Una joven llama al 911 en medio de la noche. Llora frenéticamente y dice a los gritos que vayan rápido hasta su casa, asegura que no sabe dónde están sus padres: “Unas personas entraron en la casa, robaron todo el dinero y escuché a mis padres gritando abajo”. Son alaridos perturbadores. La operadora le pide que se tranquilice. Le avisa que ya ha enviado gente y hace que se quede hablando con ella.
Nada será lo que parece en esta linda residencia de la familia Pan, en Canadá. Ni esa hija llorosa, de mirada ingenua enmarcada en una cascada de pelo largo y lacio, es la víctima que la policía cree.
La fría noche del 8 de noviembre de 2010 marca solo el principio de una pesadilla que se ha venido cocinando a la sombra.
Deseos incumplidos de perfección
Jennifer Pan nació el 17 de junio de 1986 en Markham, un suburbio de Toronto, Canadá. Huei Hann Pan, su padre, nacido y educado en Vietnam, había llegado a Canadá, en 1979, en calidad de refugiado político. Bich Ha Pan era, también, una inmigrante vietnamita. Se conocieron en Toronto y enseguida se dieron cuenta de que tenían mucho en común. Sobre todo, sus raíces. Se terminaron casando y yendo a vivir al barrio de Scarborough. Encontraron trabajo como operarios en una fábrica de autopartes llamada Magna International. Estaban decididos a que les fuera bien como refugiados en su nuevo país y dispuestos a poner todas sus energías para lograrlo. Trabajaban muchísimas horas, sin una sola queja. Era el precio del progreso que ambicionaban.
Durante esos primeros años tuvieron a sus dos hijos. Tres años después de Jennifer, en 1989, nació Félix.
Hann y Bich sentían que estaban logrando sus metas. Eran cuidadosos con el dinero que ganaban, intentaban gastar lo mínimo para poder ahorrar.
En el año 2004 se dieron cuenta de que estaban financieramente muy bien. Era el momento de comprarse una casa más grande e intentar el ascenso social. Buscaron una de dos pisos, con garaje para dos autos, en la zona residencial de Markham.
Habían conseguido una vida mejor para sus hijos, ahora debían velar por su educación.
Jennifer Pan crecía y parecía ser la hija perfecta.
Tocaba el piano, tomaba clases de flauta, practicaba patinaje artístico, hacía ballet, artes marciales y natación. Asistía a una escuela católica, donde era una excelente estudiante. Tenía una agenda completa. Todo indicaba que la vida de Jennifer Pan sería muy distinta a la que habían tenido sus esforzados padres para forjarse un futuro. Eran conscientes de que tenían una vara alta, pero sentían orgullo. Ser estrictos, funcionaba. Eso creían.
Sus padres soñaban, por entonces, con que su hija se convirtiera en deportista olímpica. Esa fantasía quedó en el camino cuando a Jennifer se le rompió el ligamento cruzado de una de sus rodillas.
En un momento, en esta perfecta vida que creían haber edificado, todo se desvió.
La mentira como beneficio
Cuando comenzaron los problemas escolares y las notas de bajo rendimiento, Jennifer descubrió los beneficios de mentir y se las ingenió para falsificar sus boletines. Lo hizo con esmero con la ayuda de unas tijeras, plasticola, viejos boletines y una fotocopiadora, lo consiguió. Sus padres, orgullosos, veían sus notas sobresalientes. Jennifer respiró. Se abocó a seguir por el mismo camino, poniendo el esfuerzo en el lado equivocado de las cosas. Era más fácil mentir que estudiar. Una cosa llevó a la otra.
Por esos tiempos, donde la exigencia era mucha porque volvía a su casa a las diez de la noche después de entrenar con su skate y tenía que hacer la tarea hasta la medianoche, Jennifer empezó a lesionar sus antebrazos. Se hacía unas dolorosas y delgadas líneas horizontales a cuchillo. Era pésima señal y un síntoma que no vieron.
Durante el secundario en el colegio católico Mary Ward, sabiendo los peligros que entrañaba la adolescencia, sus padres redoblaron la guardia: no querían que su brillante hija perdiera el tiempo saliendo a bailar. Las salidas eran restringidas. La mayor parte de su tiempo tenía que dedicarlo a estudiar.
