Las dos presidencias de Richard Nixon, y casi toda su azarosa vida política, fueron una gran pesadilla para los Estados Unidos. No es una definición antojadiza: la dio en un discurso a la nación el sucesor de Nixon en la presidencia, Gerald Ford, pocas horas después de que Nixon se convirtiera en el primer presidente de ese país, el único hasta ahora, en renunciar.
Fue en la tarde del 9 de agosto de 1974 y cuando ya Nixon viajaba al ostracismo en el avión presidencial que, para la ocasión, había perdido su nombre oficial de “Air Force One”. Nixon había dejado la Casa Blanca después de dar un patético discurso, tal vez estragado por la resaca de la noche de borrachera que precedió a su dimisión, ante su familia que no podía contener las lágrimas ni un hondo sentimiento de vergüenza ajena, frente a funcionarios que estaban a punto de pasar a ser ex y frente a una prensa anonadada por el triste espectáculo del presidente en derrota.
“Mi madre era una santa”, dijo Nixon aquel día, el discurso pasó a la historia coloquial con esa frase, en lo que fue un repaso público y último de su vida a la que intentó mostrar con una blancura, una honestidad, una moralidad y un honor que su protagonista no había tenido nunca, ni siquiera en esos fatales momentos.
Después, Nixon había subido al helicóptero presidencial, estacionado en los jardines de la Casa Blanca; en la puerta, antes de entrar a la aeronave, se dio vuelta, enfrentó a la gente, alzó los brazos e hizo con los dedos de sus dos manos el signo de la victoria. Nadie supo nunca qué festejaba aquel hombre. Mientras el helicóptero se perdía en el cielo de Washington, Ford caminó sobre una alfombra roja los pasos que separaban al jardín de las instalaciones de la Casa Blanca y le dijo a su esposa: “Nuestra larga pesadilla nacional ha terminado”, frase que incorporó luego a su primer discurso. No obstante, el flamante presidente se empeñó en lograr un rápido perdón de todos los delitos cometidos por Nixon. Lo logró en apenas treinta y un días.
El siglo XX, que cerró sus puertas hace veinticuatro años, pródigo en guerras y en profundos cambios sociales, también lo fue en líderes políticos que ejercieron fuerte influencia sobre las sociedades que gobernaron ya sea a través del terror y los asesinatos, o gracias a una forzada persuasión diseñada por una mente brillante y atormentada. Europa lo sabe bien. El historiador Ian Kershaw habla en su libro “Personalidad y poder” de “dirigentes que, de algún modo, obtuvieron la capacidad de hacer lo que deseaban sin importar las consecuencias para los demás”.
No es que el joven siglo XXI esté a salvo de sujetos delirantes que acceden al poder y al dominio de sociedades enteras, pero al menos en las últimas dos décadas historiadores y científicos pusieron sus ojos clínicos en la mentalidad de los gobernantes, los que lo son y los que lo fueron antes, en un intento acaso loable para prevenir catástrofes, aunque no para evitarlas.
Nixon, que murió hace treinta años, es aún una personalidad intrincada y fascinante que obsesiona a quienes intentan comprender a una de las figuras políticas más perversas, incluso hasta infames para sí misma, de la historia estadounidense. Un estadista que pudo ser brillante, y a su modo lo fue, pero que llevó adelante un comportamiento criminal que hundió su carrera y su vida política. Un maníaco mentiroso con una obsesiva capacidad para la intriga, un manipulador del sistema político que aceptó incluso dinero de mafiosos consumados, como el banquero y financista americano de origen cubano Charles “Bebe” Rebozo, que fue íntimo amigo y confidente de Nixon, pero que estaba ligado a los mafiosos de Miami Santo Trafficante y Alfred Polizzi.
A lo largo de sus dos presidencias, entre enero de 1969 y agosto de 1974, Nixon puso fin a la intervención americana en Vietnam, no sin antes bombardear con una intensidad inusitada a ese país, a Laos y a Camboya mientras en París se celebraban conversaciones tendientes a firmar la paz, una “paz con honor”, era el deseo de Nixon, que cubriera con un velo piadoso la derrota estadounidense. Pero en 1968, cuando quien buscaba la paz era su antecesor, Lyndon Johnson, Nixon había saboteado los intentos de vietnamitas del sur y del norte por poner fin a la guerra: dijo a los vietnamitas del sur que obtendrían mejores resultados cuando él fuese presidente.
