La muerte de Adolf Hitler en su búnker subterráneo de una Berlín humeante y en ruinas, cercada por tropas soviéticas, sigue rodeada de misterio pese a que ya pasaron 79 años. ¿Realmente se suicidó junto a Eva Braun horas después de contraer matrimonio? ¿O fue una puesta en escena para preparar su huida? La aparente falta de pruebas concretas -los cuerpos, una foto, una filmación- hicieron crecer los rumores y a lo largo de los años supuestos testigos en todo el mundo, muchos de ellos en Sudamérica, aseguraron haberse topado con el Führer.
Muchos investigadores emprendieron la misión de encontrar pistas para develar el misterio y algunos hasta llegaron a afirmar que Hitler se refugió en Argentina, donde habría vivido sus últimos días sin ser molestado. El dictador nazi, aseguraron, había escapado en un submarino de última generación, como aquellos que se rindieron en las costas argentinas bastante después de terminada la guerra en Europa. Cabe recordar que los últimos U-boat de la Armada nazi que enarbolaron bandera blanca lo hicieron en el puerto de Mar del Plata. Fueron el U-530, el 10 de junio de 1945, y el U-977, el 17 de agosto de aquel año. La complacencia del gobierno argentino de aquel entonces con el Tercer Reich y la importante cantidad de nazis que se refugiaron en estas tierras fueron argumentos usados para reforzar las teorías sobre la supervivencia de Hitler en Argentina.
Pero, ¿adónde está la clave para resolver el dilema? Está en Rusia, porque desde allí se esparcieron los primeros rumores del escape de Hitler y porque, paradójicamente, fueron los rusos quienes encontraron los restos y los analizaron. Josef Stalin, el dictador que conducía con puño de acero al gigante soviético en la guerra, fue el encargado de sembrar las dudas entre sus aliados norteamericanos y británicos poco después de la caída del Reich.
“Está vivo. Puede estar en España, en Japón, en Argentina”, les dijo Koba en distintas ocasiones a representantes de los Aliados, pese a que ya sabía que sus hombres habían encontrado dos cuerpos carbonizados -que serían de la pareja Hitler-, enterrados en el cráter que había dejado una bomba, a metros de la entrada del búnker de la Cancillería del Reich. El intrigante Stalin buscaba generar confusión e incluso hasta llegó a acusar a sus aliados de haber facilitado la huida del dictador nazi. El georgiano, como hizo siempre, administraba la información para sus propios fines políticos.
Pero las intrigas no eran solo hacia afuera, sino también puertas adentro. La falta de coordinación y las disputas entre los distintos servicios secretos soviéticos que operaban en la Alemania ocupada también jugaron su papel en la cuestión de ocultar información o de dar a conocer datos parciales o tergiversados sobre el destino de Hitler.
En ese contexto, los dos cadáveres hallados fueron a parar a manos del Smersh, un servicio de contraespionaje creado en 1943 con el fin de detectar desertores, traidores y espías en el Ejército Rojo. El nombre surge de la contracción de dos palabras en ruso: Smiert Chpionam, que podría traducirse como “muerte a los espías”. El lugar donde fueron encontrados los cuerpos coincidía con lo que habían declarado los testigos de la muerte de Hitler. Estas personas del círculo íntimo del Führer aseguraban haber cumplido su última voluntad, o al menos a medias. Según dijeron, Hitler les había anunciado su intención de suicidarse junto a su flamante esposa y les dio instrucciones para que sus cuerpos sean cremados inmediatamente. Quería evitar que cayeran en manos del enemigo. Sus acólitos intentaron cumplir esta última voluntad, pero se toparon con la escasez de combustible -solo reunieron 200 litros en unos bidones- y con el persistente fuego de artillería sobre la el edificio de la cancillería, lo que dificultaba la posibilidad de permanecer mucho tiempo en el exterior del búnker.