Jennifer logró mezclarse con las diferentes tribus estudiantiles para pasar desapercibida. Era muy tranquila, llevaba unos anteojos de marco de metal y no usaba maquillaje. Ayudó su risa fácil, su altura (era mucho más alta que el promedio de los estudiantes asiáticos) y que fuera tan deportista. Nadie se percató de sus falsos cuentos ni sus problemas.
Las medidas controladoras de sus padres no impidieron que Jennifer conociera en primer año, en la banda de música del colegio, a Daniel Wong. El adolescente, de origen chino y filipino, tocaba la trompeta. Jennifer moría por él. La relación fue platónica durante un par de cursos, hasta que en el año 2003, la banda salió de gira por Europa y surgió el amor.
En ese viaje, un día después de una actuación del grupo, debido al exceso de humo en el lugar, Jennifer tuvo un ataque de asma. Casi se desmaya y fue llevada hasta el ómnibus que los trasladaba. Daniel se encargó de todo. Ese mismo día comenzó la relación. Pero la pareja decidió ocultarla a los padres de Jennifer quien estaba convencida de que ellos no iban a aceptarlo.
Cerca del fin del secundario Jennifer aplicó para una admisión temprana en la Universidad de Ryerson. Su padre quería que ella estudiara farmacia y fue admitida con la condición de que terminara el colegio.
Pero ocurrió que Jennifer no aprobó todas las materias al terminar el año y la admisión a la universidad le fue revocada. Como no quería decepcionarlos ni aguantar quejar optó, una vez más, por falsear la realidad.
Simular lo que no es
Los embustes se volvieron cada vez más elaborados. Jennifer se inventó una carta de admisión. Además, les contó a sus padres que el dinero para la universidad lo había conseguido con un préstamo universitario y una beca de 3000 dólares. La única verdad era que ni siquiera tenía el título secundario. Su vida se había convertido en una montaña de mentiras.
Durante los primeros tiempos simuló ir a la universidad. Lo que hacía, en cambio, era deambular por ahí y sentarse en los cafés para dejar pasar el tiempo. Compró libros usados para hacer creer que estaba estudiando y se empapó con el tema de la farmacología mirando videos por la web.
Increíblemente no se daban cuenta de nada, así que fue por más. Terminó por convencerlos de instalarse en el campus de la universidad durante los días de semana. Dijo que compartiría el cuarto con su amiga Topaz. A los padres les pareció bien que se instalara dentro del ambiente universitario.
La realidad era totalmente diferente. Jennifer se solía quedar en la enorme casa donde vivía su novio Daniel Wong con su familia, a quienes también tenía engañados sobre sus estudios. Luego, los novios alquilaron un departamento juntos. Jennifer se mantenía dando clases como profesora de piano y trabajando en el restaurante Boston Pizza con Daniel y donde él era encargado de cocina. Ella atendía el bar. Daniel tomaba clases en la Universidad de York, pero para tener más dinero había comenzado a vender marihuana.
Jennifer mentía a todos, incluso a sus amigos. Sentía que de esa manera se resguardaba.
Cuando llegó la época de la graduación tuvo que inventar algo más complejo: sostuvo que el aforo del salón de actos era reducido y que solo podría ir un padre por alumno. Como no quería hacer diferencia entre Bich y Hann, les dijo que le había dado ese único ticket a un amigo. Sus padres se tragaron el cuento.
Para continuar con su falsa saga de éxitos Jennifer les relató que había conseguido un puesto como voluntaria en el laboratorio del Hospital de Niños. Esto requería que hiciera guardias por la noche o, incluso, los fines de semana. Pero a Hann le llamó la atención algo: Jennifer no tenía un delantal que tuviera su identificación impresa. Se lo comentó a Bich y, al día siguiente, insistieron en llevarla al hospital. No hubo caso y no pudo negarse. Apenas llegaron, ella saltó del auto y desapareció entre la gente. Bich corrió detrás de ella. Jennifer se dio cuenta de que su madre la seguía y se escondió en la sala de espera de emergencias un par de horas hasta que ellos se fueron.
Alarmados por la conducta de su hija, los padres decidieron llamar a Topaz, la amiga con quien supuestamente Jennifer vivía en el campus. El mundo se les vino abajo. Ella les confirmó lo que estaban sospechando: nunca habían convivido.
Todo era una gran mentira de Jennifer.