También logró el regreso a casa de cientos de prisioneros de guerra. En 1972, con el diseño de su política exterior en manos de Henry Kissinger, incorporó a China al mundo, visitó ese país, después de decir años antes, cuando era vicepresidente de Dwight Eisenhower, que bajo su gobierno jamás dialogaría con los chinos, y estrechó la mano del paciente Mao Tsé Tung, que así se llamaba antes de ser Mao Zedong, otro de los líderes tormentosos de la época. Reanudó relaciones diplomáticas con Pekín, que así se llamaba antes de ser Beijín, en un esfuerzo por contrarrestar la influencia de la URSS, y firmó con la los rusos un tratado de reducción de misiles antibalísticos. Su gobierno transfirió parte del poder de Washington a los cincuenta estados americanos, congeló los salarios, integró las escuelas del controvertido sur del país dominadas por el racismo; Nixon fue el presidente que se llevó la victoria de la carrera espacial con la llegada del primer hombre a la Luna en 1969, una vieja aspiración de John Kennedy que era su odiado enemigo; logró la reelección en 1972 en una de las más grandes avalanchas electorales de la historia estadounidense y cuando ya era investigado por el caso Watergate que le costaría la presidencia.
Al mismo tiempo, sostuvo a Israel durante la guerra del Yom Kippur de octubre de 1973 y lo abasteció de armas, lo mismo hizo la URSS con los árabes, con lo que facilitó los posteriores acuerdos de paz en Medio Oriente. También desató al mismo tiempo la legendaria crisis del petróleo de ese año, una represalia de los productores árabes por la asistencia estadounidense a Israel. Con instrucciones precisas dadas a Kissinger, sostuvo, financió, impulsó y celebró el sangriento golpe militar en Chile de septiembre de 1973. Ya en 1970 había aportado cuarenta millones de dólares para “hacer crujir la economía chilena”, en manos del presidente socialista Salvador Allende, que había llegado al poder a través de elecciones libre. La economía chilena crujió y cuando el golpe era inminente volvió a instruir a Kissinger: “En Chile vale todo: patéenles el culo”, le dijo.
El 17 de junio de 1972 cinco personas entraron en la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate de Washington. No iban a robar, ni eran ladrones. Eran agentes al servicio de la Casa Blanca, algunos eran cubanos anticastristas que habían llegado desde Miami, que pretendían colocar micrófonos e intervenir los teléfonos en la sede del partido rival de los republicanos. Fueron arrestados. Dieron nombres falsos y dijeron todos, ser “plomeros”. Era una broma siniestra de uno de los espías, Howard Hunt, durante años al servicio de la CIA y en esos días consejero de seguridad de Nixon. Como la Casa Blanca los había contratado, una mera apariencia burocrática, para evitar filtraciones a la prensa, Hunt dijo: “Si tenemos que evitar filtraciones, es que somos plomeros”. Pasaron a la historia como “The Plumbers”.
Los invasores de la sede demócrata no buscaban sólo intervenir teléfonos e instalar micrófonos. Buscaban los documentos que, sospechaban, tenían sus rivales sobre Nixon: “Sabíamos que los demócratas tenían un archivo lleno de mierda con rumores que podían contribuir a la destrucción del Partido Republicano”, declaró Frank Sturgis, uno de los “plomeros”. Esos papeles revelaban los planes de Nixon para asesinar a Fidel Castro, el dinero que había recibido del magnate Howard Hughes, sus aportes financieros a los golpistas coroneles griegos y el sabotaje que había desatado a la iniciativa de paz de Johnson en 1968.
Los “plomeros” pasaron a la historia por algo más que por la ironía que esgrimieron para cifrar su profesión. A la tarde siguiente al asalto a Watergate, el juez interrogó a los cinco delincuentes a quienes no les creyó una palabra sobre sus nombres y profesión. Cuando preguntó a cada uno quiénes eran y de qué trabajaban, uno de ellos admitió haber trabajado para la CIA. Era James McCord, nada menos que el director de seguridad del Comité de Reelección del Presidente. Quien escuchó todo con el oído alerta fue un joven periodista del Washington Post, Bob Woodward, a quien habían enviado para cubrir la nota de un robo común y dio con el reportaje de su vida: junto a su colega Carl Bernstein, desentrañaron el caso Watergate.