Sin poder sortear del todo estos inconvenientes, los encargados de incinerar los cuerpos al menos pudieron dejarlos irreconocibles y los enterraron en un cráter provocado por las bombas. Allí fueron descubiertos por los soviéticos el 4 o el 5 de mayo. El día difiere entre las distintas versiones de los departamentos soviéticos que hicieron sus propios informes. Tampoco hay acuerdo entre sí llegaron a ese lugar por indicación de un testigo alemán o si el hallazgo fue producto de la casualidad.
Elena Rjevskaïa, intérprete que trabajaba para el equipo del Smersh del Primer Frente Bielorruso, y Lev Bezymenski, también intérprete, pero del Ejército Rojo, luego famoso por haber escrito un libro sobre la muerte de Hitler a fines de los años 60, aseguraron que los cuerpos fueron encontrados el 4 de mayo gracias a un soldado soviético llamado Churakov. Este habría regresado al lugar donde dos días antes habían encontrado los restos del matrimonio Goebbels. Según esta versión, al registrar nuevamente la zona, Churakov se topó con algo y luego le gritó a su superior “¡aquí hay piernas!”. Eran las piernas de Hitler.
En cambio, otro informe descartó la casualidad en el hallazgo e indicó que los soldados llegaron hasta ese lugar por indicaciones de un hombre de las SS, Harry Mengershausen.
La importancia de los dientes y la búsqueda del odontólogo
Si bien los cuerpos fueron sometidos a una autopsia por parte de forenses rusos, el problema era lograr la identificación, saber si se trataba de Hitler. Para este fin pasó a tener un rol fundamental la dentadura, que presentaba numerosos arreglos en el caso del cadáver masculino. Así comenzó la frenética búsqueda de Hugo Blaschke, el odontólogo personal de Hitler. Fue imposible ubicarlo, pero lograron detener a sus dos ayudantes, el técnico dental Fritz Echtmann y Käthe Heusermann, asistente de Blaschke.
En esta misión de búsqueda participó la intérprete Rjevskaïa, que plasmó sus vivencias por escrito, en un libro de memorias de postguerra. Entre otras cosas, contó que por orden de su jefe tuvo que llevar ella misma la dentadura de Hitler en una pequeña caja, mientras trataban de localizar a los dentistas.
Heusermann, que por entonces tenía 35 años, estaba en su departamento y cuando irrumpieron los rusos les dijo que no tenía problemas en colaborar. Entonces los llevó a la sala que su jefe Blaschke tenía en el búnker de la cancillería nazi, donde la joven ayudante hizo un dibujo detallado de los arreglos y puentes que le habían hecho a Hitler. Cuando Rjevskaïa, que traducía todo lo que Heusermann decía, abrió la caja con los dientes, todo coincidía con lo narrado y dibujado por la asistente del odontólogo. La joven les dijo que la salud dental de Hitler era muy mala y que apenas conservaba cuatro dientes originales, el resto eran prótesis y arreglos. Su testimonio fue clave y los soviéticos dieron un gran paso en la identificación de los restos.
El calvario de Heusermann
Heusermann les permitió confirmar que Hitler estaba muerto, pero los rusos no iban a permitir que su testimonio trascienda. Las pesquisas sobre el destino del líder del Tercer Reich era un asunto de Estado, por lo que la joven fue hecha prisionera y enviada a Rusia. Primero estuvo seis meses en la temible prisión de Lubyanka y luego fue trasladada a la cárcel de Lefortovo, donde pasó seis años en confinamiento solitario.
Finalmente, en 1951 fue condenada a diez años de trabajos forzados por “haber servido a Hitler, Himmler y otros líderes fascistas”. Años más tarde, Heusermann recordó en una entrevista que le recriminaron que su “tratamiento dental había ayudado al estado burgués alemán a prolongar la guerra”. El mismo destino sufrió Echtmann, el otro ayudante del dentista Blaschke. Los condenados fueron enviados a un gulag en Siberia.
