“El mundo se divide entre los que aman El campo de los sueños (Field of dreams, 1989) y aquellos que no tienen corazón”, afirmó el periodista Bill Simmons.
Y sólo se puede estar de acuerdo con él.
35 años atrás se estrenaba esta gran película, de género incierto, pero con un corazón enorme. Se convirtió en un éxito inesperado (llegó a estar nominada al Oscar) y superó el juicio del tiempo.
El que haya visto la película olvídese un momento de ella, abstráigase un rato. ¿Qué le parecería si alguien le cuenta, sin mayores detalles, el argumento? Un hombre que se acerca a los cuarenta, con familia, se dedica desde hace poco tiempo a la agricultura en una granja de Iowa. Mientras cuida los maizales escucha una voz y tiene una visión. Debe sacrificar lugar de siembra y construir un campo de béisbol. El señor, apretado por deudas hipotecarias, no lo duda y lo hace. Luego esa voz le sigue enviando mensajes, a la vez, crípticos e imperativos. De pronto en el diamante se corporizan unos viejos jugadores de béisbol que nadie excepto él y su familia pueden ver. Él deja todo y cruza el país a buscar a un escritor huraño que no publica ni realiza apariciones públicas hace años, algo así como un Salinger afroamericano. No sólo se contacta sino que consigue llevarlo a un estadio por primera vez en treinta años y lo convence de seguirlo en su pesquisa de no se sabe bien qué. Juntos buscan a un doctor octogenario que lleva quince años muerto para que se dé el gusto de jugar con profesionales. Y así podríamos seguir. Una especie de disparate encantador.
El cine deportivo
Esta película es un buen ejemplo sobre el verosímil y las convenciones en el cine. Pero hay otros casos, el cine deportivo está plagado de ellos: boxeadores que nunca pelearon poniendo al borde del ridículo al campeón de todos los pesos, nenes de ocho años con el poder en el brazo del mejor pitcher profesional, karatecas chinos jugando al fútbol, haciendo chilenas y tijeras a varios metros de altura, jugadores de fútbol americano fallecidos tomando el cuerpo de otro, Chespirito haciendo un gol de cabeza en el Estadio Azteca o Stallone yendo al arco.
El guión está basado en Shoeless Joe, una novela de W.P.Kinsella escritor de ficciones, muchas de ellas relacionadas con el béisbol. La adaptación respeta en gran medida la obra original, sólo se eliminan algunas subtramas (Ray tiene un hermano gemelo al que sale a buscar, por ejemplo). El título hace referencia a Joe Shoeless Jackson el jugador que encuentra Ray en el diamante por primera vez, el ídolo de su padre; un ídolo de muchos en su tiempo pero que fue suspendido de por vida en 1919 acusado de vender la Serie Mundial por presión de los apostadores, un héroe caído.
Así, como la novela, se llamaba originalmente la película pero en un focus group el título fue vetado y cambiado por el que fue conocida. Cuando Phil Alden Anderson llamó, con cierto pesar, al novelista para contarle de esta modificación, éste no se mostró para nada sorprendido y le contó que el título provisorio con el que trabajó todo el tiempo de la escritura era Dream field (Campo soñado). La otra gran variación entre la novela y el guión se produjo por una causa de fuerza mayor. J.D.Salinger el escritor mencionado en el texto amenazó con acciones legales a través de sus abogados si su nombre no era removido.
La clave del film
Uno de los secretos de El campo de los sueños, el engranaje que hace que todo funcione, el verdadero punto de equilibrio, es Kevin Costner. Su actuación logra sortear los precipicios, es la que nos convence, la puerta de ingreso a la suspensión de la incredulidad: ese ingenuo y decidido hombre de 36 años se mete en nuestros corazones.
Sin embargo no fue la primera opción del director y los productores. Ellos aspiraban a contar con Tom Hanks (que tendrá su buena película de béisbol poco después con Un Equipo Muy Especial y su gran frase: “No se llora en el béisbol”). Descartaron a Costner porque venía de triunfar con Bull Durham y no creían que fuera a aceptar hacer dos películas consecutivas sobre béisbol.
Kevin Costner es, debe decirse, el mejor actor de películas deportivas de la historia. Tanto que no es arriesgado afirmar que todas las películas en las que actúa, a su modo, son deportivas (el cine americano casi siempre es deportivo: ascenso y caída -o al revés-; emoción y épica -o desolación).
Kevin Costner juega en todos los puestos. Hizo de catcher de las ligas menores, de fan del béisbol que construye un campo, de pitcher de la MLB, de ciclista de ruta, golfista profesional, manager general de un equipo de la NFL y entrenador de equipo de atletismo (además de ser la voz de varios documentales). Un verdadero deportista multi-rubro.
Interpretó cada uno de los papeles posibles en una película deportiva. El consagrado que está llegando al final e intenta reverdecer su carrera, el joven aspirante, el entrenador, el directivo, el cínico que ve desde dentro del ambiente lo que los demás no, el aficionado apasionado.
