La sospecha de Tanya Brown es que ella lo suponía. Por eso, durante años, escribió al menos sesenta episodios de violencia doméstica. Anotó declaraciones, acciones, consecuencias: amenazas e insultos, golpes y magullones, cicatrices y moretones. Guardó, por ejemplo, el detalle del principio de todo: “La primera vez que me golpeó fue después de la fiesta de aniversario de Louis y Nanie Mary. Comenzó en la esquina de la calle de la Quinta Avenida aproximadamente a las nueve de la noche. Me tiró al suelo, me golpeó, me pateó. Fuimos al hotel donde me siguió golpeando durante horas y yo seguí arrastrándome hacia la puerta”.
Tanya Brown encontró diarios, cartas y fotos que su hermana, Nicole Brown Simpson, había guardado en una caja fuerte. Ella cree que detallaba el ensañamiento y crueldad de su esposo, Orenthal James Simpson, conocido mundialmente como OJ Simpson o como la estrella de la NFL que se convirtió en una celebridad a costa de publicidades y participaciones en el cine, porque quería dejar asentado la brutalidad en caso de que ella no lo pudiera contar. Escribió lo que le decía: “Sacá de mi puta casa tu culo gordo y mentiroso”, “Tengo un arma en mi mano, así que sal de aquí”. Escribió lo que le hacía: “Me tiró contra la pared, me dejó moretones en los brazos y en la espalda”, “Cuando volvimos de tomar unos tragos, me dio una paliza en casa. Tan fuerte que arrancó mi suéter azul y mis medias azules por completo. Fuimos al hospital en Wiltshire, y fingimos que había sido un accidente de bicicleta”.
Nicole y OJ se habían conocido en 1977 en un club nocturno de Beverly Hills. Él jugaba su último año en Buffalo Bills -ya había sido el líder anotador y el jugador más valioso de la NFL- y participaba en la miniserie de televisión Roots y en la película de suspenso The Cassandra Crossing. Ella quería ser modelo y fotógrafa, trabaja como moza y nunca había oído del corredor estrella de la liga de fútbol americano devenido a actor. Él la sedujo. Ella se enamoró. Él llevaba una década de casado con Marguerite Whitley y era padre de Arnelle, Jason y Aaren, quien nació ese mismo año y murió trágicamente cuando aún era una bebé de meses.
Ella tenía 18 años. Él, 30. La relación, dentro de la clandestinidad, había escalado a la formalidad. Ella abandonó la universidad y fue a convivir con él. El proceso de separación de su primera esposa demoró dos años: se divorciaron en 1979, pero el matrimonio había fracasado hace tiempo. El 21 de julio de 1984, cuatro años después de su retiro deportivo, OJ Simpson corrió por la ruta de la costa del Pacífico con la llama olímpica. Asumió el paso por la California Incline, un tránsito en pendiente ascendente por Santa Mónica. “Cada vez que pensaba que me estaba cansando de subir esa colina, escuchaba los aplausos de la multitud y eso me mantenía adelante”, dijo. Su foto con la insignia del olimpismo fue tapa de Los Angeles Times. Detrás de él, corría su por entonces novia Nicole Brown.
Se casaron al año siguiente, el 2 de febrero, y el 17 de octubre nació Sydney, su primera hija. Tres años después, el 6 de agosto de 1988, nació Justin, el segundo y último hijo de la pareja. Pero nada era tan idílico como se suponía. Simpson justificaba sus infidelidades diciéndole a su mujer que había engordado demasiado en el embarazo. El abuso psicológico escalaba progresivamente. El abuso físico crecía aceleradamente. El primero de enero de 1989, la policía llegó a la casa. Ella, dice el New York Times, “salió corriendo de entre los arbustos gritando: ‘¡Me va a matar! ¡Me va a matar!’”. Estaba herida: tenía el labio cortado, un ojo morado y un moretón en el cuello. Debió recibir asistencia en un hospital.
No era la primera vez que la policía acudía a su mansión en Brentwood. Las denuncias no eran nuevas. Peor: estaban naturalizadas por su entorno y por los organismos de seguridad, que relativizaban la violencia de género, en un signo cultural de época. Habían sido nueve las llamadas de Nicole Brown a la policía de Los Ángeles para exigir que detuvieran las amenazas y agresiones de su marido. El incidente de Año Nuevo fue un pequeño umbral en la vida del popular OJ. Lo arrestaron y lo acusaron de abuso conyugal. No se opuso: fue sentenciado, cuatro meses después, a brindar ciento veinte horas de servicio comunitario, a pagar una multa ínfima y a someterse a dos años en libertad condicional.
El vínculo amoroso había perecido. La relación subsistía por conveniencia comercial. Nadie creía que los abusos eran tales como ella los graficaba. Ni siquiera sus padres, que la instigaban a que no se divorciara. Se presume que Simpson tentó a su suegro con un acuerdo económico para que ella llamara a uno de sus sponsors y los convenciera de que, en verdad, la ex estrella de fútbol americano no era un padre violento o un ciudadano americano salvaje. Nicole Brown solicitó el divorcio el 25 de febrero de 1992: argumentaba “diferencias irreconciliables”.
