Un siglo atrás nacía, el 3 de abril de 1924, Marlon Brando, el mejor actor de la historia. El hombre que revolucionó su oficio, el que influyó a todos los que vinieron detrás. Fue un genio y un hombre tortuoso. Conquistó su arte y durante las últimas tres décadas de su vida decidió malgastar sus dones, se cansó de su propio talento.
“Tenía una mezcla extraña. Era tierno, anhelante, casi femenino. Y, al mismo tiempo, también era violento, peligroso, feroz. Esa combinación única volvían maravillosas sus interpretaciones”, escribió Elia Kazan sobre él.
Brando le dio a la actuación una nueva plasticidad. Una profundidad que no conocía hasta ese momento. Su aparición significó un cambio de época. Impuso un estilo. Sus actitudes, sus modos y sus transgresiones también significaron un cambio de época. Un talento desbordado que en sus comienzos exudaba violencia, sexo, peligro. Sus dones eran tan inmensos que durante décadas pareció que ninguna película le hacía justicia, que todas las realizaciones en las que participaba estaban por debajo de sus posibilidades. Siempre él era más intenso, más grande.
Fue Stanley Kowalski; Terry Malloy, el ex boxeador de Nido de ratas; Emiliano Zapata; Marco Antonio; Napoleón; Don Corleone; el coronel Kurtz; el padre de Superman; Torquemada y el doctor Moreau. Y al mismo tiempo nunca dejó de ser Marlon Brando.
Deslumbró en sus inicios como actor teatral, el mejor exponente del Método. Luego se convirtió en una estrella del cine, la más grande durante un cuarto de siglo. Inasible, inabarcable, con un talento desmedido y conducta desbocada. Es imposible resumir su carrera, pretender conocerlo en pocas palabras. Es como alguna vez dijo sobre él Joshua Logan, su director en la película Sayonara: “Marlon es la persona más excitante que he conocido desde Greta Garbo. Un genio. Pero no sé cómo es. No sé nada acerca de él. Creo que nadie sabe nada sobre él”.
1943. Había llegado a Nueva York a probar suerte. No sabía bien qué era lo que hacer. Por el momento se ganaba la vida como ascensorista y aspiraba la potencia de la gran ciudad. Un día vio entrar a tres chicas hermosas y muy arregladas a un lugar y las siguió. Era una academia de actuación. Se anotó. Allí empezó todo. Después vendrían Stella Adler, Elia Kazan, Lee Straberg. El Actor’s Studio y el Método del que Brando sería su mejor exponente, su gran bandera.
“La primera vez que lo vi fue mientras hacía el casting para la puesta de Un tranvía llamado deseo. En ese tiempo yo no tenía un peso y vivía en una pequeña casa llena de gente, con las cañerías rotas y apenas una o dos bombillas de luz colgando del techo. Alguien me habló de un chico llamado Brando y me dijo que tenía buena apariencia. Llegó con unos jeans gastados, miró el desastre que había en la casa y se puso a trabajar. Arregló los caños de la cocina, dos aparatos de luz y destapó una rejilla. En una hora todo funcionaba. Luego tomó el texto y empezó a leerlo en voz alta mientras lo actuaba. Fue la lectura más extraordinaria que alguna vez presencié. Algo de otro mundo. Obtuvo el papel de Stanley Kowalski en ese mismo momento”, escribió Tennessee Williams muchos años después sobre cómo el actor consiguió el papel teatral que le cambiaría la vida.
En 1955 ganó su primer Oscar. Con Nido de ratas (On the Waterfront) demostró que había llegado para revolucionar la actuación. Serio, comprometido, sensual. Los jeans ajustados, las musculosas, la campera de cuero negra. Una nueva moda ganaba el mundo de la mano del héroe díscolo, inconformista que llevaba la actuación a otros niveles. Una nueva era. La interpretación como un arte. Ganó luego de su cuarta nominación consecutiva. Desde su debut en 1951, había estado nominado en todas las entregas. Un tranvía llamado deseo; Viva Zapata y Julio César. Eran los tiempos en que la ceremonia la conducía, invariablemente, Bob Hope. El premio lo entregó Bette Davis, otra diva. El joven de 30 años llega corriendo al escenario y sube las escaleras a los saltos. Porta una belleza impactante. Todavía la gravedad, la solemnidad y los excesos no se lo devoraron. Se lo ve feliz y auténtico. Se olvida lo que tenía pensado decir, es natural, no hay premeditación. Y con su encanto y magnetismo hace reír al público. Ese joven Brando llegó a la cumbre. Parece destinado a comerse el mundo, si el mundo no se lo devora antes a él.
