Las cosas eran más o menos así: los colectivos tenían esa especie de capot-panza porque aún no se había tomado la precaución de que, por seguridad, tuvieran el motor atrás y no adelante; en la Argentina circulaban monedas de 1, 5, 10, 25 y 50 centavos y también de un peso; Diego Armando Maradona todavía era, aunque no por mucho tiempo más, jugador y capitán de la Selección. Era 1994.
El Día del Trabajador de ese año cayó domingo, y para los porteños y los que vivían en el Gran Buenos Aires ese domingo partió la vida cotidiana en dos. Es que ese 1º de mayo los colectiveros dejaron de ser los que, además de abrir y cerrar las puertas y, claro, manejar, cortaban el boleto, cobraban y daban el vuelto a los pasajeros. Ese domingo empezó a ser obligatorio que el boleto dependiera de una máquina y no de un ser humano. Y lo que pasó con esa implementación fue lo que había pasado antes y pasaría después con muchos de esos cambios que se meten con las costumbres diarias de mucha gente al mismo tiempo: en el principio, fue un caos.
Que fuera domingo y, sobre todo, feriado no alcanzó para aliviar los síntomas de un sistema que enseguida se mostró con falta de preparación por parte de casi todos los que debían intervenir. La instalación de máquinas expendedoras en los colectivos había sido indicada en 1992 y había tenido, a pedido de las empresas que operaban las distintas líneas en la Ciudad y el Conurbano, nada menos que tres prórrogas.
El 30 de abril de 1994, último día en que estaba permitido que un colectivero cortara el boleto -tirando de esa máquina inolvidable de la que salían tiras y tiras de papeles de colores y, con mucha suerte, un número capicúa- las empresas insistieron con una nueva prórroga. Pero ni la Secretaría de Transporte de la Nación ni el ministro de Economía de ese entonces, un tal Domingo Felipe Cavallo, estaban dispuestos a volver a postergar la implementación.
Un decreto que contó con el visto bueno del ministro determinó que las empresas que tuvieran todas sus unidades equipadas con las máquinas renovarían automáticamente su concesión por diez años, y las que no acataran la obligatoriedad de la modernización podrían perder su concesión enseguida. El fin de las prórrogas agarró a muchas de las empresas “en offside”: ese 1º de mayo, sólo el 30% de las unidades que circulaban por calles porteñas y bonaerenses tenían instaladas las máquinas. Los colectiveros, agremiados como hasta hoy en la UTA, aseguraron que desde ese día no había vuelta atrás. No volverían a cortar un boleto.
“Mal debut”, calificó el diario Clarín del 2º de mayo al primer día de las máquinas expendedoras obligatorias. El hecho de que estuvieran instaladas en tan pocas unidades impactó directamente en el servicio: para no pagar multas de hasta 24.000 pesos (que eran 24.000 dólares) las empresas no sacaron a la calle los colectivos que no habían completado su modernización.
Las expendedoras costaban entre 3.300 y 5.550 pesos, según cuánto dinero pudieran almacenar. Las primeras instalaciones fueron de las máquinas más baratas, que tenían espacio para la recaudación de un solo día, y se demoraron. Según las concesionarias, porque el proveedor de las máquinas tardó más de lo acordado en colocarlas. Según el proveedor, porque las concesionarias tardaban en pagarle. También hubo acusaciones al sistema bancario: las concesionarias aseguraban, por aquellos días, que los bancos habían tardado en otorgarles los créditos necesarios para avanzar en la modernización.
Lo cierto es que el lunes 2 de mayo de 1994, que no era feriado y que no era fin de semana, las horas pico de ir y volver de las oficinas desencadenaron filas en las remiserías que esas agencias no registraban siquiera cuando había paro de transporte. Los desconocidos se preguntaban hacia dónde iban para agruparse y “hacer una vaquita” para pagar el auto.