Si él es nuestro James Stewart, El campo de los sueños es nuestro Qué bello es vivir (It’s a wonderful life, 1946). Pero no se trata sólo Costner, toda la película es un pequeño milagro. Con una historia de fantasía cada decisión es delicada y fronteriza. Hay que ser una artista del equilibrio, un funambulista del tono leve, de lo sutil para no desbarrancar. El riesgo de estar fuera de tono, de caer en el ridículo está siempre presente. Y cada uno de los involucrados -director, guionistas, actores-, mágicamente, lo evitaron.
Algo usual en el mundo de la música pero tanto en el del cine: el one hit wonder. El artista que sólo consigue un gran éxito en toda su carrera. Eso ocurre con Phil Alden Robinson, el director. Nunca más, ni antes ni después, consiguió crear otra obra de este valor. En medio de la filmación, el director perdió la fe. Durante un par de días se deprimió y se convenció de que lo que tenía entre manos era un disparate, que al estrenarse todo el mundo se burlaría de él, que su carrera estaría terminaba. Uno de los productores, tras largas charlas, lo convenció de que iban por el buen camino y Phil Alden Robinson siguió al mando del proyecto.
La sombra de Salinger
Funciona el juego de opuestos entre la ingenuidad y credulidad del personaje de Costner y la dureza, el permanente estar a la defensiva y el descreimiento del de James Earl Jones. Terrence Mann, el escritor inspirado en Salinger, es un recluso que evita el contacto con la gente. No publica desde hace años. Está cansado de ser la voz de una generación, que todos utilicen sus libros escritos hace muchísimos años como excusa para justificar sus fracasos y sus decisiones extravagantes. Es un desesperanzado. Sus sueños quedaron enterrados hace años. Su mundo es el de la desconfianza y la desilusión.
El doctor Archibald Moonlight Graham es un gran personaje secundario. Tiene el tono perfecto, está construido con delicadeza y ternura. Está basado en un personaje real con el mismo nombre, profesión y que también sólo pudo jugar un partido oficial. El director tentó a James Stewart para el rol. Finalmente la elección de Burt Lancaster, un duro, es sorpresiva pero apropiada. Su último papel en cine. Un gran papel. El jugador que había estado tan cerca de su sueño pero que sólo había jugado media entrada, sin poder batear ni tocar la pelota. Cuando traspasa el límite del campo sabe que no hay vuelta atrás, que otra vez se aleja de su sueño, pero que debe hacerlo, debe salvar a la pequeña hija de Ray.
El humor, también, juega un rol determinante. Los jugadores cargan a Ray porque la esposa lo llama a comer. Cuando Ray alaba el estado físico de uno de los pitchers, éste responde: “Imaginate. Me morí en el 70; hace como diecisiete años que no fumo”. O cuando otro de ellos vuelve a los maizales después de jugar y justo antes de empezar a desvanecerse, a difuminarse, cita a El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) en medio de carcajadas: “Me derrito, me derrito”. Pero el gran momento de humor, el que permite transitar una situación imposible, es el primer encuentro entre Ray y el personaje de James Earl Jones, Terrence Mann. Está resuelto con gracia y libertad. Esa escena establece el tono de la película.
La voz, la guía
La Voz (nadie sabe a qué actor pertenece: algunos dicen que a Costner, otros que a Ray Liotta y algunos mencionan a Ed Harris por entonces marido de Amy Madigan), esa que sólo escucha Ray, que sólo le habla a él, dice la frase: “Si lo construyes, él vendrá” (“If you build it, he will come”). Esa frase que por lo general es mal citada (“ellos vendrán”, se dice, confundiendo con el desenlace de la película y el encendido discurso de Terrence Mann). La magia de la película reside en esas cinco palabras. En la fe, en creer, en darle lugar a los sueños. Pero eso que podría ser un postulado de un mal libro de autoayuda -el adjetivo sobra- o una declaración meramente voluntarista, es la gran clave para entender a El campo de los sueños. No nos dice que sigamos nuestros sueños sin más. Sino que los construyamos, que invirtamos tiempo y esfuerzo, que apostemos. Ray construye el campo de béisbol pero los resultados no son inmediatos, durante un tiempo no pasa nada. Sale por el país a buscar las piezas que le faltan. No se queda de brazos cruzados esperando que suceda algo. Debe considerarse que otro de los mensajes posteriores de esa voz que escucha el personaje de Costner es “Llega hasta el final”. Es imperativo, una intimación. Un recuerdo de que se debe persistir, no entregarse, esforzarse un poco más. Y el aporte de la esposa es fundamental. Ella cree y no desfallece. Es el verdadero personaje fuerte de la película. Ray y su esposa miran su obra recién terminada. Él dice: “Acabo de crear algo absurdo”. Ella responde: “Es por eso que me encanta”. Quienes pudieron dedicarse a su vocación en algún momento escucharon, de una manera u otra, esa voz: “Si lo construyes, él vendrá”. Muchos, como el personaje de Kevin Costner al principio del film, se convencieron de que no habían escuchado nada. Algunos tuvieron la fortuna de tener alguien que les recordara esa voz, que los impulsara a seguirla, que los acompañara a construir lo necesario para que lo demás, lo importante, viniera.
