La versión corrió durante décadas como una de esas historias secretas e incomprobables de la Segunda Guerra Mundial, como el plan nazi a cargo de Otto Skorzeny para asesinar a Franklin Roosevelt, Winston Churchill y Josef Stalin durante la Conferencia de Teherán a fines de 1943, o la supuesta fuga del número dos de Hitler, Martin Bormann, a Sudamérica después de la derrota alemana. Algunas de esas historias resultaron ciertas, como la primera, confirmada por Moscú ya entrado el Siglo XXI al revelar la identidad de Guevork Andréievich Vartanián, el espía soviético que había desbaratado el atentado; mientras que otras se demostraron falsas, como la segunda, descartada cuando finalmente se identificaron los restos del acólito del führer, muerto en Alemania a pocos días de la caída del Reich.
En cambio, la supuesta existencia de un plan de Hitler para bombardear Nueva York, más precisamente la isla de Manhattan, nunca fue tomada en serio por descabellada. Una movida así era prácticamente imposible durante la Segunda Guerra Mundial, cuando no había aviones de combate con semejante autonomía de vuelo ni tampoco una logística capaz de posibilitarla.
Ese rumor nunca comprobado iba camino a transformarse en una de las tantas leyendas conspirativas sobre los nazis hasta que en 2010, producto de una verdadera casualidad, un documentalista argentino se topó con el único sobreviviente de aquel plan, uno de los seis pilotos elegidos para la misión.
Ese año, durante el proceso de investigación y producción de un documental sobre los aviones nazis derribados durante la Guerra Civil Española, el director argentino Laureano Clavero logró entrevistar a Peter Brill Sander, un antiguo piloto de guerra alemán radicado desde hacía muchos años en Barcelona.
El documentalista esperaba que el viejo aviador, por entonces de 89 años, le hablara de los aviones de guerra de la época. Brill recibió a Clavero en el ático de su casa en Cataluña, donde tenía diferentes modelos de la Luftwaffe pendiendo del techo para dar la sensación de que estaban volando.
Ese era el tema excluyente de la entrevista hasta que, sentado frente a Clavero, Brill se despachó con una frase sorprendente: “Yo fui entrenado para bombardear Nueva York”, dijo.
“Cuando dijo que lo habían entrenado para bombardear Nueva York aluciné, y el documental para el cual lo estaba entrevistando, sobre los aviones caídos en los Pirineos, quedó en segundo plano”, contó después el argentino. Si lo que decía el viejo piloto alemán era cierto, acababa de confirmar una de las historias más misteriosas de la Segunda Guerra Mundial, una en la que, en realidad, casi nadie creía. Y frente a él tenía al único hombre en el mundo capaz de contarla, porque -como supo de inmediato- no quedaba ningún otro sobreviviente entre las pocas personas que habían conocido el plan.
Algo les ocurrió a esos dos hombres -el documentalista y el viejo piloto- en ese encuentro, porque Clavero atesoró la grabación de la entrevista con las revelaciones de Brill, mientras que éste decidió, por primera vez, dejar constancia de esa historia, y de toda su vida, y comenzó a dictarle sus memorias a su nuera. Fue justo a tiempo, porque Brill murió poco después.
Después de su muerte, la familia de Brill decidió cederle las memorias a Clavero, que junto al historiador catalán Pere Cardona encaró la redacción de “El diario de Peter Brill”, un libro complementado por un mediometraje documental de media hora, basado en la grabación realizada en el ático del viejo piloto.
Así, lo que parecía una leyenda casi delirante pasó a la historia como uno de los planes bélicos más audaces de la Segunda Guerra Mundial.
Objetivo: Nueva York
Peter Brill no era nazi, ni tampoco uno de los ideólogos del plan de bombardear en territorio estadounidense. Más todavía, mientras se entrenaba y hacía pruebas de aviones para llevarlo a cabo, no sabía cuál era el blanco que le asignarían.
Nacido en 1924, tenía apenas 18 años cuando se enroló en la Luftwaffe porque era la única manera de cumplir con su sueño: “Yo solo quería volar”, contó en su diario. Nunca supo por qué lo eligieron, junto a otros cinco pilotos tan jóvenes como él, para una misión sobre la que no sabían nada en la ciudad polaca de Thorn.
La tarea de Brill y sus compañeros fue al principio probar diferentes adaptaciones que los ingenieros aeronáuticos alemanes estaban haciendo sobre aviones Heinkel 177, por entonces el bombardero con más autonomía de vuelo que tenía la fuerza aérea nazi. Buscaban adaptar el avión para realizar un recorrido de 12.000 kilómetros, la distancia requerida para llegar desde Berlín a Nueva York, soltar las bombas sobre Manhattan y regresar a Alemania.
El modelo estándar del Heinkel 177 -un gigante de 30 metros de envergadura por 20 de longitud- tenía una autonomía de vuelo de 6.500 kilómetros, por lo que se buscaba era prácticamente duplicarla. La idea era ahorrar combustible durante el trayecto y, mediante una serie de modificaciones en los motores, llegar hasta el objetivo y dar la vuelta, siempre y cuando no fueran derribados antes.
Pruebas y fracasos
Además de realizar las pruebas de los aviones, los seis pilotos se entrenaban volando a gran altura, orientándose solamente por el sol y las estrellas, para reducir la posibilidad de ser detectados.
