Tenía una misión que cumplir. Pero no la cumplió. Por eso, París siguió intacta, no cayó convertida en escombros y es aún hoy una de las ciudades más bellas, si no la más bella, del mundo. El héroe, de consistencia dudosa, fue el teniente general del ejército nazi Dietrich von Choltitz, a cargo de la defensa del Gran París, que en agosto de 1944, dos meses después del desembarco aliado en Normandía, estaba asediado por una sublevación civil, por el accionar militar de las FFI (Fuerzas Francesas del Interior) a cargo del general Pierre Koenig, pero en manos del coronel Henri Tanguy, un voluntario comunista que había adoptado el nombre de Rol-Tanguy, y en vísperas de un enfrentamiento que podía terminar en una masacre de franceses y de tropas nazis.
Von Choltitz tenía órdenes de Hitler de destruir París, antes de “dejarla caer en manos del enemigo”. Pero París estaba ya en manos de los franceses. De todos modos, el jefe militar alemán colocó explosivos en todos los grandes símbolos parisinos: en el Louvre, en Quai d’Orsay, que hoy alberga uno de los grandes museos de la ciudad, en el jardín de las Tullerías, en la Opera Garnier, en la Torre Eiffel, en la catedral de Notre Dame y en todos los puentes vitales sobre el Sena, entre ellos el mítico Ponte Neuf, el Pont des Arts, donde caminarían los cronopios de Julio Cortázar y en el que durante años los enamorados colocaron candados destinados a sellar un amor que duró menos que el metal aherrojado, en el Pont d’Alma, en cuyas tripas subterráneas iba a morir la princesa Diana en 1997, y hasta en Invalides, que guarda aún hoy los restos de Napoleón. Choltitz y sus artificieros lo amenazaron todo, pero no concretaron nada: París se entregó a los aliados después de cruentas batallas callejeras, con extraña mansedumbre.
Eso fue lo que convirtió a Choltitz en un héroe. Su personalidad y sus verdaderas intenciones como comandante de las fuerzas alemanas en París hacen de ese héroe un tipo dudoso, especulador, sagaz y tortuoso. Entre los militares alemanes que lucharon en la Segunda Guerra hubo nazis convencidos, oficiales que no eran nazis pero que luchaban por Alemania y nazis convencidos que, cuando se dio vuelta el viento de la guerra, se “desconvencieron” con rapidez de su nazismo e intentaron un andar que borrara su pasado. ¿Quién de todos ellos era von Choltitz? ¿Por qué no destruyó París?
En el plato de la balanza nazi, pesa un argumento indiscutible: Hitler confió en él para comandar la fuerza militar que ocupaba la capital de Francia. En junio de 1944 lo había ascendido a teniente general para ponerlo al frente del 83 Cuerpo de Ejército en la costa de Cotentin, Normandía. El historiador Martin Blumenson en su libro “The duel for France – El duelo por Francia”, dice del alemán que parecía “un gordinflón con aspecto de comediante de cabaret”. Pero pese a ese aspecto, acaso engañoso, y a las dificultades físicas -empezaba a padecer un enfisema pulmonar que le iba a costar la vida en 1966-, von Choltitz se convirtió en el comandante del Gran París el 7 de agosto por orden de Hitler, herido y furioso después de escapar con vida por milagro del atentado del 20 de julio que destruyó parte de su bunker.
Luego de caer prisionero de los aliados, Choltitz se presentó siempre, ya no sólo como el “salvador de París”, sino como un antinazi convencido. Costaba creerle. No sólo gozaba de la confianza de Hitler sino que había cumplido con fidelidad sus órdenes de aplicar la política de tierra arrasada en la retirada alemana del frente sur de Rusia y de Ucrania. Cautivo de los ingleses en Trent Park, al norte de Londres, donde fueron grabadas todas las conversaciones de los prisioneros, Von Choltitz le digo a su par y caballero Wilhelm von Thoma: “La peor tarea que llevé a cabo, aunque la llevé a cabo con gran eficiencia, fue la liquidación de los judíos. Cumplí esa orden hasta el más mínimo detalle”. El historiador Anthony Beevor, que cita esta historia, agrega que von Choltitz nunca enfrentó un tribunal de crímenes de guerra por esos actos.