Pudieron recobrar la libertad en 1955, cuando el gobierno alemán acordó con la URSS la devolución de varios prisioneros de guerra. Heusermann retomó su antigua profesión y trabajó en odontología en los años 60. Murió en 1993, a los 83 años.
¿Muerte por cianuro?
Cumplida la identificación, faltaba la causa de la muerte. Las médicos que hicieron las autopsias sobre los cuerpos de Hitler y Eva Braun en mayo de 1945, según reveló Lev Bezymensk en su libro de 1968, escrito con información emanada del Kremlin, encontraron restos de cianuro y concluyeron que ambos se habían envenenado. Esto no se correspondía con lo que habían declado la mayoría de los testigos del círculo íntimo de Hitler, como Otto Günsche y Heinz Linge, ayudantes del líder nazi. Estos coincidían en que la mujer había ingerido veneno, pero afirmaban que el Führer había puesto fin a su vida con un disparo.
Pero la versión del suicidio con cianuro le cerraba perfectamente a Stalin, para quien quitarse la vida tomando veneno era algo indigno, propio de un cobarde. No iba a concederle a su otrora enemigo la posibilidad que se sepa que había decidido pegarse un tiro.
Aparece el cráneo
En medio de las disputas de los departamentos soviéticos en la Berlín ocupada, se inició una nueva investigación sobre la muerte de Hitler, esta vez encargada por Asuntos Internos, bajo el nombre secreto “Operación Mitos”. Como parte de las nuevas pesquisas realizadas en los jardines de la destruida cancillería del Reich, en mayo de 1946 fueron hallados restos de un cráneo humano con lo que parecía ser un orificio de bala. Casualmente, los médicos forenses que habían realizado las autopsias en mayo de 1945, habían consignado que al cuerpo de Hitler le faltaba “la parte posterior izquierda de la cabeza”.
Lo más sencillo hubiera sido comparar ambos restos para terminar de armar el rompecabezas, pero los funcionarios del Ministerio de Defensa, que tenían bajo custodia los cadáveres, se mostraron inflexibles. Nadie más que ellos podían acceder a los restos. Además, con el balazo que presentaba el cráneo peligraba la versión del suicidio por cianuro que ya le había cerrado a Stalin.
Aparentemente, nunca se realizó el cotejo y los cuerpos fueron desplazados en un par de ocasiones, inhumados y exhumados sucesivamente, para ser finalmente destruidos en 1970 en Magdeburgo. No se trataba sólo de los cadáveres de Hitler y su esposa. También estaban los de Joseph y Magda Goebbels, sus seis hijos, y el del jefe del Estado Mayor del ejército nazi, Hans Krebs. La operación secreta se bautizó con el nombre “Archivo” y se completó en abril de 1970. “Se produjo la combustión de los restos en una hoguera encendida en un terreno baldío cerca de Schönebeck, a 11 kilómetros de Magdeburgo”, escribió en su informe el jefe de la unidad especial encargado de la misión. Y agregó: “Los restos fueron reducidos a cenizas con carbón, recolectados y lanzados al río Biederitz”. Las aguas se llevaron lo que quedaba de Hitler. Pero no todo. Los rusos guardaron aquellas partes del cráneo encontradas en 1946 y las piezas dentales que identificó Käthe Heusermann.
Los restos que conserva Moscú y los análisis realizados
En abril de 2000, casi diez años después de la caída de la Unión Soviética, Moscú anunció una gran exposición de sus archivos secretos. Muchos de estos habían sido desclasificados y puestos a disposición de los investigadores tras el fin de la guerra fría. Pero no todos. Bajo el nombre “La agonía del Tercer Reich, el castigo”, la exposición mostraba por primera vez al público 135 documentos inéditos.