En 1962 estaba al tope de su profesión, la que había reinventado. Acumulaba una rara unanimidad. Público, colegas y crítica coincidían en su superioridad. A esa altura, consagrado, empezó a mostrar su excentricidad. Ese extraño mundo en el que vivía, de privilegios, adulaciones y falta de realidad, lo describe implacablemente Truman Capote en su artículo “El duque en su dominio”. Recibía decenas de propuestas y guiones por mes. Pero en 1961 se debatió entre dos. Lawrence de Arabia, de David Lean, o El motín del Bounty. Ambas serían superproducciones que estaban dispuestas a invertir gran parte de su presupuesto en tener a Brando como actor principal. La pulseada la ganó El motín del Bounty, para alivio de Peter O’Toole, que heredó el papel de Lawrence. La decisión de Brando no se rigió por criterios artísticos. Prefería pasar el tiempo en la costa, cerca del agua y no casi dos años en medio del desierto. Esa película fue el principio del fin para él. Un descenso impensado. El motín del Bounty fue la película de mayor presupuesto de su tiempo y un enorme fracaso. Sumado al desastre de Cleopatra del año siguiente (Liz Taylor volverá a aparecer en esta historia), este par de superproducciones fallidas puso en crisis el star system y la hegemonía de los grandes estudios.
Uno de los motivos del fracaso de El motín del Bounty y de que la película excediera en mucho el presupuesto pautado fue la conducta de Brando. Ya por esos años empezó a resultar inmanejable. En el set lo llamaban “Nunca en lunes”, porque al tener día libre los domingos, su estado al día siguiente era tan lamentable que todas las escenas en las que participaba debían ser levantadas. Trevor Howard, uno de los coprotagonistas, era un caballero y conocido por no decir nunca malas palabras ni hablar mal de los compañeros. Pero Brando consiguió sacarlo de quicio: “Nunca trabajé con nadie tan poco profesional y tan ridículo”, le dijo a un periodista inmediatamente antes de lanzar un insulto al aire.
Después siguieron otras películas a las que no les fue bien. El desgano de Brando absorbía toda la energía de la película. Su nombre ya no convocaba espectadores pero sí espantaba productores. Parecía que su carrera había terminado, que todo su talento había quedado sepultado por toneladas de excentricidades, excesos, megalomanía y desidia.
Cuando le acercaron la propuesta, Charles Bluhdorn, el director del estudio, fue terminante. “Marlon Brando nunca va a actuar en una película de la Paramount”. Y no aceptó más discusión. La frase la acompañó con un manotazo sobre la mesa. Él insistía en que el papel de Don Corleone debía interpretarlo Lawrence Olivier. El director y el guionista se levantaron sin insistir más. Mientras traspasaban la puerta, escucharon un grito más: “Y no quiero volver a escuchar del tema”. Asunto cerrado. Pero Francis Ford Coppola, el director, fue hasta la casa del astro. Ya había pasado el mediodía. La puerta de calle estaba abierta. Tuvo que esperar a que el actor bajara. Recién se despertaba. En un quimono de seda tomó un café tratando de despertarse. Coppola le mintió. Le dijo que necesitaba hacer una prueba de maquillaje y sacó una cámara. Brando, que en ese momento estaba rubio, usó betún de zapatos para su pelo, pañuelos descartables para engordar sus mejillas y sacó esa voz grave y rasposa que identificará por siempre a ese capo mafia (y a cualquier otro). Al terminar, Coppola volvió corriendo a ver al director del estudio. Le puso la cinta. El de la Paramount enrojeció de furia al ver que quien aparecía era Brando. En tres segundos pensó varias maneras de despedir al director. Pero al avanzar el video se fue quedando sin palabras. Supo de inmediato que nadie podría ser (hacer) un mejor Don Corleone.