Nixon fue quien dispuso la incursión en la sede demócrata. Si no la ordenó con voz propia, la analizó como una operación de inteligencia diseñada por Gordon Liddy, un abogado, ex agente del FBI, showman de televisión, actor y jefe de los “plomeros”, ligado al espía Howard Hunt. Pero no es por el Caso Watergate que Nixon perdió su presidencia y su vida política, o no sólo por Watergate. Fue por su intento de obstruir la investigación judicial del caso, una decisión impensable en un presidente si no era que le importara nada subvertir el proceso democrático. Nixon dejó registro grabado de los días de su presidencias entre 1971 y 1973. Son miles de horas de grabación que han sido reveladas sólo en parte: muchas permanecen restringidas como material clasificado por razones de seguridad nacional o por resguardo de la privacidad de las personas citadas en ellas. Esas cintas fueron su perdición.
En la larga historia del Caso Watergate, unos años apasionantes de la historia contemporánea, el centro de la batalla entre el Poder Judicial y la Casa Blanca estuvo en la decisión judicial que conminó al presidente para que entregara esas cintas y en su negativa a hacerlo. Cuando lo hizo, furioso y a sabiendas ya de que sería condenado, los fiscales del caso notaron que a una cinta clave le faltaban dieciocho minutos y medio que habían sido borrados. Asumió la culpa la secretaria del presidente, Mary Woods. Cuando le pidieron en la Corte que explicara cómo había hecho para borrar ese fragmento clave, la mujer tuvo que ensayar una pose física imposible entre su silla, su máquina de escribir y el dictáfono.
Con todo, sobrevivieron varios fragmentos incriminatorios para Nixon. El presidente le hizo escuchar uno de ellos a uno de sus abogados en el Caso Watergate, Fred Buzhardt; “Hay una cinta en concreto sobre la que quiero tu opinión –dijo Nixon a su abogado– Es la del 23 de junio de 1972. Quiero que la escuches entera y que luego llames a Al para decirle qué opinas”. Al, era el general Alexander Haig, entonces jefe de personal de la Casa Blanca. En esa cinta se escucha a Nixon decirle tres veces, en forma clara y precisa, a Harry “Bob” Haldeman, a quien había reemplazado Haig, que “estaba bien” que la CIA presionara al FBI para que pusiera fin a las investigaciones de Watergate. Sólo había pasado una semana de la incursión de los “plomeros” en la sede del Partido Demócrata. Buzhardt dijo que esa era la prueba definitiva que demostraba que el presidente había cometido el delito de obstrucción a la justicia.
Surgieron pruebas irrefutables de que Nixon manipuló las cintas que lo comprometían. Su secretaria, Mary Woods, declaró a la justicia que el presidente en persona había revisado las cintas durante la crisis de Watergate; lo había hecho en la residencia de Camp David y había “pulsado los botones adelante y atrás de la grabadora”, dijo Woods. En 1999, el fiscal que interrogó a Woods, Jill Wine-Banks, reveló que la cinta pudo ser borrada por Nixon: “Lo más probable es que fuera el presidente”. El fiscal especial del Caso Watergate, León Jaworski, coincidió: “Sólo el presidente tenía acceso a la cinta y a la máquina, a qué había en la cinta y a cuál fragmento podía ser incriminatorio”.
El historiador Anthony Summers, autor de “Nixon – La arrogancia del poder”, sostiene: “Nixon era perfectamente consciente de que la implicación en un caso de encubrimiento podía provocar su caída. Sin embargo, gracias al acceso que hoy tenemos a esas cintas, sabemos con toda seguridad que actuó en complicidad con aquel engaño desde el principio”. Y Kissinger, que no era un hombre en especial piadoso, admitió: “La araña fue tejiendo su propia red. Aunque el Watergate no se hubiera producido, las cintas habrían dañado seriamente la reputación de Nixon (…) Si las cintas hubieran salido a la luz después de su fallecimiento, Nixon habría conseguido la extraordinaria proeza de suicidarse después de su propia muerte”.
