La voz todavía se escucha hoy, vibrante, cargada de pasión, furiosa y decidida. Nos llega en algunos documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, o cuando se citan los más célebres discursos de la historia. Y ese fue uno de ellos. El 4 de junio de 1940, frente al Parlamento británico, el flamante primer ministro Winston Churchill, que no tenía todavía un mes en el cargo -había llegado al 10 de Downing Street el 10 de mayo- habló sobre la guerra. Dijo lo que nadie esperaba pero todos querían escuchar: Inglaterra lucharía contra el nazismo sola si era necesario, lucharía en todas partes: “Jamás nos rendiremos”, dijo, y así es como el discurso pasó a la historia.
Sólo que la voz que escuchamos no es la de Churchill, sino la de un actor, Norman Shelley, que lo imitaba a la perfección y que llegó a quitarse sus dientes postizos para que su imitación fuese más exacta: también el primer ministro padecía una flojera de dentadura que lo hacía champurrear bastante el francés cuando no tenía más remedio que pelearse a gritos con el general De Gaulle.
Todo, imitador y dentaduras postizas, constituyeron un secreto de guerra durante muchos años. Recién hace dos décadas quedo demostrado, y comprobado, el papel de Shelley en la guerra, que cada inglés peleó a su manera, y él lo hizo como imitador de Churchill. Pero para entonces Shelley ya estaba muerto: había sabido mantener gran parte de su secreto, que tampoco fue revelado por Churchill.
El 4 de junio de 1940 Churchill fue al Parlamento para dar un mensaje sobre la marcha, desastrosa, de la guerra. El ejército inglés había sido derrotado en Francia, que había caído en mayo en poder de los nazis. La derrota fue vendida como un gran éxito a raíz de la evacuación de más de trescientos mil soldados de las playas de Dunkerque: los últimos en llegar a salvo a las costas británicas lo hicieron casi a la misma hora en la que Churchill hablaba ante el Parlamento.
El flamante primer ministro sabía que se jugaba su futuro como líder. Años después escribió en sus “Memorias”: “Tenía el deber de explicar todo lo ocurrido, tanto en sesión pública como, más tarde, en sesión secreta (…) Lo más imperativo consistía en hacer ver, no sólo a nuestro pueblo, sino a todo el mundo, que nuestra resolución de seguir combatiendo se basaba en fundamentos serios y sólidos y no era hija de la desesperación”. Churchill era astuto: buscaba sacudir la conciencia de Estados Unidos para que el país que presidía Franklin Roosevelt entrara en la guerra. Preparó un cuidadoso discurso porque sabía además, y lo dijo, que Adolf Hitler pensaba invadir las islas británicas. Fue un discurso dramático, realista, con cierto optimismo mezclado con un resignado fatalismo. Eso sí, terminó de modo glorioso. Con una modestia que no tenía, Churchill recordó: “Terminé con un párrafo que había de resultar, como más adelante se vio, un oportuno e importante factor en las decisiones de los Estados Unidos”.
Dijo: (…) Lucharemos, si es necesario, años enteros y si es necesario, solos (…) Seguiremos luchando hasta el fin. Lucharemos en Francia; lucharemos en los mares y en los océanos; lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste; lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las montañas: jamás nos rendiremos (…)”
Sus palabras causaron una profunda impresión en los parlamentarios y en los periodistas que cubrían la sesión. Al día siguiente, los diarios británicos titularon en su mayoría con el ya famoso “Jamás nos rendiremos”. Y las palabras del Churchill quedaron para la historia impresas en papel y tinta. Nada más. Ni el Parlamento británico estaba equipado para grabar las sesiones, ni lo hacía la BBC. La propaganda británica de guerra supo que tenía en las manos un filón de oro. Había que lograr que la voz del primer ministro llegara al mundo con la misma fuerza y la misma intención con que habían sido dichas en el Parlamento
Un equipo de profesionales llegó a entrevistarlo para convencerlo de la necesidad, estrategia de guerra, de que grabara su ya célebre discurso para que quedara registro de aquel fantástico momento histórico… que les había pasado por delante a todos, como un tren expreso. Churchill los echó carpiendo: no estaba para esas tonterías. Tenía a los nazis al acecho frente a una Gran Bretaña que debía enfrentar a Hitler sola. Es más, preparaba otro discurso sobre el amargo panorama de la guerra que dio el 18 de junio, catorce días después del “Jamás nos rendiremos”, y que tampoco fue grabado. Este pasó a la historia como “The finest hour – Su hora mejor”.
Ese día volvió a hablar ante el Parlamento y dijo: “(…) Hitler sabe que tiene que abatir a esta isla o perder la guerra. Si podemos resistirle, toda Europa quedará libre y la vida del mundo progresará, siempre hacia adelante, sobre amplias y soleadas mesetas. Pero si fracasamos, todo el mundo, incluso los Estados Unidos, incluso todo lo que hemos conocido y a lo que hemos dado valor, se hundirá en los abismos de una nueva Edad de las Tinieblas (…) Por lo tanto, apliquémonos a nuestros deberes y a conseguir que, si el Imperio y la Comunidad británica de Naciones duran mil años, puedan aún entonces los hombres seguir diciendo: ‘Aquella fue su mejor hora’ (…)” Churchill tampoco quiso grabar, en una sola tanda de pocas horas, sus dos legendarios mensajes a los británicos. ¿Cómo congeniar la necesidad de contar con la voz grabada del primer ministro para hacerla llegar al mundo y su tozuda resistencia a recrear el pasado inmediato?