Shoeless Joe Jackson y el padre le preguntan a Ray, en distintos momentos, si ese campo era el cielo. En ambas Ray responde lo mismo: “No, es Iowa”. Pero en la charla con el padre, la conversación continúa:
- ¿Existe el cielo?, pregunta Ray
- Claro. Es dónde los sueños se hacen realidad.
Ya contado el argumento tenemos que preguntarnos de qué trata la película. ¿Es una película de béisbol? Lo es a pesar de que hay poca acción, pocos homeruns, batazos o bases robadas. Habla del deporte como regreso a la infancia, como territorio sagrado. Al regresar con el escritor, los ocho desahuciados convocaron a muchos otros jugadores -una selección de leyendas del deporte- para poder jugar un partido. Terrence Mann en la pequeña grada disfruta, hace la ola, aplaude y alienta. Recuperó el entusiasmo, en sus ojos hay ilusión. Fue atravesado otra vez el deporte. Con esa pasión, irracionalidad, entusiasmo, falta de cálculo y locura que contiene y transmite. Le pide a Ray que no venda la granja, que la gente vendrá: “El béisbol es una constante a través de los años. Lo demás cambia. Nos recuerda todo lo que en un tiempo fue bueno y podría volver a serlo”. La película no dice que todo el deporte sea así o logre esos efectos. Sería una necedad.
Dice que el deporte es capaz de lograrlo como pocas cosas, como casi ninguna. Así varias de las elecciones filosóficas y formales de El campo de los sueños quedan totalmente justificadas. ¿Qué es el deporte - en este caso el béisbol pero puede ser el fútbol, el básquet o cualquier otro- sino un gran cuento de hadas?
Es también un gran elogio sobre la pasión. Aquellas cosas que movilizan desde el interior, que nos impulsan a veces irracionalmente, las pulsiones. La esposa interpretada por Amy Madigan, sabia y pacientemente, acompaña y acuna la pasión del marido. Sabe que eso hace a la felicidad de la familia aunque esté en riesgo el bienestar económico. Ella confía, sabe que a la pasión se la debe seguir. Los jugadores son otro exponente cabal de la pasión. Se divierten, sienten felicidad, hacen lo que les gusta. Parecen nenes. Parecen deportistas.
Pero El campo de los sueños es, ante todo, un tratado sobre la paternidad y sobre la relación entre padres e hijos. Ray confiesa que no quiere parecerse a su padre. Le reprocha haberse entregado, haber envejecido prematuramente, no haber hecho nada por sus sueños personales. Es una de las películas que mejor pone en evidencia una de las grandes (y a veces subestimada) virtudes del deporte: generar un vínculo padre-hijo indestructible, un lazo que ni el tiempo, que todo lo erosiona, podrá disolver. Nosotros que desconocemos todo del béisbol, que ni pensamos en bates o guantes, tenemos el fútbol. Así, en lugar de lanzar la pelota, nos hacemos pases, pateamos, jugamos un mete-gol-entra. Con padres dejándose ganar hasta que tienen que utilizar todas sus fuerzas y habilidades para no ser superados. La escena final en la que Kevin Costner descubre que el padre es el catcher (buen recurso: con la máscara se mantiene el suspenso de la identidad hasta el fin del partido) es conmovedora. Silencios, miradas, un acercamiento tenue, condicionado. Hasta que Ray le habla al padre y le propone jugar un rato. Cuando lo llama, cuando le dice Papá. La palabra clave en la frase es Papá. Resuena como un pistoletazo en medio de nuestro pecho, sentimos el impacto en la tráquea. No nos caen las lágrimas. Más que eso: proferimos un llanto histérico, hipado, con ruido. Mientras, ellos dos hacen algo absolutamente conmovedor y sencillo: juegan un rato juntos.
Cierta vez un hombre que fue padre tardío me contaba con un entusiasmo notable sus idas a la cancha con sus hijos adolescentes. Aunque ya estaban grandes y podían ir solos, el padre seguía acompañándolos. Se sabe que ir al fútbol en Argentina no es demasiado cómodo. Menos para un hombre de casi setenta años y en la tribuna: horas de pie, apretujado, sometido al maltrato de la policía, una odisea llegar al baño cada vez que la próstata lo traiciona. Se sabe también que la pasión del fútbol todo lo puede. Pero ese no era el verdadero motivo que empujaba al señor cada domingo, de local o visitante. Amaba a su club pero ya estaba en edad de preferir ver los partidos por televisión. Antes de que alcanzara a preguntarle algo, me agarró del brazo para asegurarse de que lo mirara, de que lo escuchara con atención y me dijo: “¿En qué otro programa puedo estar cinco horas seguidas con mis hijos? ¿En qué otro momento de la semana me abrazan como cuando hacemos un gol?”.
Es cierto, entonces, cómo dicen, que el deporte hace bien a la salud.