¿Quién era Nixon? ¿Cómo se forjó, al decir de Kissinger que lo conoció muy bien, la “araña que tejió su propia red”? Había nacido en Yorba Linda, California, en 1913 en un hogar de padre metodista y madre cuáquera, agricultores ambos y pequeños emprendedores. Los recuerdos de la infancia llegaron siempre a través del propio Nixon, que mentía con total transparencia. Su madre, Hannah, que también había mitificado una historia incomprobable sobre unos terrenos que la familia había vendido y en los que luego se encontró petróleo, contó que no era fácil crecer en la casa de los Nixon: a menudo, tenían cinco hijos, sólo había maíz para comer. Nixon reveló en una ocasión: “Éramos pobres, teníamos muy poco. Muchas noches nos íbamos a la cama después de haber comido una sola rebabada de pan untado con tomate, de modo que sabíamos lo que era el hambre.” Pero en otras ocasiones, en cambio dio lo que, tal vez, era una imagen más vecina a la realidad: “Se ha dicho que mi familia era pobre. Pero nosotros nunca nos consideramos pobres. Siempre tuvimos suficiente para comer y nunca tuvimos que depender de nadie”.
Hannah Nixon fue una mujer durísima con sus hijos, pétrea y rigurosa, no desdeñaba el castigo físico. Dijo Nixon de ella; “No la oí decir ‘te quiero’ en toda su vida. Ni a mí, ni a nadie. Pero nadie era más capaz que mi madre para demostrar su cariño y su afecto. (…) Sólo uno de esos patéticos psiquiatras freudianos sería capaz de decir que su agrado por la intimidad la hacía reservada incluso ante sus hijos”. Pero lo cierto es que Nixon estuvo en manos de “uno de esos patéticos psiquiatras freudianos”. Era el doctor Arnold Hutschnecker, del que Nixon fue paciente antes de llegar a la vicepresidencia de Estados Unidos en los años 50: fue un secreto muy bien guardado porque, pensaba el propio Nixon, que los americanos supieran que estaba bajo los ojos de “un loquero”, podía perjudicar su carrera política.
Hutschnecker, para quien Nixon era “un enigma para mí y para sí mismo”, estaba convencido de que su paciente “había sido un niño reprimido emocionalmente, que creció para convertirse en una persona que veía el amor y la proximidad física como una desviación que podía llegar a consumirlo, a reducirlo, a hacerle menos varonil. El amor nunca fue una prioridad en la vida de Nixon ya que siempre estuvo convencido de que no necesitaba ser amado como un ser humano, tan solo respetado como hombre”. Por cierto, el psiquiatra no tenía de Hannah la imagen que Nixon hizo célebre en su discurso último, ya como ex presidente: “Mi madre era una santa”. Para Hutschnecker Nixon necesitaba “demostrarle a su madre que no necesitaba a nadie. El miedo fue un virus que infectó su vida y del que jamás se pudo deshacer; el miedo a ser visto como un ser débil. Creo que aquella imagen de santa de rostro severo que tenía de su madre, le causó más daño que cualquier otra cosa. Su madre fue realmente su ruina”.
Nixon estudió la primaria en Whittier, California, donde la familia fue a vivir cuando él tenía nueve años: fue un pequeño asistente de la tienda de comestibles y de la estación de servicio que administraban sus padres. En 1937 se graduó como abogado en la Duke University Law School. Se alistó en la marina cuando la Segunda Guerra Mundial, fue enviado al Pacífico Sur, nunca entró en combate por su condición de cuáquero y volvió con dos medallas y un cargo como oficial administrativo en una estación naval de California.
En 1940, antes de marchar a la guerra, se casó con Pat Ryan que llegaría a ser primera dama y a vivir los tormentosos años de presidente de su esposo, los años del alcohol, de los abusos con los antidepresivos y otros medicamentos y del maltrato físico. En 1946 fue elegido Representante (diputado) por el distrito 12 de California, y reelecto en 1949; renunció para ser senador. Ganó su fama en pleno auge del senador Joseph McCarthy y su “caza de brujas”, la campaña de denuncias que acusó de agentes del comunismo a políticos, periodistas, actores, diplomáticos, sacerdotes, docentes y dirigente sociales. Nixon fue muy activo en el caso contra Alger Hiss, un abogado del gobierno que había participado en 1945 de la conferencia de Yalta entre el presidente Franklin Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder soviético José Stalin y en 1948 fue acusado de espiar para la URSS. Nunca se le pudo probar a Hiss conexión alguna con el espionaje, pero fue condenado a cinco años de cárcel por perjurio y mantuvo su inocencia el resto de su vida. Murió en 1996 a los noventa y dos años.