Era un militar profesional arrastrado por el vendaval del nazismo y la Segunda Guerra. Había nacido en Silesia en 1894, fue teniente en la Primera Guerra Mundial y siguió su carrera militar en los años dramáticos y acaso felices de la República de Weimar y era teniente coronel en 1938, ya con Hitler y el nazismo instalados en Alemania y en vísperas del estallido de la Segunda Guerra. Como jefe de un regimiento de infantería participó de la invasión nazi a Holanda en 1940 y, al año siguiente, de la “Operación Barbarrosa”, la invasión de Hitler a la URSS. En 1943, después de la derrota en Stalingrado, cuando el curso de la guerra dio un giro y Alemania enfrentó la posibilidad clara de una derrota, von Choltitz ascendió a teniente general y al lujo tonto de lucir en los laterales de los pantalones de su uniforme unas bandas rojas que indicaba su alto grado militar.
Así llegó a París para hacerse cargo de su defensa, con la orden de destruirla y cuando ya en las entrañas de la ciudad se gestaba la gigantesca rebelión popular que iba a sellar su destino. Se instaló en la Residencia Coty que ocupaba el teniente general barón Von Boineburg-Lengsfeld, a quien iba a reemplazar. Lo recibió el teniente conde Dankwart von Arnim -los títulos de nobleza eran heredad del viejo imperio alemán-, que describió así a von Choltitz, que tenía entonces cincuenta años: “Es un hombre de corta estatura y formas rechonchas, voz desapacible, acento medio sajón, medio silesio, con monóculo; en su cabeza más bien redonda lucía una pequeña raya casi en medio. Hablaba con rapidez”.
El nuevo dueño de París instaló su cuartel general en el magnífico Hotel Meurice, sobre la Rue Rivoli, frente a las Tullerías y al Museo del Louvre, que aun luce hoy su viejo esplendor. Lo que encontró no pudo desanimarlo más. La inteligencia alemana le advirtió que estaba por estallar una sublevación popular ni bien se acercaran las tropas aliadas. A mediados de agosto Choltitz hizo una demostración de fuerza con la idea de desanimar a la Resistencia: organizó un desfile de diecisiete tanques Panther. Sirvió de nada. El general alemán, que se suponía debía contar con veinticinco mil soldados, había perdido muchas de esas fuerzas y casi todos sus tanques, que habían sido enviados a las playas ardientes de Normandía y a las tierras del norte francés, por donde avanzaban los aliados con rumbo a Berlín.
Tal vez para despertar algún sentimiento de piedad, Choltitz reveló después de la guerra que sólo contaba para defender París con un regimiento de seguridad de soldados veteranos, cuatro tanques, dos compañías montadas en bicicleta, algunos destacamentos antiaéreos y un batallón con diecisiete carros de asalto franceses ya vetustos. Cualquiera fuese la cantidad, eran tropas de poca calidad entre las que se contaba “un batallón de intérpretes”.
París no iba a ser liberada por los aliados. El comandante supremo de esas fuerzas, el general americano Dwight Eisenhower y sus estrategas preferían el avance directo hacia la frontera alemana en el Rin, sin desviarse para liberar París. Fue la feroz insistencia del general Charles De Gaulle, de su mano derecha en la capital francesa, Jacques Chaban-Delmas y el peligro, que ambos expusieron con fervor, de que las FFI comandadas por el comunista Rol-Tanguy liberaran la ciudad, lo que hizo que los aliados cambiaran de táctica y de ruta. De Gaulle impuso inclusive que fuese un general francés el que entrara a París, apoyado, sostenido más bien, por fuerzas estadounidenses.
El elegido por De Gaullle fue el general Philippe Leclerc que se puso al frente de la Segunda División Blindada del ejército francés, entre las que destacaban la 9na. Compañía de Reconocimiento, al mando del capitán Raymond Dronne, más conocida, y célebre, como “La Nueve”. Estaba formada casi con exclusividad por españoles que habían combatido por la República y, con el triunfo de Francisco Franco, habían cruzado la frontera para pelear contra los nazis. “La Nueve” estaba al mando de Joseph Putz, un voluntario de las Brigadas Internacionales que habían participado de la Guerra Civil Española.
Los republicanos españoles luchaban acaso con la esperanza de una especie de reciprocidad aliada contra Franco cuando llegara el final de la Segunda Guerra. Si la tuvieron, esa esperanza murió un segundo después de la derrota alemana. El primer ministro británico Winston Churchill había pactado el reconocimiento al gobierno español a cambio de la neutralidad de Franco en la guerra, de que no se aliara con Hitler. Franco cumplió a medias. No se alió con Hitler, hubiese sido fatal para la España de posguerra civil, pero los submarinos alemanes se abastecieron de combustible y comida en los puertos españoles.