El recorrido de un colectivo que podía demorar, en la era del colectivero cortador, unos veinte minutos, con la instalación de la máquina llevaba unos cuarenta y cinco: más del doble. Las filas se multiplicaban en Constitución, Retiro y Once porque nadie sabía del todo cómo se usaban esas máquinas nuevas, porque las máquinas nuevas se trababan y entonces devolvían todas las monedas y había que empezar de nuevo o, simplemente, porque el proceso de ir metiendo de a una moneda para evitarle esa complicación a la máquina era, por definición, más lento que darle un puñado de centavos todos a la vez al conductor.
“Es mucho más lerdo, la gente no sabe cómo se usa todo esto”, le explicaba un chofer de la línea 53 a Claudio Rígoli, entonces cronista de calle, en un móvil de Canal 9. Una pasajera, que se toma el trabajo de poner las monedas de a una, lentamente y esperando a que la máquina las vaya incorporando, decía a ese mismo micrófono: “Hay que tener mucha paciencia”.
Además, según las crónicas de la época, los choferes aseguraban que la campaña para difundir que a partir de ese momento sólo se podía pagar con monedas no había sido suficiente. En los escenarios más tranquilos, esa falta de información hacía crecer las demoras porque quien había preparado un billete tenía que buscar monedas. En los escenarios menos tranquilos la impaciencia devenía en violencia: hubo pasajeros que destrozaron parabrisas y lunetas a piedrazos para protestar por la exigencia de monedas, y hasta un colectivero baleado en Lanús.
Entonces, apareció un artilugio intermedio. Un parche que permitía a las empresas circular sin máquina y cumplía con la exigencia de los conductores: el guarda. Cualquiera que haya ido y venido en colectivo por aquellos años, ya con la edad suficiente como para recordarlo hoy, sabe de qué se trata: un hombre con la camisa exactamente del mismo celeste que el conductor, sentado en el primer asiento destinado a los pasajeros, con la máquina cortadora de boletos que quedaría sin uso apenas se instalara la máquina, y monedas, muchas monedas. A veces en esa especie de cajoncito con un “carril” para cada valor de las monedas o un dispositivo en el que las monedas se apilaban también según su denominación. Otras veces, incluso, un balde del que sacar las monedas a puñados y revisar de a una para dar el vuelto.
La solución no fue total: aunque ya no era por cuestiones técnicas, como en el caso de las máquinas, las líneas mantuvieron la exigencia de que se pagara exclusivamente con monedas. En los diarios de la época puede leerse el testimonio de fuentes del Banco Central garantizando que la circulación era suficiente para esa nueva demanda -1.100 millones de pesos en monedas en la calle, describía el banco-.
Sin embargo, por esos días el Banco Nación, excepcionalmente, extendió su horario de atención varias veces, de 8 a 18 en vez del habitual, de 10 a 15. ¿Para qué? Para que el público llevara billetes y los cambiara por monedas, con un tope de… 20 pesos. Pasaron treinta años, el fin de la convertibilidad y miles y miles de puntos de inflación.
“El guarda es mejor que la máquina, es más rápido”, respondía un hombre a otro móvil de televisión por aquellos días. La función de cobrar la cumplían inspectores, patrones e incluso colectiveros que no salían a manejar porque sus unidades no estaban preparadas. En el medio, apareció un nuevo reclamo de la UTA: por pago de horas extra o por el cambio de función.
Pero lo cierto es que las concesionarias ganaban tiempo para avanzar con la instalación de las máquinas expendedoras en medio de días caóticos para el servicio que estaban acostumbradas a prestar. Algunas, como la línea 132, instalaron también una valla: había que prevenir a los colados que habían empezado a escabullirse entre la fila impaciente para viajar sin pagar.
Parece la prehistoria ahora que a cualquier transporte público se accede con una misma tarjeta. Pero esa sensación de que pasó mucho tiempo se borra enseguida: ¿o acaso todo ese caos de 1994 no sobrevive en el desborde de ayer nomás a la hora de registrar la SUBE, conseguir una nueva en temporada de escasez y, a veces, lograr cargarla cuando las tarifas aumentan pero el saldo que pueden manejar las estaciones de carga no? Ahí sí, parece que fue hace apenas un ratito.