Como parte de la muestra, y en una sala especial, fue exhibido un fragmento medio quemado de un cráneo, perforado por una bala. Sobre un terciopelo rojo y protegido por una vitrina, la osamenta de Hitler era mostrada por primera vez al público. Consultado por los periodistas, uno de los curadores de la muestra, Alexei Litvin, reconoció que nunca habían realizado pruebas de ADN, porque “todos los testimonios concluyen que se trata de Hitler».
Ocho años más tarde, una noticia provocó alto impacto e hizo tambalear las versiones rusas: Nick Bellantoni, profesor de Arqueología en la Universidad norteamericana de Connecticut, dijo haber tomado una muestra del cráneo en poder de los rusos y que los resultados de su análisis descartaban que se tratase de Hitler. Según sus pruebas, los restos se correspondían con los de una mujer, de entre 20 y 40 años
Bellantoni dijo que analizó la muestra en el laboratorio de genética de su universidad y concluyó que “la estructura ósea tiene una apariencia muy fina”. Explicó que en cambio “los huesos masculinos son mucho más robustos, y las suturas que unen las diferentes partes del cráneo corresponden a un ser humano de menos de 40 años”. Los resultados se difundieron en un documental de History Channel.
A continuación surgió la controversia. Los rusos dijeron desconocer a Bellantoni, aseguraron que nunca había estado en los archivos y que tampoco habrían permitido que tome muestras de los restos. En distintas entrevistas, Bellantoni dijo que él no fue el encargado de buscar las piezas en cuestión, sino que se las entregaron los productores cuando se reunieron en la universidad para realizar los análisis. Enseguida surgió la hipótesis de un supuesto pago a un empleado infiel de los archivos, que habría entregado las muestras a cambio de dinero. Como sea, la revelación impactó de lleno en la versión rusa y estos se cerraron aún más. Pero no por siempre.
Nueva investigación, ¿concluyente?
En 2016, la investigadora y cineasta ruso-estadounidense Lana Parshina y el periodista y documentalista francés Jean-Christophe Brisard se embarcaron en un proyecto que tenía como fin acceder a los archivos rusos y poner fin a las especulaciones sobre la muerte de Hitler. Los contactos y el conocimiento del idioma y la idiosincrasia rusa le permitieron a Parshina avances que para cualquier otro hubieran resultado imposibles.
Luego de arduas negociaciones y meses de realizar contactos a todo nivel, le permitieron a la dupla ingresar primero al Archivo Estatal de la Federación Rusa (GARF), donde pudieron ver los restos del cráneo. Brisard y Parshina se sorprendieron al observar que estaba guardado en una vieja caja plástica para almacenar diskettes. Dos parietales y un trozo de occipital estaban resguardados por este particular embalaje.
Además del cráneo, en el GARF les mostraron una chaqueta que habría pertenecido a Hitler, con las tres insignias que el Führer solía llevar prendidas: la insignia del Partido Nazi, la Cruz de Hierro de primera clase y la medalla a los heridos de la Primera Guerra Mundial. También les acercaron partes de un sofá manchado con sangre. Era parte del mobiliario hallado en las habitaciones del búnker. Se trataría del mismo sofá en el que Hitler se sentó para quitarse la vida.
Pero no es todo. Como parte su investigación -plasmada luego en un libro, “La muerte de Hitler, los archivos secretos de la KGB que revelan el final del dictador”- Brisard y Parshina pudieron entrar al edificio del Servicio Federal de Seguridad ruso (FSB), donde una funcionaria les acercó una vieja caja de cigarrillos, que a su vez contenía otro recipiente: envueltos en una tela, estaban los dientes de Hitler. La funcionaria se puso los correspondientes guantes para no dañarlos y los extrajo: cuatro partes de una mandíbula mostraban 24 dientes pegados al tejido óseo ennegrecido.
En este punto del relato entra en escena el doctor Philippe Charlier, un médico forense, arqueólogo y antropólogo francés, más conocido como “el Indiana Jones de los huesos”. Entre otros logros, Charlier formó parte del equipo que en 2010 sentenció que era auténtica la cabeza de Enrique IV, asesinado en París en 1610.