El mundo quedó impactado con esa interpretación. Una actuación a lo Brando. O tal vez más grandilocuente que lo que era su costumbre. Algo tribunera pero efectiva. O tal vez haya sido de verdad una actuación a lo Brando, al Brando de los años setenta, excesivo, desigual, estentóreo, pero magnético. Para los premios Oscar de ese año, él era el mayor candidato para llevárselo por segunda vez. Competía contra Laurence Olivier, Michael Caine, Peter O’Toole y Paul Winfield. Roger Moore, atildado y encantador, y Liv Ullman, etérea y magnífica, anunciaron que el ganador era Marlon Brando, quien ya había anunciado que en su lugar iría a la ceremonia Sacheen Littlefeather, una joven apache, aspirante a actriz y activista por los derechos de los indios norteamericanos. Con trenzas, coloridas vestimentas típicas y decisión, la joven subió al escenario. Roger Moore le estiró la estatuilla, pero la joven, con un gesto enérgico y seco de su mano, la rechazó. Moore levantó las cejas azorado y después de un segundo de duda, la retrajo hacia su espalda con su habitual elegancia. Sacheen dijo que tenía un largo discurso que le entregaría a la prensa para que publicaran al día siguiente, y anunció que Brando rechazaba el premio por el tratamiento discriminatorio que Hollywood dispensaba a los indígenas. En la platea algunos se quejaron con indignación, otros silbaron, pero rápidamente un fuerte aplauso tapó la reprobación.
Alguna vez Ron Galella, el paparazzi más famoso, obsesionado con Jackie Kennedy, escrachó a Brando con una de sus conquistas. En el siguiente encuentro entre ambos, con una precisa trompada Brando le rompió la mandíbula a Galella. El fotógrafo no se dio por vencido. El mismo día que salió del hospital lo persiguió con su cámara, pero esta vez estaba prevenido: se había puesto un casco de fútbol americano. Hace poco un periodista le alabó la sonrisa a Galella. Este, sin perder el sentido del humor, respondió: “Se la debo a Marlon Brando. Ninguno de estos dientes es mío. Los originales quedaron en su puño aquella vez”.
Brando se casó tres veces. Su primera esposa fue Anna Kshvi, una actriz británica (nacida en India) de una belleza sobrecogedora. Tuvieron un hijo (el primero de los once hijos del actor): Christian Brando. La relación fue corta y tormentosa. Solo dos años de peleas incandescentes. Luego una larga disputa judicial por la tenencia del hijo. Brando que estaba poco tiempo en cada lugar, inestable emocionalmente, fue considerado por el juez mejor opción que la madre, que estaba consumida por las drogas y el alcohol. Una foto muestra el momento en que, al salir de la audiencia en la cual se le otorga la tenencia, un Brando con rodete es cacheteado por su ex esposa. Luego Anna secuestró al hijo a la salida del colegio y se lo dejó a una comunidad hippie de San Francisco para que el padre no pudiera encontrarlo. Pero como los hippies no cobraron la suma acordada por la tarea, ellos, a su vez, se lo secuestraron a la madre. Brando tuvo que contratar a un detective privado para recuperar a su hijo. La segunda esposa fue la mexicana Movita Castaneda, de la que se divorció cuando conoció a la tercera esposa, Tarita Teripiia, una hermosa tahitiana. Con ella convivió diez años, y su divorcio fue atroz y problemático como los anteriores. En medio de esta relación, Brando se enamoró de Tahití y adquirió una isla privada en la que pasó sus últimos años.
Unos años atrás, Quincy Jones, con la impunidad que otorga la edad, contó algunas intimidades sexuales del actor: “Brando se acostaba con cualquier cosa. ¡Cualquier cosa! Hasta con un buzón de correos lo hubiera hecho. Con James Baldwin. Con Richard Pryor. Con Marvin Gaye”. La lista de amantes de Brando incluye algunos nombres previsibles y otros, no tantos: Marilyn Monroe, Marlene Dietrich, Ava Gardner, Rock Hudson, Grace Kelly, Jackie Kennedy, James Dean, Leonard Bernstein, Burt Lancaster, Ingrid Bergman. Sobre él se han contado las escenas sexuales más disparatadas y diversas. Su figura legendaria autoriza cualquier versión.
Pero volvamos a lo dicho por Quincy Jones. Cuando se esperaba alguna desmentida, salió a hablar Jennifer Lee Pryor, la viuda del revolucionario cómico de color: “¿Desmentir lo que dijo Quincy? ¿Por qué? Eran los años setenta. Con la suficiente cantidad de cocaína te podías acostar con un radiador y a la mañana siguiente mandarle flores”.