Pero la ruptura no frenó la espiral de violencia. El vínculo se había pervertido por completo. Emprendieron un esbozo de reconciliación, impuesto por fuerzas externas, que no fluyó. Hubo dos nuevos llamados de Nicole al 911: ocurrieron el 25 de octubre de 1993. Él había interrumpido violentamente en su casa. La mujer reveló, según aporta The Washington Post, que su ex marido despotricaba y deliraba. Cuando la policía le preguntó cómo lucía el agresor, ella contestó: “Es OJ Simpson. Creo que conoces su historial”. Las advertencias eran contundentes y suficientes, pero simplificadas por una concepción propia de su presente histórico: Estados Unidos no tenía, por entonces, una ley de protección a las mujeres.
En 1994, OJ Simpson mató a su ex esposa y el presidente Bill Clinton firmó la Ley de Violencia contra la Mujer. Primero ocurrió el femicidio, cuando los crímenes hacia mujeres en contextos de violencia de género no tenían un término que los agrupara. Sucedió la noche del domingo 12 de junio, hace exactos treinta años. Nicole había ido a cenar con su madre Judith al restaurante habitual, el Mezzaluna Trattoria emplazado sobre la calle San Vicente Boulevard en Los Ángeles. Hablaron con el gerente y con Ronald Goldman, un mozo que solía atenderlas y con quien habían concebido cierta simpatía.
Nicole perdió los anteojos esa noche. Lo descubrió en su casa. Pensó que se los había olvidado en el restaurante y llamó para cerciorarse. La mujer tenía razón: estaban en el piso del estacionamiento. Ella les ofreció ir a buscarlos otro día, pero Ronald Goldman se postuló para llevárselos esa misma noche. Pasó primero por su casa, se cambió de ropa, tal vez se bañó. Soñaba con ser modelo y actor. Hay quienes dicen que eran amantes. No hay indicios de un vínculo sentimental. Murió esa misma noche: según las investigaciones, llegó a la mansión de la comensal sobre la calle South Bundy Drive durante o minutos después de que OJ Simpson matara a su ex esposa.
El ladrido constante del perro de Nicole Brown durante la medianoche del domingo despertó la sospecha de un vecino. El hombre salió de su casa, se acercó a la mascota -de raza akita inu- y notó que tenía sangre en sus piernas. Asustado, prefirió llamar a la policía antes que ingresar al patio delantero de la residencia. Minutos después de que el domingo se convirtiera en lunes, dos agentes de la policía de Los Ángeles constataron el origen de la sangre. Nicole Brown era un cuerpo recostado sobre su propia sangre: el asesino le había seccionado la carótida y la yugular, y apuñalado siete veces. Tenía 34 años. Goldman yacía a pocos metros. El asesino le había asestado diecisiete puñaladas. Tenía 25 años.
El criminal estaba apurado o era novato. La escena del crimen guardaba evidencias sustanciales: el sobre blanco con unos anteojos dentro, una gorra azul y un guante izquierdo Aris Isotoner extragrande. Las muertes habrían sucedido -determinaron los peritos- entre las 22:15 y las 22:40. A cinco minutos de ahí vivía OJ Simpson, quien mientras la policía constataba la muerte de dos personas esperaba en el aeropuerto de Los Ángeles un vuelo para volar hacia Chicago. Durante la mañana del día siguiente, el jefe de homicidios Keith Fuhrman ordenó a los detectives Tom Lange, Philip Vannatter, Ron Phillips y Mark Fuhrman notificarle del asesinato de su ex esposa a OJ Simpson. Fueron hasta su casa. No lo encontraron, pero sí constataron huellas de sangre en la puerta de su auto y en un guante derecho Aris Isotoner extragrande, similar al hallado en la escena del crimen. Así fue como, automáticamente, Orenthal James Simpson se convirtió en principal sospechoso de un doble asesinato.
Las autoridades emitieron una orden de captura inmediata. Los policías que lo detuvieron para interrogarlo se sacaron fotos con él. Los detectives, además de interpelarlo, hallaron pruebas incriminatorias. Tenían decidido presentar cargos contra él. Demoraron cuatro días en consolidar la acusación y en comunicárselo a sus abogados. Era un tema sensible, que había escalado en la agenda pública. Representaba la estrepitosa caída de un héroe, un faro cultural del espíritu norteamericano. Le solicitaron a los letrados que el acusado se entregara voluntariamente a las doce de la mañana del viernes 17 de junio. La repercusión del caso, el calibre de la denuncia y la popularidad del imputado obligaban a acordar el procedimiento entre las partes y actuar sin estridencias. Pero OJ Simpson procuró lo contrario.