La carrera política de Nixon trepó hasta la senaduría por California en 1951 y se coronó con la elección como compañero de fórmula del general Dwight “Ike” Eisenhower para sus dos presidencias, entre 1953 y 1961. En 1960 se postuló a la presidencia por el partido Republicano y compitió con el ascendente John F. Kennedy. Antes de las elecciones, los dos candidatos sostuvieron una serie de debates televisados, los primeros de la historia. Un dato curioso y revelador dice que de los estadounidenses que escucharon los debates por radio dieron como ganador a Nixon, mientras que quienes vieron los debates por televisión dieron como ganador a Kennedy, que hacía de su imagen una herramienta vital de su campaña.
Eisenhower no apoyó a Nixon en su candidatura. No lo boicoteó, pero tampoco lo ayudó. Nixon nunca se lo perdonó. Treinta años después, en 1991, todavía recordaba con la fidelidad que da el rencor: “Se portó como un exigente hijo de puta. En 1960 no me apoyó hasta que se vio obligado. Aquello fue devastador para mi campaña”. Lo que Nixon tampoco perdonó fue la razón que dio el ex presidente para restarle su aliento: “¡Para mí tiene pinta de perdedor! Cuando me encontraba con un oficial como él en la Segunda Guerra Mundial, lo relevaba”. Eisenhower tampoco era piadoso. Kennedy era un poco más consciente de las limitaciones políticas de Nixon. Dijo una vez a su equipo de campaña: “¿Ustedes se dan cuenta de que soy el único obstáculo para que Nixon llegue a la Casa Blanca?”
Para entonces, el inicio de la brillante década del 60 que auguraba la paz y terminó en violencia, la personalidad de Nixon despertaba alarma en el mundo político. Habían detectado algunas características personales que lo hacían poco confiable: tejía falsas ilusiones sobre sí mismo y sobre los demás, se adjudicaba méritos que no tenía y veía en los otros cualidades que no existían; era un adicto a la intriga y un manipulador compulsivo; mentía de modo natural y banal, lo hizo en el Caso Watergate, cuando mintió a sus más cercanos colaboradores, a su secretaria, a sus abogados, a los investigadores y a los ciudadanos, pero también le detectaron mentiras tontas sobre su pasado, su carrera, su actuación en la guerra aunque, para hacerlo, debiera enmendar los textos de quienes le escribían sus discursos.
También era cuestionado porque profesaba un deseo de venganza y de castigo contra todos aquellos que no hacían lo que él quería; despreciaba a quienes se habían formado en las universidades más prestigiosas del país, a los que veía como a sus eternos enemigos; se percibía como un hombre perseguido, un rasgo de su paranoia, mientras se dedicaba a perseguir a otros como lo hizo con Alger Hiss, con Adlai Stevenson y con Edward Kennedy; su nivel de autoexigencia iba más allá de sus límites lo que lo condenó vivir bajo una presión intolerable que lo volcó al alcohol y a los somníferos y a los antidepresivos.
Nixon prometió retirarse de la política cuando perdió la elección presidencial frente a Kennedy: “No tendrán otra vez a Nixon para apedrearlo”, refunfuñó en una entrevista televisiva. Su fijación persecutoria y el escaso margen de votos con el que ganó Kennedy le hicieron pensar que había sido víctima de un fraude, que le habían robado esas elecciones, tal como Donald Trump pensó de las elecciones que en 2020 perdió frente a Joe Biden. Kennedy pasó a ser el enemigo más odiado para Nixon y, sin embargo, fue su muerte la que lo impulsó de nuevo en la vida pública de Estados Unidos.
La mañana del 22 de noviembre de 1963, el día del asesinato de Kennedy en Dallas, Nixon dejaba esa ciudad tres horas antes de la tragedia en un avión de línea y como abogado de la Pepsi Cola. En cuanto supo del crimen, al llegar del aeropuerto se lo dijo el portero del edificio donde vivía en Manhattan y encontró a sus hijas frente al televisor pegadas a los ecos del magnicidio, su mente brillante le hizo tomar dos decisiones inmediatas. Llamó a su buen amigo, el director del FBI J. Edgar Hoover, para preguntarle qué sabía el FBI del asesinato: temía que un criminal de ultraderecha desencadenara sobre él una acusación de incitación al odio. Se tranquilizó cuando Hoover le dijo que el sospechoso arrestado tenía antecedentes izquierdistas. Envió una carta de pésame a Jacqueline Kennedy y, a la mañana siguiente, el escritor Stephen Hess lo encontró en su departamento de Manhattan con un grupo de prominentes republicanos que lo asesoraban “sobre cómo el magnicidio de Dallas afectaría o renovaría sus posibilidades de presentarse de nuevo a la presidencia”. Len Garment, que sería uno de sus abogados defensores en Watergate, dijo: “La muerte de John Kennedy tuvo la irónica consecuencia de devolver a Richard Nixon a la vida como figura política nacional”.
El sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, terminó el mandato del presidente muerto, fue electo su vez presidente en 1964 y, el 31 de marzo de 1968 sorprendió al mundo al anunciar que no sería candidato a la reelección. Su popularidad estaba en baja, su corazón también estaba en baja después de un infarto que casi lo lleva al otro mundo, aquel país era volátil, en tres meses serían asesinados Martin Luther King y Robert Kennedy y la guerra en Vietnam presentaba un panorama más que sombrío. Johnson no quería ser el presidente que perdiera aquella guerra.
Nixon fue elegido en noviembre de 1968 y asumió en enero de 1969. Desde entonces su salud mental sufrió cierto deterioro perceptible para quienes lo rodeaban. Su asesor Jeb Magruder, subdirector de campaña de la Casa Blanca y uno de los hombres del presidente en Watergate, notó en el otoño de 1969 que a Nixon le temblaban las manos cuando tomaba café, vociferaba órdenes telefónicas y colgaba de inmediato con un gruñido, intentaba mantener sus impulsos bajo control y manejar de alguna forma su equilibrio emocional, mientras se ponía a la cabeza de acontecimientos sociales y políticos que iban a cambiar el mundo.
Se hizo dependiente de los medicamentos y se acentuó su inclinación hacia el alcohol. Una pequeña historia revela cómo eran aquellos días en la Casa Blanca. Al presidente lo había deslumbrado la película “Patton”, protagonizada por George C. Scott, que narra las aventuras, y desventuras, del general americano de la Segunda Guerra que se caracterizó por su agresividad. Nixon quiso ver la película una segunda vez junto a Kissinger y al secretario de Estado, William Rogers quien, luego pensó que Nixon intentaba emular al general cuando decidió, por su cuenta y riesgo, la incursión de las tropas estadounidense en Camboya. Cuando lo decidió, Kissinger dijo a uno de los miembros de su equipo, William Watts: “Nuestro incomparable líder se ha vuelto loco”.
Los días finales de su presidencia, sacudido por el vendaval de Watergate, fueron un muestrario del brutal deterioro mental de Nixon. John Erlichman, otro de los hombres de Nixon y su asistente en asuntos internos, notó en 1973 que el presidente, “(…) Era una especie de anémona de mar que retrocede y se cierra cuando se siente amenazada. Empecé a sentir que el presidente no sabía cuál era la verdad”. Nixon sí sabía cuál era al menos su verdad. Dijo al fiscal general Henry Petersen: “Yo no miento a la gente” y, al día siguiente le comentó a su jefe de personal de la Casa Blanca que su asesor, Magruder, debía mentir al gran jurado que intervenía en Watergate. En abril de ese año, 1973, Kissinger notó “que el presidente ya no prestaba atención a las responsabilidades propias de su cargo”. El fiscal especial de Watergate, Archibald Cox preguntó a su asistente James Doyle: “¿Pensás que el presidente tiene alguna enfermedad mental?” El presidente tenía en sus manos el botón que podía desatar una guerra nuclear por lo que el secretario de Defensa, James Schlesinger, dispuso que el Pentágono no obedeciera una orden directa de la Casa Blanca si antes consultarlo con él.
La pesadilla duró todavía un año más. Conminado por el juez del caso Watergate, John Sirica, a entregar las cintas que lo comprometían y dejaban en evidencia que había obstruido, o intentado obstruir, la investigación judicial sobre Watergate, abandonado por el Congreso que lo amenazaba con el juicio político, Nixon se avino a renunciar en agosto de 1974 después de un intenso debate con sus dos hombres más cercanos en ese momento: Kissinger y el general Alexander Haig. Washington era un polvorín y la Casa Blanca ardía en los días que precedieron a la renuncia de Nixon. Contó Kissinger: “Haig estaba en contacto conmigo cada día. El jueves 1 de agosto dijo que todo apuntaba a que la dimisión era inminente, aunque la familia Nixon se oponía violentamente. (…) El viernes 2 de agosto me dijo que Nixon se estaba cerrando y que sería necesario rodear la Casa Blanca con la 82ª División Aerotransportada para proteger al presidente. Yo le dije que aquello no tenía sentido, no se podía mantener una presidencia con la Casa Blanca rodeada de bayonetas. Haig dijo que estaba totalmente de acuerdo (…) sólo quería tantear qué tipo de ideas tenía yo”.
