Era 24 de abril de 1937. La emisora radial transmitía desde Salamanca, España, y todas sus comunicaciones partían de un único punto de vista: los sublevados ante la Segunda República Española, conducidos por Francisco Franco, debían imponerse a como diera lugar en la Guerra Civil que había estallado algunos meses antes. Fue en ese escenario que una voz, a través de esa radio, advirtió: “Franco se dispone a propinar un fuerte golpe contra el que es inútil cualquier resistencia. ¡Vascos, rendíos ahora y se os perdonará la vida!”.
Dos días después, el 26 de abril, era lunes. Guernica, un municipio de Vizcaya, País Vasco, tenía todo listo para que en su casco histórico, de un kilómetro cuadrado, pasara lo mismo que todos los lunes: que hasta allí llegaran no sólo muchos de los 5.000 habitantes del lugar, sino cientos más de los alrededores para aprovechar el mercado semanal. Hasta alrededor de las cuatro de la tarde fue un lunes como cualquier otro en Guernica.
Pero a esa hora ese lunes cambió para siempre, ese pueblo cambió para siempre, el arte empezó a cambiar para siempre y el siglo XX también cambió para siempre. Es que a las cuatro y veinte, aproximadamente, empezaron a caer las bombas aéreas lanzadas por la Legión Cóndor de la Alemania nazi y por la Aviación Legionaria de la Italia fascista. La masacre contra civiles se extendió por algo más de tres horas y fue el anticipo de dos cosas: de que, con el apoyo de los totalitarismos, Franco iba a imponer su dictadura en España, y de cómo el nazismo desplegaría la ferocidad de sus ataques en la Segunda Guerra Mundial.
Ese lunes, 26 de abril como este viernes, las tres horas de ataque sobre ese municipio vizcaíno incluyeron bombas de carga de hasta 250 kilos, bombas incendiarias y hasta aviones caza que pasaban rasantes para atacar a la población que intentaba huir a algún refugio o al bosque, alertada por el repicar de las campanas de la iglesia del pueblo, advertidas a la vez por un vigía especialmente designado para divisar tropas enemigas.
La ciudad quedó arrasada: según el informe que elaboró el Servicio Nacional de Regiones Devastadas, un organismo franquista que evaluaba los daños materiales ocurridos durante la guerra, 271 edificios -el 85% de los que había en Guernica- quedaron totalmente destruidos. El resto, al menos parcialmente afectados. Habían caído sobre ellos 31 toneladas de bombas.
Pero el gran daño, claro, fueron las vidas humanas, cuyo número fue muy difícil de reconstruir. En principio, porque la documentación sobre censos previos al bombardeo fue destruida por los falangistas apenas ocuparon el municipio, tres días después del ataque. Y también porque se tardó cuatro años en terminar de remover los escombros que dejó esa masacre. Hay historiadores que hablan de unas 100 vidas, otros que sostienen que fueron alrededor de 2.000, y en el medio, distintas estimaciones.
El informe del Gobierno Vasco “Relación de víctimas causadas por la aviación facciosa en sus incursiones del mes de abril de 1937″ computa un total de 1.654 muertos y 889 heridos. Ese número desmesurado de víctimas civiles terminó de desmentir el supuesto objetivo que habían deslizado como propio quienes perpetraron el ataque: la destrucción de un puente que conectaba a Guernica con la ruta a Bilbao, algo que aislaría las fábricas de armas republicanas así como impediría la retirada del ejército que resistía al franquismo.
Pasaron 87 años de aquel lunes en el que las bombas arrasaron el pueblo pero no lograron destruir el emblemático Árbol de Guernica, un roble que simboliza la libertad del pueblo y el País Vasco y que tiene un retoño en Buenos Aires. Tuvieron que pasar más de treinta para que finalmente el franquismo asumiera la autoría de esa masacre, luego de, en un primer momento, señalara a los propios republicanos como los responsables.
Es que, al día siguiente del bombardeo, José Antonio Aguirre, máxima autoridad del Gobierno Vasco de entonces, denunciaba públicamente: “Los aviadores alemanes al servicio de los facciosos españoles han bombardeado Guernica, incendiando la histórica villa, que tanta veneración tiene entre los vascos”.
El franquismo no tardó en responder: “Son completamente falsas las noticias transmitidas por el ridículo presidente de la República de Euzkadi relativas al incendio provocado por las bombas de nuestros aviones en Guernica. Nuestros aviadores no han recibido ninguna orden de bombardear esa población (...) En la imposibilidad de contener el avance de nuestras tropas, los rojos han destruido todo y acusan a los nacionalistas de hechos que no son más que la puesta en práctica de sus criminales designios”.
Fue recién en 1971, en el tomo “Vizcaya” de las monografías sobre la Guerra Civil que editó el Servicio Histórico Militar del propio franquismo, que se produjo la confirmación oficial sobre los responsables de los hechos.
En el momento de los hechos, fue sobre todo la prensa internacional la que desenmascaró lo ocurrido. De la mano del periodista británico George Steer, el diario londinense The Times publicó el día después del ataque: “Guernica, la ciudad más antigua de los vascos y el centro de su tradición cultural, fue completamente destruida ayer por la tarde por la aviación insurgente”. The New York Times le dedicó más de sesenta artículos al ataque en los dos meses siguientes a ese lunes bañado de sangre, y subrayó especialmente la trágica eficacia de los bombarderos alemanes.