No se entregó. Amenazó con suicidarse. Tenía un revólver Magnum 357 en su poder. Dejó tres cartas suicidas: una para sus hijos, otra para su madre y otra para ser leída ante los medios. El mensaje decía: “No sientan lástima por mí. He tenido una gran vida, grandes amigos. Por favor, piensen en el verdadero OJ y no en esta persona perdida”. Pero no tenía forma de esconderse. Para la policía era un fugitivo. Había una ciudad buscándolo, por tierra y por aire. Viajaba en una camioneta Ford Bronco, donde llevaba ocho mil dólares en efectivo, un pasaporte, barba y bigotes postizos. Había planificado un plan de huida. No quería ser detenido.
Lo vieron circulando por la autopista interestatal 405. Eran las siete de la tarde. La camioneta la conducía su amigo y ex compañero de equipo, Al Cowlings. Él se encontraba en la parte trasera apuntando a su cabeza con la pistola. Pero no solo la policía estaba detrás de él: no alcanzaba con que las fuerzas de seguridad lo vieran. 95 millones de personas siguieron por televisión cómo veinte patrulleros perseguían en cámara lenta a una personalidad destacada del deporte y el cine que amenazaba con quitarse la vida y que era acusado de haber matado a su ex esposa. Más que una persecución, era un desfile, una procesión, el ocaso de una estrella, y un episodio que anticipó cómo actuarían los medios periodísticos del próximo siglo. “Hay algunos momentos en la cultura estadounidense que han transformado la forma que tenemos de ver el mundo y creo que esa persecución fue, sin duda, uno de esos momentos. Fue surrealista, fue un reality show”, describió el abogado experto en el caso, Marcellus McRae.
La camioneta recorrió ochenta kilómetros durante casi dos horas hasta que estacionó frente a la casa del acusado. Cuarenta y cinco minutos tardó OJ Simpson en bajar y entregarse a la justicia. Pero el 3 de octubre de 1995 lo absolvieron. El jurado se tomó apenas cuatro horas para tomar la deliberación. El sospechoso había invertido veinte millones de dólares para que lo defendiera un reconocido banquete de abogados, integrado por Johnnie Cochran, Robert Kardashian -padre de Kim- y Robert Shapiro. Apelaron a que su defendido purgaba una acusación racial que él mismo no asumía en sus declaraciones públicas cuando se describía ni negro ni blanco, sino simplemente “OJ”. La fiscalía acumuló errores vitales: presentó como testigo a un policía con antecedentes de conducta racista y con gustos por objetos nazis, y le pidió al asustado que se probara guantes que ya no le entraban. Todo el proceso se televisó. Los medios lo llamaron “el juicio del siglo”.
OJ Simpson fue absuelto en 1995 pero declarado responsable de sus muertes en un juicio civil dos años después. Los magistrados lo obligaron a abonar treinta y tres millones de dólares en daños y perjuicios, que nunca pagó. Ese mismo año, Fred Goldman, padre de Ronald, afirmó que renunciaría a toda la indemnización a cambio de una confesión firmada. Debió contentarse con los derechos de un libro que iba a llamarse Si lo hubiera hecho, sobre supuestas conversaciones con Simpson, pero cuyo título se modificó cuando la familia de la víctima recibió la potestad sobre la obra. Se publicó con el nombre Si lo hubiera hecho: confesiones del asesino, con la palabra “si” escrita de modo diminuto, casi imperceptible.
El material se lanzó en 2007. Incluía las declaraciones confusas e hipotéticas que OJ Simpson había revelado en diálogo con Judith Regan, la editora del libro, un año antes. El reportaje se guardó durante doce años. La cadena de televisión estadounidense Fox lo mostró en marzo de 2018 en un documental titulado O.J. Simpson: The Lost Confession. Habían pasado cinco meses de que el entrevistado saliera bajo fianza del correccional de Lovelock, en Nevada, tras pasar nueve años detenido por haber robado a un coleccionista de un hotel de Las Vegas los trofeos deportivos que él mismo había ganado.
En su extraña confesión, dice estar acompañado de un cómplice llamado Charlie. Se ve en la camioneta Bronco rumbo a la casa de su ex esposa. “Sea lo que sea que esté pasando, esto tiene que parar”, piensa. Dice que como no puede llevar un arma, siempre tiene un cuchillo en la camioneta, y que Charlie lo tomó antes de bajarse. Cuenta que en la casa había música y velas, y que había una persona que no sabía quién era (Ronald Goldman). Relata que empezó un forcejeo con Nicole. “Hacía dos semanas que la situación era cada vez más irritante”, aduce. “Recuerdo que agarré el cuchillo, recuerdo eso, que le saqué el cuchillo a Charlie y, para ser honesto, después de eso no recuerdo nada, excepto que estaba ahí y estaban pasando cosas. Vi sangre. Nunca vi tanta sangre en mi vida”. Interrumpe su exposición con una risa macabra, inesperada. “Odio decirlo, pero esto es hipotético. Lo siento, pero tenemos que volver atrás otra vez. Es difícil hacer que la gente piense que soy un asesino”.
El hombre que asesinó a dos personas, que cometió un femicidio, que durante una década ejerció violencia física y psicológica sobre su esposa y que solo fue condenado a prisión cuando robó, murió de cáncer el 10 de abril de 2024. Tenía 76 años.