La Segunda Guerra Mundial pudo prolongarse por tiempo indefinido, sus sesenta millones de muertos pudieron ser muchos más, Europa hubiera cambiado para siempre su cambiante mapa político, y el mundo entero hubiese sido muy diferente si un plan militar diseñado por el primer ministro británico Winston Churchill se hubiese llevado adelante. Churchill planeó la destrucción de la Unión Soviética, aliado hasta entonces de Estados Unidos y de Gran Bretaña, para impedir lo inevitable: la expansión comunista en Europa del Este con las tropas de José Stalin, y con José Stalin, a la cabeza.
El plan pedía que la nueva guerra, o la continuación de la recién terminada, empezara el 1 de julio de 1945. Alemania se había rendido en forma incondicional el 8 de mayo de ese año, lo que implicaba el final de la guerra en Europa. Estados Unidos seguía su lucha en el Pacífico para derrotar el empecinado Japón. Churchill previó que el primer día de julio cuarenta y siete divisiones inglesas y americanas, sin ninguna declaración de guerra con su hasta entonces aliada URSS, con la que Churchill y Franklin Roosevelt por Estados Unidos habían diseñado un nuevo mapa de Europa en la conferencia de Yalta, atacaran a las tropas soviéticas con el apoyo de entre diez y doce divisiones alemanas (el antiguo enemigo) prisioneras de los aliados en Schleswig-Holstein, en el norte alemán vecino a Dinamarca, y en la propia Dinamarca, que eran instruidas en esos días por oficiales británicos.
Usar a las tropas antes enemigas para atacar a los antiguos aliados, significaba una traición histórica tremenda de la que Churchill pareció pasar de largo sin problemas de conciencia, al menos en los planes. Su idea era que la “civilización occidental”, que en los días iniciales de la Segunda Guerra había puesto al resguardo de Gran Bretaña y Francia contra la barbarie alemana, iniciara una cruzada destructora contra el “contagio comunista”. La nueva guerra, o la continuación de la anterior, debía culminar con la derrota total y la rendición incondicional de la URSS que regresaría así, derrotada, a sus fronteras de preguerra.
Era un disparate. Pero fue una posibilidad. El plan de Hitler de enviar al comunismo detrás de los Urales, tomar Moscú y adueñarse del mundo, otro disparate, había resultado en un fracaso total. El comunismo, lejos de retirarse, había avanzado por el Este europeo, había entrado en Alemania a sangre y fuego, se había apoderado de Berlín y había hecho nacer el mundo de la Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, y que por entonces tampoco se llamaba así. Era más de lo que Churchill estaba dispuesto a aceptar. Apenas cuatro días después de la rendición alemana, el 12 de mayo de 1945, el primer ministro envió un telegrama al flamante presidente de Estados Unidos, Harry Truman que había llegado a la Casa Blanca después de la muerte de Franklin D. Roosevelt, el 12 de abril. En ese telegrama, sutil y filoso, decía Churchill:
“Estoy sumamente preocupado por la situación europea (…) Se me ha notificado que la mitad de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en Europa han iniciado la movilización hacia el escenario del Pacífico. En los periódicos hay numerosas publicaciones sobre la salida de Europa de los ejércitos estadounidenses. Nuestros ejércitos también se encuentran realizando los preparativos previos para la que probablemente será una reducción marcada. (…) Cualquiera se dará cuenta de que, en un corto espacio de tiempo, nuestro poder armado en el continente habrá desaparecido, a excepción de fuerzas moderadas para contener a Alemania. Entre tanto, ¿qué pasará con Rusia? Siempre he trabajado por mantener una amistad con Rusia, pero, al igual que usted, siento una profunda ansiedad por su errónea interpretación de las decisiones de Yalta, su actitud hacia Polonia, su abrumadora influencia en los Balcanes, a excepción de Grecia, las dificultades que causan con Viena, la combinación de poder ruso y los territorios bajo su control u ocupados, sumados a la técnica comunista en tantos otros países y, por encima de todo, su poder para mantener ejércitos muy numerosos sobre el terreno durante mucho tiempo. ¿Cuál será la posición en un año o dos, cuando los ejércitos británico y estadounidense se hayan fusionado y el francés todavía no se haya formado a gran escala, cuando tal vez tengamos un puñado de divisiones, en su mayoría francesas, y cuando Rusia quizá decida mantener doscientas o trescientas en servicio activo? En su frente han tendido un telón de acero”.