El relato de aquel día de Alberto Onaindía, el sacerdote del pueblo, sigue escalofriante casi noventa años después: “Tres horas de espanto y escenas dantescas. Niños y madres hundidos en las cunetas, madres que rezaban en alta voz, un pueblo creyente asesinado por criminales que no sienten el menor alarde de humanidad. Señor Cardenal, por dignidad, por honor al evangelio, por las entrañas de misericordia de Cristo no se puede cometer semejante crimen horrendo, inaudito, apocalíptico, dantesco (...) Una ley eterna, la de Dios, impide matar, asesinar al inocente. Todo eso se pisoteó en Guernica”, escribió en una carta al cardenal.
Un “entrenamiento” para el horror nazi
“Fue una especie de blanco de prueba para la Luftwaffe”, respondió Hermann Goering, comandante en jefe de la fuerza aérea nazi, cuando le preguntaron por el bombardeo a Guernica durante los Juicios de Nüremberg. “España me dio una oportunidad de poner a prueba a mi joven fuerza aérea, así como para que mis hombres adquirieran experiencia”, sumó el jerarca, que terminaría quitándose la vida antes de que se ejecutara su condena a muerte.
Lo devastador del bombardeo al pueblo vasco era, para el nazismo, casi como una muestra de su potencial y de sus intenciones. Estaban especialmente interesados en que los medios europeos se hicieran eco de su poder de fuego, porque de esa manera sus aliados pero también sus enemigos podían conocer qué tenía previsto la Alemania comandada por Adolf Hitler para la Segunda Guerra Mundial, para cuyo arranque faltaban algo más de dos años.
La Legión Cóndor, creada por el nazismo especialmente para apoyar a las fuerzas sublevadas ante la Segunda República Española, sería un anticipo de, por ejemplo, el modo en el que Alemania destruiría Varsovia en 1939. Y las fotos de Guernica arrasada que recorrieron el mundo dieron cuenta de ese poderío que estaba forjándose. Hugo Sperrle, comandante de esa legión, contaría en su diario que en Guernica se había comportado “muy maleducadamente”.
Los medios británicos advertían que esa era la destrucción de la que Hitler era capaz si estallaba un nuevo conflicto bélico en Europa. Y la Alemania del Führer se colgaba esa advertencia como una medalla: el monstruo crecía.
Para la Luftwaffe, la fuerza aérea del nazismo, el bombardeo de aquel 26 de abril fue un escenario para conocer detalladamente el efecto de las bombas incendiarias con las que contaban, así como los efectos posteriores a los bombardeos: no sólo logísticos, sino también humanos. La masacre civil fue una matanza y, para quienes sobrevivieron, un durísimo golpe moral que redundaría en la victoria del franquismo. Eso también estaba “ensayando” el nazismo.
La masacre según Picasso
Una mujer con su hijo muerto en brazos -cualquier parecido con La Piedad, la obra en la que María sostiene el cadáver de Jesús, es todo menos una coincidencia. Una casa en llamas. Un caballo que agoniza. Un guerrero que ya no puede pelear porque está tirado y su arma fue quebrada. Otra mujer, esta vez, a los gritos.
Todo eso, entre algunas otras imágenes que desesperan, conmueven y parecen largar alaridos, pintó Pablo Picasso entre mayo y junio de 1937 en un lienzo de más de siete metros de largo y unos tres y medio de alto. Estaba cumpliendo con un encargo del Gobierno de la Segunda República Española para que el país exhibiera en su pabellón de la Exposición Internacional de París.
La obra tiene por nombre una sola palabra: Guernica. Es, hasta el día de hoy, una de las obras pictóricas que mejor ha condensado -o tal vez la que más- los horrores de la guerra, y es también la pintura más conocida del artista español. Logró sin dudas el objetivo que los republicanos tenían al convocar a Picasso: que su causa se conociera en el mundo en plena Guerra Civil y apenas después de una masacre civil que había repercutido a nivel global.
El artista, que vivía en París y se enteró del bombardeo al día siguiente por los diarios, pintó su obra durante todo mayo y hasta los primeros días de junio. Usó blanco, negro y grises. El célebre crítico Robert Hughes diría luego que Guernica es “la última gran pintura histórica” porque, apenas después, la fotografía reemplazaría a ese arte a la hora de documentar los hechos.
El 12 de julio de 1937, menos de tres meses después del bombardeo, el mundo pudo ver la pintura por primera vez. No hay allí ninguna referencia directa al ataque feroz sobre el municipio vasco, ni a la Guerra Civil, ni a los falangistas o los republicanos. Y sin embargo, la combinación entre el nombre de la obra y la angustia, la desesperación, la urgencia y el caos que transmite el lienzo alcanza para que allí pueda verse ese ataque y, en ese ataque, cualquier desastre bélico de la humanidad.
Tal vez esa sea la clave de Guernica, que fue preservado por el MoMA de Nueva York hasta que la dictadura franquista terminó en España, para regresar a ese país en 1981. Picasso llevaba ocho años muerto. Desde 1992, la obra puede verse de manera permanente en el Museo Reina Sofía de Madrid. Alrededor del lienzo, unos cuarenta bocetos y reinterpretaciones posteriores muestran el trabajo de Picasso antes y después de pergeñar su obra maestra.
Es conmovedor ver los ensayos del caballo, de la mujer que grita, del toro. Es conmovedor también ver cómo ese caos puede, aunque parezca contradictorio, “ordenarse” de otra manera en los dibujos que el artista hizo después de que el mundo viera su obra. Pero sobre todo es conmovedor mirar ese lienzo que es una denuncia, un lamento y un espejo en el que mirar de qué estuvo hecho el siglo XX.