Tal como sabían los servicios de inteligencia alemanes, ni bien los tanques de Leclerc tomaron el camino hacia París empezó la agitación en la ciudad. El 13 de agosto se declararon en huelga los trabajadores del metro. De Gaulle logró que la Gendarmería y la Policía entraran en “estado de deliberación” para que dejaran de obedecer órdenes alemanas: ambas fuerzas se sublevaron. El 15, Rol-Tanguy ordenó la requisa de vehículos para blindarlos ante una lucha callejera, y Chaban-Delmas llegó desde Londres con un pedido imposible: el jefe de las FFI, general Koenig, ordenaba a su subordinado, Rol-Tanguy, que frenara la revuelta porque los aliados esperaban liberar la ciudad en los primeros días de septiembre.
La revuelta era imparable porque los comunistas habían olido la victoria y los gaullistas no estaban dispuestos a dejarles la iniciativa. Ambos grupos, miembros del Consejo Nacional de la Resistencia, acordaron el 17 de agosto intensificar la lucha. Ese es el día que se conoce como el de la “grande fuite des Fritz”, la gran huida de los alemanes: los nazis sabedores de que no podrían resistir por mucho más tiempo, comenzaron a evacuar la ciudad.
El 18 empezó una huelga general convocada por el Partido Comunista Francés; el grito de la huelga fue “¡A las barricadas!” y los parisinos alzaron en las calles barreras de piedras y adoquines para impedir la circulación de los vehículos de guerra nazis; también se intensificaron los combates callejeros y la Prefectura de Policía, frente a la catedral de Notre Dame, fue tomada por los sublevados con la ayuda de los uniformados que habían obedecido al invasor alemán.
El 20 de agosto, el cónsul de Suecia, Raoul Nordling, logró una tregua entre los dos bandos que combatían en las calles. Muchos años después, la ficción recogió para el teatro y para una miniserie, basada en la obra de teatro, un diálogo que nunca existió entre Nordling y von Choltitz. Según esa ficción, Nordling intenta convencer al alemán de la inutilidad de destruir París y Choltitz, que lo sabe, teme por la suerte de su familia si desobedece a Hitler. El general alemán ya había sido convencido por su estado mayor de la torpeza y la nulidad de destruir la ciudad, convicción que acentuaba el probable destino que los franceses iban a reservar a los jerarcas alemanes que dejaran su ciudad en ruinas.
La tregua de Nordling cumplió su meta: los alemanes apuraron la evacuación de la ciudad y las FFI se rearmaron y se desplegaron por el resto de la ciudad. El 23 de agosto Hitler llamó por teléfono a von Choltitz y le recordó su compromiso de destruir la ciudad. El general alemán, que ya había colocado sus cargas explosivas por todo París, mintió a Hitler: “Haré saltar la Torre Eiffel y voy a usar sus vigas de hierro para obstruir el acceso a los puentes que también voy a volar”. En el otro plato de la balanza, el que pone a von Choltitz como un militar no ligado al nazismo, figura esta falsa esperanza que le dio a Hitler y que no estaba dispuesto a cumplir. Junto al Führer, en Berlín, estaba el general Hans Speidel, del Estado Mayor alemán, que sabía que von Choltitz no iba a detonar sus cargas explosivas.
El pacto entre Nordling y von Choltitz incluyó un “combate de honor” por parte de los alemanes, para salvar las apariencias y evitar que Hitler acusara a sus generales de rendirse sin luchar: habría muertos, era verdad, pero era imprescindible. Después de ese combate de artificio, las tropas alemanas dejarían París y sus jefes se rendirían. En medio de las negociaciones, la sede del comando alemán en el Hotel Meurice estaba bajo fuego nutrido. Las balas perforaban las ventanas y llegaban desde todos lados, en especial desde las Tullerías y desde el Louvre, donde se había instalado un puesto de combate al que le sobraban las municiones.
Bajo fuego, von Choltitz y sus hombres tomaban champán de la bodega del hotel, refugiados en la primera planta del edificio. Horas antes habían recibido una extraña visita. Dos oficiales de las SS se habían presentado con una orden directa del Führer: “salvar” el tapiz de Bayeux, depositado en los sótanos del Louvre, para llevarlo a Alemania. Von Choltitz señaló las ventanas perforadas por el fuego continuado y dijo: “Señores, el tapiz está allá enfrente, en el Louvre. No dudo que para dos de los mejores soldados de Hitler será una tontería apoderarse de él”.