Después del éxito de El Padrino, la carrera de Brando se revitalizó. A los 48 años volvía a ser el mejor actor del mundo y codiciado por todos los directores y productores. Nadie parecía acordarse de los problemas que podía acarrear en un rodaje. Se dejó seducir por el prestigio de Bertolucci y aceptó filmar Último tango en París. Ese viudo que mantiene una relación sexual con una joven de la que no conoce nada sacudió al mundo. Las escenas sexuales eran fuertes y apasionadas. La escena de la manteca y el sexo anal se resignificó en los últimos tiempos y ya sin los protagonistas con vida, las versiones, afirmaciones y desmentidas se cruzaron en los medios generando una gran polémica póstuma. Se habló de violación y de abuso y de que esa escena (que absorbió la narrativa del film durante las últimas dos décadas) fue una de las causales del despeñamiento posterior de María Schneider.
La nula propensión de Brando por aprender la letra aguzó la puesta en escena de Bertolucci. Por todo el set había tarjetas con sus parlamentos y el director debió hacer malabares con la cámara para que no aparecieron en los planos.
Aunque parezca mentira hubo un tiempo en el que las películas de superhéroes eran un fracaso. Pero eso cambió en 1978 con el estreno de Superman, de Richard Donner. Marlon Brando interpretó a Jor-El, el padre de Superman. Los productores buscaron denodadamente al actor para el papel. Brando se rehusó y cada vez que recibía una oferta sus pedidos eran más estrafalarios. Terminó arreglando un salario monstruoso para la época. Casi 4 millones de dólares por menos de diez minutos de pantalla. Pero no se conformó con eso. Pidió (y recibió) algo inédito para ese entonces: un porcentaje de la taquilla. Como el film fue un gran éxito, en total embolsó más de 15 millones de dólares. Pero ese gran acuerdo no pareció motivarlo (para esa época ya nada parecía motivarlo). Y le propuso a Donner, a quien enloqueció durante los once días que participó del proyecto, que su personaje no apareciera en pantalla y que él solo fuera una voz. Que como era un personaje de otro mundo, en vez de su apariencia, la de Marlon Brando, podría ser la de un sandwich o algo así. Total nadie sabía cómo eran los habitantes de Krypton. La propuesta, naturalmente, fue desechada. En cada escena los asistentes de dirección debieron escribir en grandes cartulinas toda su letra porque a Brando no le pareció necesario aprendérsela. Adujo que si conocía el guión de antemano su actuación perdería naturalidad. Que estuviera desbocado, que no hubiera dado todo lo que podía, no impidió que fuera primero en los créditos. El pobre Christopher Reeve, el mismísimo Superman, apareció tercero, detrás de Brando y Gene Hackman.
Unos años después, Christopher Reeve fue al programa de David Letterman a promocionar un estreno (Deathtrap de Sidney Lumet). Letterman le preguntó por la experiencia de trabajar con Brando, dio por supuesto que su entrevistado desplegaría un arsenal de elogios y diría que había sido una experiencia emocionante. Nada de eso ocurrió. Con serenidad y una infrecuente honestidad, Reeve dijo que había sido frustrante. Que Brando ya no tenía motivación, que estaba vencido, que a los 53 años ya no le importaba lo que hacía y que consideraba eso una gran pena porque era un actor extraordinario. “Él tiene la actitud de ‘toma el dinero y corre’, Y es una lástima. Le da lo mismo. Ya no le importa la actuación. Realmente no disfruté trabajar con él”.
Su último gran papel fue el del coronel Kurtz en Apocalypse Now, la otra obra maestra de Francis Ford Coppola en la que participó. Cuando llegó al rodaje nadie podía creer el sobrepeso que tenía. Parecía otra persona. El director pensó en cambiar el personaje y hacerlo adicto a la comida para justificar la apariencia. La filmación de la película fue un calvario. Desastres naturales que destruyeron locaciones, actores reemplazados, el rodaje suspendido por un infarto del protagonista, problemas de presupuesto, incumplimientos con el calendario de filmación, y Brando. Marlon quiso hasta cambiar el nombre del personaje mientras le decía a Coppola que era el peor guión que había leído en su vida. Al día siguiente, sin consultarlo con nadie, se rapó. Sin embargo, cuando hubo que rodar el monólogo de Kurtz, apareció el genio en todo su esplendor, con una larga improvisación que duró 45 minutos. Luego vendrían esas cuatro palabras: “El horror, el horror”.
En 1994, luego de varios años de ostracismo y de escasas actuaciones, publicó su autobiografía, Canciones que mi madre me enseñó. Fue un suceso internacional. Su figura seguía atrayendo y generando intriga. Aunque el libro no colmaba las expectativas de nadie. Ni confidencias, ni secretos de su arte, ni recuerdos detallados de rodajes o puestas, ni demasiada sinceridad. Y sobraban los statements sobre un sinfín de causas (todas causas nobles, pero no decía sobre ellas nada que se alejara del cliché). Todo parecía urdido prolijamente por su correcto ghostwriter.