Cuando ella volvió a su casa ellos la confrontaron. Bich lloraba; Hann quería echarla de la casa familiar. Bich lo convenció de que ella debía quedarse y que la controlarían férreamente.
A pesar de que Jennifer era mayor de edad, tomaron medidas severas. Hicieron que dejara el trabajo en el restaurante y le instalaron un dispositivo GPS en su auto. Tenía prohibido salir de la casa sin avisarles. Le quitaron el celular y la computadora por más de dos semanas. Y, lo más importante, no podría ver a su novio Daniel bajo ningún concepto.
Pero Bich era más blanda y en ausencia de Hann le permitió chequear varias veces los mensajes de su celular. Así fue que Jennifer posteó en Facebook: “En mi casa me siento como en arresto domiciliario” y “Nadie conoce nada de mí (...) me gusta ser un misterio”.
Daniel, harto de las medidas de la familia, terminó rompiendo la relación y empezó a salir con otras chicas. Jennifer, enloqueció de celos.
Dólares, planes y sicarios
En 2010 Jennifer se animó y le dijo a un viejo amigo del colegio primario, Andrew Montemayor, que deseaba matar a su padre. Andrew la entendió, le dijo que él mismo había fantaseado con matar al suyo, y le presentó a su compañero de departamento, un chico gótico con las uñas pintadas de negro, llamado Ricardo Duncan. Sería el sicario y Jennifer le pagaría 1.500 dólares por asesinar a su padre en el estacionamiento del trabajo. Pero el tipo resultó no ser un asesino sino solamente un estafador que huyó con el dinero. El plan quedó trunco. Duncan diría, luego del crimen, algo muy distinto: que ella solo le había dado 200 dólares y que él se los había devuelto porque se había negado a matar a Hann.
Al mismo tiempo, Jennifer ideó un plan lleno de mentiras para poder reconquistar a Daniel quien estaba saliendo con una chica llamada Christine. Le hizo un cuento rarísimo sobre unas amenazas que había recibido y se las endilgó a esa joven. Logró que le creyera. Después de sus disparatadas historias, Daniel volvió con ella. Una verdadera atracción fatal. Juntos retomaron el plan de acabar con los padres de Jennifer para quedarse con los bienes y ahorros de la familia. Además de la casa, Bich manejaba un auto Lexus ES 300; Hann un Mercedes Benz Clase C y tenían 200 mil dólares ahorrados. Según calcularon los jóvenes, ella heredaría de esta manera medio millón de dólares. Podrían mudarse juntos y vivir muy tranquilos por un buen tiempo.
¿Y Félix? Lo cierto es que jamás pensaron qué harían con él. Félix se encontraba en la Universidad McMaster, donde vivía y estudiaba ingeniería, ajeno a los truculentos planes de su hermana.
Daniel Wong se puso en contacto con un nuevo asesino a sueldo: Lenford Crawford, alias ‘Homeboy’, un chico proveniente de Jamaica. Lenford les pidió 10 mil dólares para concretar el crimen. Pero les dijo que necesitaría la ayuda de Daniel y de más gente. Se pusieron de acuerdo. Daniel le dio a Jennifer un Iphone que sobraba en su casa y Lenford le compró una tarjeta SIM para ese celular que solo debían usar para comunicarse entre ellos. Lenford involucró a otro joven, Eric Carty, quien a su vez llamó a David Mylvaganam.
Se había conformado la pandilla asesina.
Un inesperado testigo sobreviviente
La noche del lunes 8 de noviembre de 2010, al llegar del trabajo, Hahn dedicó un buen rato a leer las noticias vietnamitas en la planta baja de su casa mientras Jennifer miraba televisión en su cuarto. A las 20.30 Hann subió para dirigirse a su habitación.
Bich había concurrido a su clase de danza con una amiga. A eso de las 21.30 regresó, se puso el pijama y se quedó en la planta inferior viendo televisión.
Jennifer estaba alerta, atenta a todo. Cuando escuchó llegar a su madre, mandó desde el Iphone un mensaje a David Mylvaganam: “Tienen acceso VIP”. Acto seguido bajó la escalera, le dio hipócritamente las buenas noches a su madre, de una manera más cariñosa que la habitual, sabía que no la volvería a ver viva. Quitó disimuladamente el cerrojo de la puerta principal sin que Bich se percatara.
A las 22.02 la luz del escritorio del segundo piso se encendió. Era la señal de Jennifer para que sus cómplices entraran a la casa.