En sus memorias, Brill explica que nadie, salvo el comandante del grupo, conocía las coordenadas aéreas de las bases que se utilizaban. “Una vez vi que se encendía el piloto rojo de la reserva de combustible, lo que quería decir que me quedaba gasolina para diez minutos como mucho. Rápidamente me puse en contacto por radio y dije: ‘Oiga, comandante, se me enciende la lámpara roja’, a lo que él me contestó: ‘Pues pon el dedo encima. Claro, pensé, pongo el dedo encima, pero ya me dirás dónde aterrizo yo ahora o hacia dónde me dirijo para volver en dirección a la base”, se lee en el Diario.
Otra de las dificultades que se les planteó fue la de levantar vuelo y aterrizar con esos aviones, que era muy difícil por los cambios de estructura que se les iban practicando. Además, los motores modificados tendían a incendiarse fácilmente, lo que les costó la vida a algunos de los pilotos que habían sido asignados a la misión junto a Brill.
Cada modificación y cada prueba se enfrentaban siempre a un mismo resultado, el fracaso. Lo que llevaba a los ingenieros a intentar nuevos caminos, mientras la logística del plan también iba modificándose. Uno de los planes contemplaba que el avión aterrizara en un punto intermedio para reabastecerse, pero ese punto no existía o no podía utilizarse sin riesgo de poner en evidencia el destino de la misión. Otra alternativa que se estudió fue acoplar un Messerschmitt “parásito” a un bombardero Ju-390, para que, una vez realizado el bombardeo sobre Nueva York, la tripulación del avión más grande pasara al más pequeño y se dejara caer sobre el mar, donde sería rescatada por un submarino.
Mientras tanto, la guerra seguía su curso y el plan de Hitler empezó a correr una carrera contra el tiempo, donde la falta de fondos de una Alemania obligada a rascar el fondo de la olla de su economía para seguir adelante con la contienda y las muertes, uno detrás del otro, de los pilotos elegidos para la empresa, jugaban en contra.
“Lo cierto es que estuvieron cerca de conseguir su objetivo, pero todos estos delirios de Hitler se dejaron a un lado tras la batalla de Stalingrado. Fueron abandonados por los problemas del día a día”, explica el historiador Cardona, uno de los autores de “El diario de Peter Brill”, antes de cuya publicación realizó con Clavero un profundo chequeo de cada uno de los datos que el viejo piloto le había dictado a su nuera antes de morir.
Las últimas batallas
Cuando el plan fue abandonado definitivamente, Brill fue destinado al frente de batalla, un lugar que, en realidad, le planteó menos riesgos que las pruebas de los aviones modificados. Allí combatió pilotando bombarderos medianos Heinkel 111 y cazas Messerschmitt Bf 109.
Una de sus misiones más arriesgadas fue cuando lo destinaron a la Compañía Zielgeschwader, en Berlín, para que hiciera vuelos alrededor de la capital para ayudar a fijar blancos a las baterías antiaéreas que la defendían. Cada vuelo era casi un suicidio: Brill debía esperar que el enemigo le disparara y entonces comunicaba la ubicación de los atacantes.
El 1° de enero de 1945 fue uno de los pilotos seleccionados para llevar adelante la Operación Bodenplatte, un ataque sorpresivo -y también desesperado- de la Luftwaffe contra las bases aliadas de Francia, Bélgica y Holanda para destruir el mayor número de aviones que había en ella. Se suponía que por las celebraciones de Año Nuevo casi todos estarían en tierra y que la vigilancia antiaérea sería menor.
El objetivo último del ataque era que la Luftwaffe recuperara el dominio del espacio aéreo que venía perdiendo en los últimos meses y que pudiera entonces apoyar el ataque de la infantería en el sur de las Ardenas para hacer retroceder a las tropas norteamericanas hacia el mar.
Brill y sus compañeros lograron destruir una gran cantidad de aviones aliados, pero durante el inmediato contraataque de los aliados muchos de los cazas alemanes fueron derribados. “Destrozamos un montón de aviones, pero eso no significó nada porque seguían teniendo muchos pilotos. Tendríamos que haber destruido a los pilotos”, contó Brill en su diario.
Preso en la Unión Soviética
Sus últimas incursiones en el aire fueron contra los aviones soviéticos, lo que selló de alguna manera su suerte en la posguerra. Según el historiador Cardona, Brill “quería rendirse a los norteamericanos pero, debido a la ingente cantidad de prisioneros que estos recibían, establecieron que los soldados vencidos debían entregarse al último ejército contra el que hubiesen combatido, lo que lo obligaba a capitular ante los soviéticos. Para evitarlo, Peter atravesó Checoslovaquia para rendirse a los estadounidenses, pero estos lo acabaron entregando a los rusos, que lo internaron en un campo de prisioneros”.
Brill dejó en claro en sus memorias que recién en ese momento se enteró de las aberraciones cometidas por el nazismo. “Un grupo de soldados antifascistas se acercaron a nosotros y nos explicaron lo de los campos de concentración y exterminio. No lo creímos, y ante la insistencia en los relatos, acudimos a los prisioneros que habían sido parte de las SS, pero ellos también lo negaban. Cuando confirmé todas las atrocidades que el régimen nazi había cometido, se me cayó el mundo encima. Yo creía que había luchado por algo justo”, relató.
Por ser considerado un combatiente y no un criminal de guerra, los soviéticos lo dejaron en libertad en mayo de 1948. Volvió a Alemania para ver a su familia, se casó y, desilusionado por la derrota y la brutal posguerra en un país ocupado, emigró a España.
Allí, medio siglo después, lo entrevistó el documentalista argentino Laureano Clavero para preguntarle sobre los aviones nazis derribados durante la Guerra Civil Española y descubrió que se encontraba ante el último sobreviviente del plan de Hitler para bombardear la ciudad más emblemática de los Estados Unidos.