Para ese tiempo ya se había olvidado de algo que había dicho décadas antes y que resumía qué pensaba sobre la profesión y sus colegas: “¿Qué es un actor? Un tipo que no te escucha a menos que hables de él”. Otra vez el que dijo algo parecido fue el Premio Nobel Saul Bellow. Brando había hecho unas declaraciones antisemitas y cuando le pidieron la opinión, Bellow respondió: “No espero mucho de Brando. ¿Por qué me tiene que sorprender? ¿Por qué apareció en Nido de Ratas? Tenía un guión”.
Una cláusula que Marlon Brando pasó de largo al momento de firmar el contrato editorial (solo estaba interesado en los -muchos- dólares que le entrarían: ya en ese entonces su situación financiera no era la mejor) produjo un gran momento, tal vez el único alrededor de esa publicación. El contrato editorial obligaba al actor a hacer al menos una aparición televisiva para promocionar el libro. Intentó rehusarse, pero fue imposible. Debía cumplir con el contrato. Eligió a Larry King como interlocutor. El resultado es una charla de una hora, por momentos bizarra, por momentos absurda y confusa, pero también con situaciones mágicas e inolvidables. Brando cerró su participación dándole un beso en la boca al periodista. Estaba gordo, viejo, por momentos inconexo, pero la cámara lo seguía queriendo, tenía una especie de obsesión por Brando. En el momento en que él aparecía, lo de alrededor se desvanecía. La cámara siempre amó a Brando. Cualquier aparición suya provocaba fascinación.
11 de septiembre de 2001. El mundo está en shock. Por la televisión llegan las imágenes de la tragedia. El horror se apodera de la población. Al principio no se entiende bien qué está pasando. Es como una película catástrofe. Se suceden los atentados, parece el inicio del fin. En Nueva York esa sensación es mucho peor. Ahí se produjo la masacre. Las sirenas, el polvo, el humo, el hedor y la desesperación. Las tres estrellas siguen los acontecimientos desde un hotel de lujo. Todo el dinero del mundo, el poder, las influencias y la fama no les aseguran estar resguardados en ese momento. La paranoia de los tres, muy musculosa, alcanza en esas horas límites estratosféricos. Luego de unas pocas cavilaciones deciden emprender una fuga. La fuga más extraña de todos los tiempos. El ídolo pop, el Rey del Pop, pone el auto y el chofer. Los otros dos, más grandes, pero legendarios, se suben en la parte de atrás de la limousine. Quieren salir de Nueva York a toda costa. Ir a un lugar seguro, si es que existiera (por esas horas todo era incertidumbre). Deciden refugiarse en Neverland. Así fue como Michael Jackson, Elizabeth Taylor y Marlon Brando se alejaron del desastre. Estaban juntos porque Liz y Marlon iban a aparecer como invitados en un show de Michael en el Madison Square Garden. Hay quienes desmienten la existencia de este viaje, de esta pierna de personajes míticos tratando de resguardarse. Otros prefieren creer. Esta historia merece ser cierta. Tiene algún ingrediente más. Brando a cada rato pedía parar. La próstata lo traicionaba y su estómago lo exigía. Cada unos cientos de kilómetros necesitaba comer algo. En cada parada, bajaban los tres a estirar las piernas. Los empleados de algún KFC perdido en una ruta provincial o de algún MacDonald’s de un pueblo alejado del ruido nunca olvidarán el momento en que estos mitos estrafalarios (Jackson y su decoloración, Brando y su gordura, Taylor y sus pelos parados y ese garbo fuera de época) ingresaron al local casi vacío en el que los pocos que estaban (empleados y clientes) solo prestaban atención a lo que decían la radio y los canales de noticias.
En 1990 su hijo Christian mató al novio de su hermana Cheyenne de un balazo. El joven fue encontrado culpable y pasó varios años en prisión. Cheyenne, por su parte, se suicidó; todavía no había cumplido los 25 años.
Estos dolores desgarradores, la decadencia física, las penurias económicas debido a su prodigalidad hicieron que sus últimos años fueran muy malos. Ya ni siquiera podía actuar. El fuego sagrado se había extinguido hacía mucho tiempo.
Murió en Los Ángeles el 1° de julio de 2004. Tenía 80 años.