A las 22.09 tres intrusos ingresaron por la puerta principal: Lenord Crawford, David Mylvaganam y Eric Carty. Llevaban armas. Uno apuntó a Bich, los otros dos subieron corriendo la escalera. En el piso superior, mientras uno fue a sacar a Hann de su cama a punta de pistola; otro, se ocupó de Jennifer y le ató los brazos hacia atrás con cordones de zapatos. Por lo menos eso fue lo que declaró la joven. Les exigieron todo el dinero que tuvieran. Jennifer entregó 2.500 dólares de sus ahorros y 1.100 más que había en la mesa de luz de su madre. Luego bajaron a buscar la billetera de Bich que estaba en su cartera, en la cocina.
Aterrada, la dueña de casa, suplicaba que no le hicieran daño a su hija. Carty volvió a subir con Jennifer donde la habría dejado amarrada a una baranda.
Crawford y Mylvaganam, por su parte, cubrieron la cabeza de ambos padres con mantas y los condujeron al sótano de la vivienda donde les dispararon. Tres veces a Bich en el cráneo, quien cayó fulminada. Dos veces a Hann, una en el hombro y otra en la cara. Luego, huyeron.
Mientras, en el piso de arriba, la joven Jennifer lograba desatar sus manos y llamar al 911. Le dijo a la operadora que los habían asaltado y que había escuchado disparos. Lloraba histéricamente y gritaba que se apuraran. En el segundo 34 de la grabación ocurre algo inesperado: se oyen los gritos de Hann desde la planta baja y desde la calle. A Jennifer se le heló la sangre… “Pa???...Estoy bien, estoy bien”.
Contra todos los pronósticos, su padre había sobrevivido. Se había despertado segundos después de los tiros, había visto a su mujer muerta y había comenzado a gatear desesperado escaleras arriba. Tambaleándose salió por una puerta y le pidió ayuda a su vecino quien llamó a una ambulancia. Fue trasladado al hospital Markham Stouffville primero y, luego, por la gravedad de sus heridas, derivado en helicóptero al Sunnybrook Hospital, de Toronto.
Mentiras policiales y atrapada
A los investigadores de homicidios les llamó mucho la atención que los ladrones convertidos en asesinos solo se hubieran llevado efectivo y no hubieran tomado nada más. Ni los autos, cuyas llaves estaban a la vista. Además, les resultó extraño que hubiesen entrado por la puerta principal. ¿Cómo era que los ladrones no habían llevado precintos para atarlos o una barreta para forzar una puerta de entrada?
Para el detective de la Policía Regional de York, William Courtice, nada cuadraba. Sus sospechas sobre Jennifer se acrecentaron cuando los médicos le informaron a la joven que el padre iba a sobrevivir. Ella, en vez de mostrarse contenta, parecía aterrada.
Una semana después de los balazos, Hann despertó del coma inducido. Tenía un hueso roto en la órbita ocular, lo habían operado para sacarle un trozo de otro hueso de la cabeza y le habían reparado la carótida dañada por uno de los tiros. Pudo testificar y contó algo sorprendente: había visto a su hija hablar amablemente con uno de los asaltantes, como si fueran viejos conocidos. Y dio un detalle contradictorio con lo que Jennifer había declarado: ella no había sido atada.
El mismo padre desconfiaba de su propia hija. Los compañeros de colegio y universidad de Jennifer,curiosamente, también.
Por esos días, se realizó el funeral de Bich al que acudieron Félix y Jennifer.
Al ser interrogada por tercera vez por la policía canadiense, que tiene permitido legalmente mentir a los sospechosos para obtener confesiones que sean válidas en un juicio, el oficial William “Bill” Goetz, le aseguró que tenía una computadora con un software especial que podía detectar las mentiras. La convenció, además, de que los satélites que utilizaban tecnología infrarroja podían analizar los movimientos dentro de los edificios y casas.
Sintiéndose rodeada, el 22 de noviembre de 2010, terminó asegurando que sufría depresión y que quería suicidarse. Y como no se animaba a hacerlo, había acordado con los asesinos que la mataran, pero ellos habían terminado matando a sus padres. Un embuste demasiado rebuscado.
Luego de esto, uno a uno, todos los implicados fueron cayendo.