El 6 de agosto, Edward Cox, yerno de Nixon, se había casado en 1971 con Julie, la hija del presidente, alertó a los suyos: “El Presidente está inestable. Se pasó la noche caminando por los pasillos de la Casa Blanca. Hablaba con los retratos de los ex presidentes. Temo que se suicide”.
Nixon no pensaba en el suicidio: quería el perdón, sólo importaba más el juicio de la historia sobre sus dos presidencias y sobre su calidad de estadista. Tenía decidido renunciar pero ponía como condición una especie de indulto previo que borrara los delitos que había cometido. Eso es lo que le confiesa Haldeman, el ex jefe de personal de la Casa Blanca a quien lo había reemplazado, el general Haig que, en la práctica, estaba al frente del gobierno. El sucesor de Nixon, Gerald Ford supo ya en la noche del 6 de agosto que sería el nuevo presidente. Se lo reveló Haig que fue quien sospechó también de las intenciones suicidas de Nixon porque habló con él: “Ustedes amigos –reveló Haig que dijo Nixon en referencia a los militares– tienen una manera de solucionar sus problemas. Siempre tienen una pistola en el cajón del escritorio”. Demudado, Haig guardó silencio. “Yo no tengo una pistola”, dijo Nixon.
El presidente no consiguió que le aseguraran el perdón, pero al menos sí supo que no va a ir preso ni bien renunciara. El 7 de agosto, por la noche, citó a Kissinger al sector privado de la Casa Blanca. El secretario de Estado lo encontró alcoholizado y lloroso: “¿Cómo me va a tratar la historia? –preguntó Nixon con los ojos llenos de lágrimas– ¿Mejor que mis contemporáneos?” De pronto, pidió a Kissinger: “Henry vos no sos un judío ortodoxo y yo no soy un cuáquero ortodoxo: necesitamos rezar”. Nixon se arrodilló y Kissinger no pudo hacer otra cosa más que hincarse sobre el grueso alfombrado azul. Nixon golpeó esa alfombra con el puño: “¿Qué he hecho? ¿Qué ha pasado?”, sollozó acurrucado sobre sus rodillas. Kissinger le tocó el hombro, le habló de sus logros como estadista hasta que Nixon de puso de pie, se sentó en su sillón favorito y se sirvió otro trago. Los dos hombres bebieron.
Minutos más tarde, a las once de la noche del 7 de agosto, Kissinger dejó a Nixon y caminó hacia el Ala Oeste de la Casa Blanca. Allí encontró, nerviosos e impacientes, al asesor en seguridad Nacional, Lawrence Eagleburger y al asistente militar de Nixon, Brent Scowcroft. Les contó lo que acaba de vivir y les anunció: “El Presidente renuncia mañana”.
El jueves 8 Nixon firmó sus últimos papeles como presidente, un proyecto de ley sobre propiedades agrícolas, la designación de algunos jueces y luego hizo una promesa: “No derramaré una sola lágrima”, pero sollozó ante los senadores y representantes (diputados) que fueron a despedirse. A la noche dio un discurso a la nación en el que anunció que iba a renunciar a la mañana siguiente. Y a la mañana siguiente, el viernes 9, en la Sala Lincoln de la Casa Blanca, Haig le alcanzó un papel escrito con una sola línea, dirigido a Kissinger: “Señor secretario: A partir de este momento, dimito del cargo de presidente de los Estados Unidos. Atentamente, Richard Nixon”. Después llegó la larga despedida, el largo discurso “Mi madre era una santa”, mientras el helicóptero lo esperaba para sacarlo de Washington de una vez por todas.
Nixon encarnó como nadie el sentido más profundo de una definición que Thomas Jefferson, uno de los padres de la independencia de Estados Unidos, dio en 1799: “Cuando un hombre anhela ocupar cargos importantes, algo empieza a corromperse en su conducta”.
Nixon sufrió un devastador derrame cerebral en New York 18 de abril de 1994. Murió cuatro días después, el 22. Tenía ochenta y un años.