Con la liberación en ciernes, las campanas de las iglesias parisinas se habían echado a vuelo, en competencia ruidosa con el fuego graneado que castigaba incluso a los estandartes rojos y negros con la esvástica que colgaban frente al Meurice. En la noche, el general Speidel llamó a von Choltitz desde Berlín para saber “cómo iban las cosas”. Y von Choltitz ahorró palabras: acercó el tubo del teléfono para que en Berlín oyeran ese particular concierto de balas y campanas. Speidel entendió enseguida y preguntó si París tenía algún pedido que hacer. Von Choltitz, que intuyó que no vería a los suyos por mucho tiempo, si volvía a verlos, dijo: “Por favor cuida a mi familia”.
El 25 de agosto, soleado y claro, día de San Luis, patrón de Francia, los parisinos sin dormir en la noche recibieron al grueso de las fuerzas aliadas: los tanques del francés Paul de Langlade, mientras que el comandante Putz entraba por la Porte d’Orleans y la Port d’Italie. Detrás llegaban los tanques de Leclerc que estableció su cuartel general en la Gare Montparnasse. También habían llegado las tropas americanas del 38° Escuadrón de Reconocimiento y de la 4ª división de Infantería, considerados los primeros no franceses en llegar a París. Pero había otros no franceses que ya habían llegado a la ciudad: los españoles de “La Nueve”. Todos eran recibidos por los parisinos con flores, besos, vino, abrazos y gritos. Pero la guerra seguía y era muy dura.
A las once, el cónsul Nordling llevó a von Choltitz un ultimátum aliado que exigía la rendición de la ciudad a las doce y cuarto. La respuesta fue que el honor de un oficial alemán le impedía rendirse sin luchar. Era lo pactado y una parte del pacto había sido cumplida por las fuerzas nazis: las cargas explosivas repartidas por toda la ciudad no habían sido detonadas. Con el plazo ya vencido, los jerarcas alemanes se reunieron para almorzar juntos por última vez en el comedor del Meurice. Fue un almuerzo breve dadas las circunstancias. Los tanques aliados se acercaban, las arcadas de la Rue Rivoli estaban repletas de civiles armados que luchaban contra los últimos defensores alemanes. A la una y cuarto, von Choltitz subió por las escaleras a su despacho del primer piso junto al coronel Unger. Se detuvo junto a un soldado apostado con una ametralladora junto a la baranda de hierro forjado de la escalera y lo convenció de que no hiciera tonterías, que pronto terminaría todo y volvería a su casa.
Minutos después, una tromba de hombres armados entró desde la calle al vestíbulo del Meurice; tres de ellos, armados con ametralladoras llegaron al despacho donde von Choltitz esperaba; uno se abalanzó sobre el alemán y lo desarmó mientras los otros dos lo encañonaban. Von Choltitz les habló en francés, pero ninguno pareció entender lo que decía. El general alemán le preguntó de donde eran y el hombre que lo había desarmado dijo: “Soy español. Y estos dos, también”. Era el extremeño Antonio Gutiérrez y quienes lo secundaban eran Antonio Navarro, de Aragón y el sevillano Francisco Sánchez. Todos republicanos y comunistas. Así lo relató Virgilio Botella, un ex combatiente de “La Nueve”, periodista y escritor en su libro “La Gran Ilusión”.
Von Choltitz le dijo a Gutiérrez que según las leyes de la guerra él debía rendirse ante un oficial. El español, sin dejar de apuntarle, llamó a gritos a cualquier oficial de la Segunda División Blindada del ejército francés. Acompañado por dos tenientes llegó el comandante Víctor Fanneau de La Horie ante quien von Choltitz capituló por fin, como relató la periodista Evelyn Mesquida en su obra “La Nueve”. Después de la rendición formal, restaba llevar al comandante nazi de París ante el general Leclerc en la Gare de Montparnasse. Antes de marchar con sus ahora captores, von Choltitz agradeció a Gutiérrez el buen trato, lo que implicaba no haberlo matado, y le entregó su reloj: “Guárdalo como recuerdo”, le dijo.