Durante el juicio
El 19 de marzo de 2014 comenzó el juicio que duró diez meses. Ella negó los cargos, aunque admitió en el estrado que una vez había planeado contratar a alguien para que cometiera el crimen por ella, pero dijo que en esa ocasión le robaron el dinero.
El resto de la banda también negó todo. La defensa de Daniel Wong y Crawford sostuvo que ninguno de ellos estuvo en la residencia de los Pan la noche del asesinato, que solo habían actuado de intermediarios con quién efectuó los disparos. Aportaron sus coartadas laborales. Carty dijo que solo había sido el conductor del vehículo, pero que no había ingresado. El abogado de Mylvaganam negó que su cliente fuera el tirador.
Pero la acusación fue contundente. Los acusaban de asesinato en primer grado, intento de asesinato y conspiración para perpetrar los homicidios. La evidencia presentada incluyó: los movimientos de todos los teléfonos celulares, los mensajes (incluidos los cien intercambiados entre Jennifer y Daniel Wong seis horas antes de los hechos); el ingreso atípico de los ladrones; las inconsistencias del testimonio de Jennifer; la falta de sentimientos que demostraba tener la acusada; el hecho de que a ella no le habían vendado los ojos y no la habían hecho descender al sótano a pesar de haberle visto la cara a los atacantes.
Además, lo más importante: estaban los dichos de su propio padre.
El 13 de diciembre de 2014 Jennifer, Daniel Wong y sus tres cómplices fueron declarados culpables y condenados a cadena perpetua.
Cuando se dio a conocer el veredicto, Jennifer no se inmutó. Recién pasados 25 años tendrá derecho a que se estudie la posibilidad de una libertad condicional.
La lupa sobre la exigencia
El caso puso en la lupa de la sociedad canadiense un tema del que se estaba hablando mucho: “los padres tigre”. Este modelo de paternidad hiper exigente es usual en general entre orientales que empujan a sus hijos a destacados niveles académicos. Ultra competitivos, buscan el éxito a cualquier costo. Los niños, bajo esta forma de crianza, no son sobreprotegidos sino sobreexigidos. El caso de Jennifer parecía ser de esa escuela. De acuerdo a su compañera de colegio del secundario, Karen K. Ho, el padre de Jennifer, Hann, era el clásico “padre tigre” y Bich lo acompañaba en todas sus decisiones.
Karen reveló que Jennifer “a los 22 años no había ido nunca a un boliche, no se había emborrachado, no se había ido jamás de vacaciones sin su familia”.
Otro compañero de clase que no quiso ser mencionado le confió a los medios que los Pan eran excesivamente controladores. Lo cierto es que cualquier análisis o cuestionamiento sobre esta manera de ejercer la paternidad, para la familia Pan, llegó demasiado tarde.
Como consecuencia de sus heridas, Hann quedó inválido y no pudo volver a trabajar. Tanto él como su Félix, le pidieron a la corte una restricción para que Jennifer no pueda acercarse a ellos jamás. También le fue prohibido a ella conectarse con Daniel Wong.
Hann dijo en su testimonio escrito: “Cuando perdí a mi mujer, perdí a mi hija al mismo tiempo (...). No siento que tenga más una familia. Quizá algún día sienta la felicidad de estar vivo… pero me siento muerto (...) Deseo que mi hija Jennifer recapacite sobre lo ocurrido con su familia y que algún día pueda convertirse en una persona honesta”. Tiene pesadillas, padece ataques de ansiedad y de insomnio y sufre intensos dolores físicos. Necesita vender su casa de la Avenida Helen 238, pero nadie quiere comprarla. Es por esto que vive con familiares. Félix también sufre de depresión. Se mudó a la Costa Este para escapar del estigma de ser asociado con su hermana asesina, donde trabaja en una compañía de tecnología.
La pesadilla no ha terminado porque en mayo de 2023 el Tribunal de Apelaciones de Ontario aceptó una solicitud de Jennifer Pan y sus cómplices para ir a un nuevo juicio. Todavía no se ha resuelto la petición que descansa en la Corte Suprema de Canadá. Si bien debería estar presa hasta 2035, la familia teme lo que pueda ocurrir. Jennifer hoy tiene 37 años.
El 10 de abril de 2024 Netflix puso en el aire su historia con el título “¿Qué hizo Jennifer?”.
Lo que hizo Jennifer fue construir su propio infierno.