Churchill no precisaba más palabras para un buen entendedor como Truman, tal vez reticente a mantener a sus ejércitos en Europa, después de casi cuatro años de trincheras, y con el frente del Pacífico abierto. Churchill confió en que podía hacer cambiar de opinión a Truman. No era una confianza excesiva, tal vez era algo más que una mera expresión de deseos. De todas formas, ordenó al Estado Mayor Británico planear en total secreto esa guerra total contra la URSS, a la que Churchill llamó siempre “Rusia”. Los enterados fueron el jefe del Estado Mayor, lord Alan Brooke, el primer lord del mar, sir Andrew Cunningham y pocos oficiales más, los más ligados a ambos jefes militares. Churchill, alegórico, llamó a su plan de guerra “Operación Impensable”, con lo que dejaba claro que se trataba de una hipótesis de conflicto, no de una ofensiva real. No era del todo verdad. Los planes no eran impensables, de hecho, se habían pensado y planificado. Tal vez todo aquello se debió llamar “Operación Impracticable”. Pero Churchill no era de esos.
La historia secreta de aquellos días de mayo y junio de 1945, que iban a cambiar al mundo, fue revelada gracias a la desclasificación de documentos secretos del ministerio de Defensa británico que empezó, con cuentagotas, en 1998 y están reunidos junto a más documentos desclasificados, en “Operación Impensable”, un libro del historiador Jonathan Walker que retrata con precisión aquellos días volátiles. Una serie de nuevos documentos fue revelada por The Daily Telegraph hace dos años y ratifican que el ataque a la URSS por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos, si Truman aceptaba el desafío, iba a contar con la participación de cien mil soldados alemanes capturados y entrenados por los aliados, junto a medio millón de británicos y americanos.
En realidad, los primeros en presagiar un enfrentamiento inevitable entre Gran Bretaña y Estados Unidos con la URSS de Stalin, fueron los nazis. Ya con el Reich destruido, el poderoso jefe de las SS, Heinrich Himmler entabló contacto con las fuerzas aliadas para rendir a Alemania y poner a disposición de los aliados lo que quedaba de la Wehrmacht para luchar contra los comunistas. Fue rechazado. Mientras el cadáver de Hitler y el de su mujer, Eva Braun ardían en los jardines de la cancillería del Reich después de su suicidio, al menos dos generales intentaron negociar con el general Dwight Eisenhower en su cuartel general de Reims, Francia, una rendición condicionada de Alemania y brindar el apoyo del ejército nazi, diezmado, en una lucha “común” contra el Ejército Rojo. Eisenhower no quiso atender a los emisarios. Días antes había visitado el liberado campo de concentración de Buchenwald y su aversión hacia los nazis se había tornado más intensa. Dialogó con los generales alemanes el jefe de estado Mayor de Eisenhower, el general Walter Bedell-Smith. No hubo acuerdo ninguno. La rendición alemana debía ser total e incondicional: era lo pactado por los aliados en Yalta. Las febriles negociaciones nazis son parte de otra historia, pero es llamativa la visión política de los generales de Hitler, derrotados, que entrevieron el mundo que se avecinaba.
Churchill quería seguir la guerra, pese a Yalta. La excusa era Polonia, el país que Hitler había invadido en 1939 y en el que se había originado la Segunda Guerra. También a Stalin parecía importarle poco Yalta. En aquella conferencia, entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, el soviético había prometido elecciones libres en la sufrida Polonia. Pero ahora, triunfante, empleaba una mano de hierro contra los polacos a modo de embrión del expansionismo comunista sobre los países liberados, además de Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria y en parte Checoslovaquia.
Según los planes del Estado Mayor de Churchill, la nueva guerra, o la continuación de la Segunda, debía iniciarse el 1 de julio de 1945. El objetivo político del nuevo enfrentamiento, según los documentos británicos, era el de “imponer a Rusia el deseo de Estados Unidos y del imperio británico”. Del deseo estadounidense nadie estaba seguro, y el imperio británico ya no era el que había sido, ni volvería a serlo.
Ese primer día de julio de 1945, a menos de dos meses de la victoria aliada en Europa y sin previa declaración de guerra, cuarenta y siete divisiones británicas y americanas debían lanzar un ataque sorpresa desde la ciudad alemana de Dresden y desde el Báltico sobre las fuerzas del Ejército Rojo. Debían emplearse las famosas “fortalezas volantes” de Estados Unidos, los pesados bombarderos B-29, para destruir las principales ciudades soviéticas: Moscú, Leningrado, Vladivostok, Murmansk. Los ataques contarían con el apoyo de entre diez y doce divisiones alemanas cautivas de los aliados. El plan le fue entregado a Churchill el 22 de mayo de 1945 por su jefe de gabinete, de guerra, Hasting Ismay.
