera del Demonio” les ofrecía una solución: a cambio de 4.000 yenes, ella les sacaría de encima la carga imposible de mantener a sus hijos. Para eso contaba con un argumento de hierro: les decía que esa suma – que si se esforzaban podrían conseguir – era irrisoria comparada con el costo de alimentar, vestir y educar a un niño. En su confesión, Miyuki Ishikawa explicó que no lo hacía con fines de lucro porque igual les prestaba el servicio a quienes le respondían que no podían pagar. De esos 4.000 yenes, detalló, 3.500 se iban en sobornos y 500 eran para pagarle al funebrero. Ni ella ni sus cómplices se guardaban un solo yen.
Mientras tanto, la magnitud de la operación criminal montada por la partera y sus cómplices iba quedando al descubierto. Siguiendo las indicaciones de Miyuki y el resto de los participantes del plan, la policía encontró los restos óseos de unos cuarenta bebés esparcidos en diferentes lugares del barrio Shijuku y otra treintena de esqueletos más en un templo. Sumados los que habían sido incinerados por el funebrero Ryutaro, la cantidad de bebés asesinados llegó a 103. Otros cálculos, no corroborados en la causa judicial, llevan la cifra a 169.
Una pena irrisoria
En el juicio, Miyuki Ishikawa admitió todas las muertes, pero se defendió acusando a los padres de irresponsables. Contra lo que se podría pensar, el argumento de “La partera del Demonio” tuvo buena recepción en la opinión pública y en no pocos medios de comunicación que defendieron su postura. Del otro lado, una de las principales detractoras del accionar de la matrona asesina y sus cómplices fue la novelista Yuriko Miyamoto, que sostuvo que los crímenes que habían cometido implicaban, además, actos de discriminación hacia los más pobres, una suerte de eugenesia destinada a perfeccionar la especie eliminando a “seres inferiores”.
El raid asesino de Ishikawa también contaba con antecedentes que casi no habían tenido consecuencias legales, como el de los pobladores de Itabashi, acusados de asesinar a 41 niños en los primeros años de la década de los ‘30, y el de Hatsutaro Kawamata, acusado de los homicidios de 25 niños.
El gobierno japonés no había prácticamente actuado frente a esos crímenes porque en el sistema legal los recién nacidos no tenían derechos. De acuerdo con el Código Penal de 1903, se consideraban como infanticidios solo aquellos casos donde el niño recibía una herida que tenía consecuencias mortales.
No era el caso de Ishikawa y sus cómplices, que según esa lectura no habían matado sino dejado morir. Con ese marco legal, el Tribunal de Distrito de Tokio consideró sus crímenes como “homicidios por omisión” y sentenció a la partera a ocho años de prisión y penó con solo cuatro años a sus cómplices. No llegaron a cumplir la totalidad de las condenas, porque en 1952, tras una apelación, un tribunal superior las redujo a la mitad.
Nuevas leyes
Los infanticidios de Miyuki Ishikawa también tuvieron consecuencias en la legislación japonesa y llevaron a que el gobierno considerara legalizar el aborto “por razones económicas” debido al número de niños no deseados que nacían en el país. El 13 de julio de 1948 se sancionó la Ley de protección contra el cuerpo de la madre, una norma que también estableció un sistema nacional de exámenes para parteras. Casi un año más tarde, el 24 de junio de 1949, entró en vigencia la ley de abortos por razones económicas. La normativa, sin embargo, no tenía ninguna relación con dar a las mujeres más control sobre su salud reproductiva, sino que se trataba de prevenir el nacimiento de personas consideradas “inferiores”, como había sostenido la escritora Yuriko Miyamoto. El artículo 1° de la ley estipulaba que su objetivo era “impedir el nacimiento de descendientes inferiores desde el punto de vista eugenésico y proteger también la vida y la salud de la madre”.
Después de cumplir su pena reducida, “La partera del Demonio” no volvió a ejercer su profesión. Al salir en libertad se dedicó a la venta de pescado y de cremas, y más tarde montó una pequeña empresa inmobiliaria. Murió de muerte natural el 30 de mayo de 1987, a los 90 años.