Fue entonces que alguien se acordó de Norman Shelley. Shelley era un actor de teatro, que se había inclinado de a poco hacia la radio. En junio de 1940 tenía treinta y siete años, había nacido en Chelsea, Londres, el 16 de febrero de 1903 y ya a sus diecisiete años había andado de gira con la Charles Doran Shakespeare Company, donde encarnaba al Trebonius de “Julio César” o al Sebastián de “Noche de reyes”. El bichito de la radio le picó en los años 20, trabajó en Australia y Nueva Zelanda, y allí, frente a los micrófonos de ese gran fenómeno técnico, forjó una sólida reputación como actor: era versátil, empeñoso, respetado. Estaba casado con Mónica Brett desde 1937 y tuvieron un hijo, Anthony.
Shelley ganó su fama entre 1930 y 1940, lejos de los personajes trágicos y atormentados de Shakespeare. Entre 1930 y 1940 trabajó para la BBC en “Children’s Hour – La hora de los chicos” donde le puso voz a “Dennis”, un perrito salchicha Dachshund, protagonista de la serie “Toytown”. Pero su gran éxito radial fue ponerle voz al osito Winnie the Pooh: en teatro no hay papeles pequeños. También encarnó al doctor John H. Watson, el “elemental” compañero de andanzas del detective Sherlock Holmes que protagonizaba Carleton Hobbs.
Shelley tenía un prodigio en su garganta, era un imitador talentoso y en el ambiente era conocida su facilidad para imitar a Churchill; no sólo calcaba su voz, un poco cascada y sarmentosa, sino que sabía pescar las intenciones, las pausas, la musicalidad, el acento y el alma del decir del primer ministro. En algún momento posterior a junio de 1940, tal vez mientras Inglaterra peleaba en el cielo su principal batalla contra Hitler, el British Council fue a ver a Shelley para pedirle una misión secreta que Shelley aceptó. Grabó al menos los dos famosos discursos de Churchill, “Jamás nos rendiremos” y “Su mejor hora”, como si se tratara del propio primer ministro frente al Parlamento. Después, Shelley calló durante largos años.
Churchill también se calló la boca. No podía ignorar que circulaban para que todo el mundo las oyera, las mismas palabras dichas por él en el Parlamento, ni que la voz que decía esas palabras no era la voz que las había dicho. Probablemente haya sabido también quién era su imitador: no había nadie más que Shelley ten vecino a la perfección. Para complicarlo todo un poquito más, el astuto Churchill hizo en 1949 lo que se había negado a hacer nueve años antes. Desplazado de la política por el voto popular después de su guerra victoriosa, nadie es perfecto, se recluyó un poco para escribir sus fantásticas memorias y para grabar, a pedido de la BBC, algunos de sus discursos célebres, cosa de dejar testimonio histórico. Tardío, pero testimonio al fin.
Eso habría sido todo si ya entrado los años 70 -Churchill murió en 1965- Shelley no hubiese revelado que el British Council le había pedido, en forma confidencial, que sustituyera a Churchill y le pusiera voz, alma y vida a sus discursos. Armó un lío. Los historiadores pusieron el grito en el cielo, los biógrafos de Churchill se enfrascaron en una áspera discusión sobre si aquellas piezas oratorias que habían levantado la moral de una nación, y acaso impulsado a Estados Unidos a entrar en la guerra europea, habían sido dichas sí o no por un actor. Fue en esa batalla argumental cuando se supo con certeza que la Cámara de los Comunes no estaba equipada para grabar sonido en junio de 1940.
Los historiadores no pudieron dar fe de las afirmaciones de Shelley y nadie se preguntó por qué mentiría en semejante cosa un actor tan querido, la voz del osito Winnie The Pooh. Los archiveros oficiales argumentaron que las grabaciones que se difunden son las que Churchill hizo en 1949, que se publicaron en un LP del sello Decca en 1964. Tanto alboroto hizo que Norman Shelley callara para siempre. El 22 de agosto de 1980 un infarto lo derrumbó en una estación del subte londinense no muy lejana a los estudios donde había personificado al primer ministro. Tenía setenta y siete años.
Los discursos de Churchill se vendieron en cassettes (otro rastro de la prehistoria) en los años 80 bajo el sello “Music for Pleasure” de la desaparecida compañía EMI, además de los que editaba el sello Decca: todos se usaron y se usan en documentales y películas. ¿Son los que Churchill grabó en 1949, o los que grabó Shelley en la piel de Churchill? En 1983, la BBC pidió a Decca que ya no informara más que se trataba de grabaciones de la BBC. Al año siguiente, los archiveros admitieron que algunos de esos discursos fueron grabados por Churchill, en privado, en su casa de Chartwell, Kent, alrededor de los años ‘50.
En 1990 un grupo estadounidense de investigación del habla analizó veinte de los discursos que Decca y EMI vendían como dichos por Churchill. Lo que descubrieron fue que había patrones del habla diferentes en tres grabaciones: la de “Jamás nos rendiremos”, del 4 de junio de 1940, la de “Su mejor hora”, del 18 de junio de ese año, y, oh sorpresa, en el primero de los mensajes de Churchill como primer ministro, el 15 de mayo, a tres días de asumir; es aquel en el que sólo pudo prometer “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”.
Norman Shelley, el hombre que fue Churchill, guardó más de un secreto.