¿Sabía algo Stalin de todo esto? Al parecer, sabía mucho, si no lo sabía todo. Los rusos también desclasificaron parte de sus archivos que revelaron que ya el 18 de mayo, cuatro días antes de que le entregaran a Churchill el plan de la “Operación Impensable”, el general Sklyarov Andreevich, agregado militar en Londres, envió a Moscú un telegrama secreto en el que informaba que uno de sus ayudantes, el teniente coronel Ivan Kozlov había recibido de un agente secreto británico, al que se nombra como “X”, la información sobre la gestación de la “Operación Impensable”. El informe revelaba hasta el nombre de los generales implicados en la planificación del ataque a la URSS, generales Robert Peake y Geoffrey Thompson, los coroneles Barry y Tungee, entre otros oficiales, que se habían reunido el 15 de ese mes “en el más absoluto secreto”, que ya no lo era. A casi ocho décadas de aquellos días, el nombre del “Agente X” no fue revelado hasta ahora ni por los beneficiados soviéticos y ni por los traicionados británicos, que tenían al topo en casa.
La “Operación Impensable” nació casi muerta. Los estrategas británicos no la desecharon, pero dejaron en claro cuáles serían los dramas a enfrentar. Habían diseñado una guerra rápida y victoriosa, con un frente de trescientos ochenta y cinco kilómetros de largo entre Danzig y Breslavia, al norte y al oeste de Polonia, frente que debería estar dominado en apenas tres meses, en el otoño de 1945. Si el ataque sorpresa lograba su objetivo, sorprender al propio Stalin que lo sabía casi todo, el líder soviético no tendría más remedio que negociar. Eso decía la estrategia. Si, por el contrario, las operaciones se prolongaban y los soviéticos se reponían del pasmo inicial, la guerra sería prolongada y con un resultado desastroso para los ejércitos de Gran Bretaña y de Estados Unidos.
Los británicos planeaban, pero no se engañaban. Juzgaban al Ejército Rojo como temible después de que arrasara Berlín, y calculaban sus fuerzas en seis millones de soldados instalados en Europa y más seiscientos mil militares en el servicio secreto de la NKVD, precursora de la KGB. Las cifras daban una superioridad de cuatro a uno en favor de los soviéticos. En unidades acorazadas, las fuerzas eran de dos a uno en favor de los rusos. El 8 de junio de 1945, Churchill recibió un resumen de las conclusiones de sus estrategas. La más importante decía: “No estamos en posición de lanzar una ofensiva con el objetivo de lograr un rápido éxito”. Más claro fue el jefe del Estado Mayor Británico, lord Alan Brooke que informó a Churchill: “Una vez que comenzasen las hostilidades, estaría fuera de nuestro alcance obtener un éxito rápido, aunque limitado, y nos veríamos enzarzados en una guerra dilatada con muy mal pronóstico”.
Truman y los Estados Unidos tampoco dieron señales de querer iniciar una guerra contra la Unión Soviética: prefirieron retirar a sus tropas de Europa para llevarlas al Pacífico y al asalto final contra Japón. El temor de Churchill de que una debilidad militar de Occidente decidiera a Stalin a lanzar un ataque en Europa nunca fue compartido por la inteligencia americana. Churchill no daba el brazo a torcer con facilidad. Además, él, que había luchado solo contra los nazis, con el valor de unos pocos a quienes muchos le debían tanto, se sentía ahora aislado e indefenso.
Luego del sombrío pronóstico que se cernía sobre una guerra total contra los rusos, pidió a sus generales un nuevo plan, esta vez defensivo, para el caso de que Stalin decidiera atacar las islas británicas. Pidió también que se mantuviera el nombre original del plan, “Operación Impensable”. Ahora sí, su estado Mayor fue más optimista: la Royal Navy y la RAF (Royal Air Force), afirmaron, serían capaces de defender durante años a Gran Bretaña, al menos hasta que Estados Unidos aceptara otra vez lanzarse a la batalla.
Lo que aventó para siempre los planes de Churchill no fue ni la estrategia, ni el balance de fuerzas, ni la capacidad de fuego de los posibles contendientes. Por el contrario, el 5 de julio de 1945 se celebraron elecciones en Gran Bretaña. En espera del recuento de los votos emitidos en el exterior, los resultados recién se conocieron el 26 de julio. Churchill, el victorioso, el hombre que había prometido sangre, sudor y lágrimas, el que había conducido al éxito a la nación contra las fuerzas de Hitler, fue derrotado. Churchill renunció esa misma noche del jueves 26. Pasó así a ser el líder de la oposición del laborista Clement Attlee, que lo sucedió en el 10 de Downing Street.
Y la “Operación Impensable” quedó archivada para siempre.