Vencida la reticencia de las autoridades rusas, Charlier, que formaba parte del equipo de trabajo de Brisard y Parshina, pudo revisar el cráneo -en este caso no obtuvo autorización para tocarlo, solo para observarlo- y también las piezas dentales. Estas sí las pudo manipular, con los correspondientes guantes. Sus conclusiones fueron muy diferentes a las que había arribado Bellantoni casi una década antes.
Para el forense francés, era “arriesgado hacer un diagnóstico sobre el sexo con fragmentos óseos tan minúsculos” y explicó: “En un esqueleto, el diagnóstico del sexo se lleva a cabo en la pelvis. A partir de un cráneo, una mandíbula o un fémur, es impensable”. Además, sostuvo que no se puede basar “en la separación de las suturas” para determinar si el individuo era hombre o mujer.
“Eso varía mucho de un individuo a otro, no es posible determinar la edad de este cráneo a partir de sus suturas. Sobre todo cuando tenemos solo un tercio del cráneo. No tiene sentido”, concluyó, rebatiendo los argumentos dados por Bellantoni.
En cuanto al orificio de bala y por sus características, para Charlier el disparo impactó “en un hueso fresco y húmedo”, por lo que la persona estaba viva al momento de la detonación o sino, muerta hacía poco tiempo. Detectó marcas negras que se corresponderían al entorno del entierro -tierra-, y rastros de carbonización, compatibles con una exposición térmica prolongada. Todo esto se condice con los dichos de los testigos del búnker.
Para estudiar los dientes, Charlier tomó en cuenta los trabajos realizados en 1972 por los noruegos Reidar Sognnaes y Ferdinand Ström, especialistas en odontología forense, quienes realizaron el primer examen global de los dientes de Hitler, basándose en fotografías de las muestras dentales y en una serie de radiografías realizadas en vida al líder nazi.
Ahora, con los dientes reales, el forense francés concluyó que había una “concordancia perfecta entre las radiografías presentadas como pertenecientes a Hitler en vida y los elementos dentales presentados” por las autoridades rusas. También concluyó que la salud dental de Hitler “era pésima”, lo que coincide con las declaraciones del dentista Blaschke, quien era buscado por los rusos y terminó detenido por los americanos, en Austria. Lo mismo había declarado la joven asistente del odontólogo.
De esta manera, el libro de Brisard y Parshina, que cuenta con novedosos documentos de los archivos rusos -aparte de diversas fotos del cráneo y los dientes de Hitler-, buscó terminar de una vez por todas con el misterio de su muerte. En el intercambio que mantuvieron con Charlier para saber sus conclusiones, este respondió sin titubear: “Estoy seguro de la coincidencia anatómica entre las radiografías, las descripciones de las autopsias, las descripciones de los testigos, principalmente de aquellos que hicieron estas prótesis dentales, y la realidad que tengo en las manos. Todos estos análisis confirman que los restos examinados son los de Adolf Hitler, que murió en Berlín en 1945. Y esto destruye todas las teorías de la supervivencia de este individuo”.
Las cosas no terminaron ahí. Charlier guardó meticulosamente los guantes utilizados para manipular los dientes y allí quedaron restos minúsculos. Esta vez los rusos autorizaron su análisis mediante pruebas de laboratorio, sobre todo porque sabían que el especialista francés ya había concluido que los restos eran reales y no iba a poner en duda la versión rusa, como había ocurrido con Bellantoni. Entre otras cosas, los fragmentos no mostraron restos de pólvora -reforzando la teoría del disparo en la cabeza y no en la boca- y no tenían rastros de carne. Hitler era vegetariano. Finalizado su trabajo, Charlier publicó sus conclusiones en la European Journal of Internal Medicine y en la National Library of Medicine. Las conclusiones de Charlier generaron diferentes reacciones en los especialistas. ¿Son suficientes para poner fin al mito del escape de Hitler?