Pero von Choltitz y su ayudante el coronel Unger fueron llevados a la sala de billar de la Prefectura de Policía, en la Ile de la Cité, frente a Notre Dame: allí era donde los esperaba Leclerc que había dejado por unos minutos su cuartel en Montparnasse porque allí estaba acompañado, y acaso vigilado por orden de Eisenhower, por el general americano Leonard Gerow. Leclerc quería recibir, en persona y sin injerencia extranjera, la rendición más formal todavía de las fuerzas alemanas. “Soy el general Leclerc. ¿Es usted el general von Choltitz?”, preguntó para confirmar lo que ya sabía. El alemán no contestó: asintió con la cabeza. Leclerc notó que respiraba con dificultad, que su piel grisácea brillaba por el sudor y que colocaba una pastilla en su boca para regular su ritmo cardíaco. Usó su monóculo para leer el documento de rendición. A von Choltitz le interesaban sus tropas. Le aclaró a Leclerc que él estaba al frente de la guarnición de París y que su rendición no abarcaba a otros focos de resistencia alemana que si seguían en combate no podían ser declarados ni fuera de la ley ni transgresores de su rendición ya que escapaban a su control. Leclerc estuvo de acuerdo: un pacto entre caballeros.
Así fue como París quedó liberado del yugo nazi después de cuatro años de ocupación. Von Choltitz fue llevado prisionero a Inglaterra y encerrado en Trent Park, una vieja casona inglesa rodeada de grandes parques que hoy es un centro ecuestre, pero que entonces sirvió de prisión para los jerarcas nazis. Pasaron por esa prisión de lujo, tratados como huéspedes de honor -los soldados británicos tenían obligación de saludarlos con la venia-, ochenta y nueve altos oficiales nazis que no estaban involucrados, o parecían no estarlo, en el espanto de los campos de concentración y del asesinato de millones de personas.
Todos fueron víctimas de una gran maniobra del espionaje británico. Supusieron que el trato que recibían, como el de huéspedes de un gran hotel, se debía a que el rey Eduardo VIII, que había abdicado y cuyas simpatías nazis no eran un secreto, había intercedido por ellos a través del segundo jefe del centro de detención, un tal Lord Aberfledy, una especie de primo lejano de Eduardo VIII y del rey Jorge VI. Lord Aberfledy no era ni lord, ni Aberfledy, ni primo lejano de dos reyes. Era un simple militar inglés de inteligencia, adscripto al director de la prisión, el coronel Thomas Kendrick, un brillante espía inglés que en los años 30, destinado en Viena, había coordinado una red de agentes que informaban sobre los preparativos de Hitler para la guerra.
Todos los jerarcas nazis que pasaron por Trent Park fueron grabados, sin que lo supieran, por los agentes británicos. Frente a esos micrófonos ocultos confesó von Choltitz que la peor tarea que tuvo a cargo fue “la liquidación de los judíos, aunque la llevé a cabo con gran eficiencia”.
En 1946, von Choltitz fue trasladado a otro centro de prisión en Camp Clinton, Mississippi, Estados Unidos. El Clinton, uno de los al menos cuatro grandes campos de prisioneros de guerra en ese país, albergó a oficiales alemanes de alto rango que contaban incluso con viviendas especiales.
Von Choltitz, el hombre que no destruyó París, fue liberado en 1947 y regresó a Alemania junto a su familia, a quien pensó que jamás iba a volver a ver. Ni esta historia, ni sus protagonistas, ni sus acciones heroicas hubieran regresado del pasado de no mediar la gran novela de Dominique Lapierre y Larry Collins “¿Arde París?”, publicada en 1964, a los veinte años de la liberación de la capital francesa. Después, René Clement la llevó al cine con artistas geniales, por empezar, sus guionistas, Gore Vidal y Francis Ford Coppola, y con un reparto excepcional que incluía a Kirk Douglas, Glenn Ford, Jean Paul Belmondo, Alain Delon, Jean Louis Trintignant, Charles Boyer, Anthony Perkins, Orson Welles, Simone Signoret y siguen las firmas.
Dietrich von Choltitz volvió a París en una visita casi relámpago, en 1965. Probablemente fue un viaje pactado con las autoridades francesas, aunque la leyenda dice que viajó de incógnito y fue reconocido por uno de los barman que lo había servido dos décadas atrás. Los franceses lo recibieron bien y las revistas de actualidad lo fotografiaron en la cima de la Torre Eiffel, mientras von Choltitz contemplaba con divertida nostalgia la ciudad que no había destruido. Murió en noviembre de 1966, en el hospital de Baden-Baden, con el corazón ajado y un enfisema pulmonar que fue el que le quitó la vida.
Nazi convencido, militar que sólo combatió por Alemania, nazi fiel a Hitler que cambió de parecer cuando intuyó la derrota, en todo caso hombre de ambiguas lealtades, Dietrich von Choltitz fue enterrado en el cementerio de Baden-Baden. Le rindieron honores oficiales del ejército de Francia.