Es innegable que los ingleses poseen una imaginación frondosa. No solo tienen, en la actualidad, a J.K. Rowling, la ama de casa necesitada que creó la exitosa saga de Harry Potter; tuvieron, también, nada menos que a Shakespeare y, más acá en el tiempo, por el 1800, a Lewis Carroll quien nos hizo delirar de pequeños con Alicia, su protagonista estrella. Esa niña curiosa, que por seguir a un simple conejo cayó en una madriguera mágica, consiguió que chicos de todos los tiempos cantáramos los “feliz no cumpleaños”, nos encogiéramos para pasar por un orificio diminuto o viéramos la realidad aumentada con ojos de sorpresa. Su obra sigue siendo un éxito, fue traducida a cien idiomas y, una encuesta entre los británicos, demostró que el personaje de Alicia en el país de las Maravillas sigue estando entre los veinte más disfrutados por los chicos. Pero resulta que Lewis Carroll no es solo un autor fantástico que conmovió a generaciones enteras. Es también un personaje con una historia muy particular que cultivó mitos, genera polémicas e, incluso, llegó a abonar una horrorosa teoría criminal.
¿Abusos nocturnos?
En realidad, su nombre completo era Charles Lutwidge Dodgson y nació el 27 de enero de 1832 en Daresbury, Cheshire, Gran Bretaña. De orígenes irlandeses, su familia era conservadora y pertenecía a la clase alta, por lo tanto, sus miembros se dedicaron a las profesiones típicas de la época en ese estrato social: la iglesia o el ejército.
Su padre Charles Dodgson, y ya empezamos con algo raro para el mundo de hoy, se casó con su prima hermana Frances Jane Lutwidge. Tuvieron 11 hijos. El protagonista de nuestra historia de hoy, fue el tercero en nacer y el primer varón, por eso le pusieron igual que a su padre: Charles. A este bebé, de ahora en adelante, lo llamaremos por el pseudónimo con que se hizo conocido años después: Lewis Carroll.
En esa época era muy alta la mortalidad infantil, cualquier peste podía terminar mal. Sin embargo, en esta enorme familia, todo marchó bien y los chicos sobrevivieron a todas las enfermedades que se fueron presentando.
Cuando Lewis cumplió 11 años a su padre lo nombraron párroco en otra localidad y la familia se mudó a una enorme rectoría. Vivirían allí nada menos que 25 años. Charles era partidario del anglocatolicismo, un sector que reivindicaba la naturaleza católica del anglicanismo. Dentro de esa educación estricta y religiosa se crió el pequeño Lewis.
Comenzó su formación en casa y enseguida quedó expuesta su tendencia natural a escribir con su mano izquierda. Esto desafiaba a las normas de la época porque a los chicos se los obligaba a escribir con la derecha. A esa particularidad se le sumó otra: era tartamudo. Durante su infancia, además, quedó sordo total de su oído derecho después de lo que habría sido una otitis severa. En ese momento no existían los antibióticos y las infecciones eran consideradas sumamente peligrosas.
Lewis convirtió sus desgracias en beneficios. Gracias a su tartamudez pudo evitar ser cura. Los pastores debían dar sermones y él no podía hacerlo. Además, su sordera era otro escollo para lo eclesiástico. Por otro lado, el hecho de ser zurdo lo llevó a jugar con las situaciones cotidianas y empezó a invertir todo lo que se le cruzaba por delante. Esa manía lúdica se ve en su literatura y en algunas de sus cartas que solo pueden leerse ante un espejo.
Con esos tres “males” a cuestas, a los 12 años, fue enviado a una escuela privada en otra ciudad donde la pasó bastante bien durante el primer año. Al siguiente, en 1845, fue trasladado al Rugby School. En lo académico Lewis funcionó bien a pesar de ser perezoso. Su profesor de matemáticas aseguró que no había conocido a un chico más inteligente en todo el colegio. Pero esos tres años que siguieron fueron para Lewis un infierno. Al respecto, escribió algo bastante significativo y revelador: “Por nada del mundo volvería a vivir allí… Puedo decir, honestamente, que si hubiese estado a salvo de la molestia nocturna, la dureza de la vida diurna se me hubiera hecho, en comparación, mucho más soportable”.
¿Qué estaba queriendo decir Lewis? ¿Estaba revelando con esas palabras que había padecido abusos sexuales por las noches? Esa es la suposición de muchos.
En enero de 1851 Lewis ingresó a la Universidad de Oxford, al mismo college de su padre, pero en 48 horas tuvo que volver a su casa familiar: su madre había muerto de una meningitis fulminante con cuarenta y siete años. Pasados los primeros días de duelo, volvió a la universidad y a las matemáticas. Sin estudiar demasiado, obtenía excelentes resultados. La verdad es que era sumamente distraído. Su mente volaba con facilidad. Por eso mismo, perdió una beca, pero a pesar de ello se convirtió en un matemático destacado. Le otorgaron un puesto como profesor, una tarea que llevaría adelante entre tantas cosas más, durante 26 años. En 1861 fue ordenado diácono de la iglesia anglicana, pero ya sabemos que su faceta religiosa no iba a prosperar.
Desnudos infantiles y versiones de pedofilia
Fue en Oxford que le diagnosticaron epilepsia luego de haber experimentado dos convulsiones. Otra carga para su personalidad retraída ya que esos trastornos no eran bien comprendidos y la sociedad solía rechazar a quienes los padecían. También sufría insomnio con frecuencia y pasaba noches enteras despierto.
Se volvió un apasionado del teatro, algo que lo enfrentó con la puritana moral victoriana e, incluso, con los principios anglicanos de su familia.
Poco después, Lewis comenzó con otra vocación diferente a la de los números: la fotografía. Estaba convencido de que la belleza era una forma de divinidad. Retrató actrices y poetas, pero lo que se convirtió en su gran pasión fue fotografiar a niñas pequeñas. Recurrió a hijas de amigos para que hicieran de modelos infantiles. Para entretenerlas, en su estudio, tenía una valija repleta de juguetes. Una de sus principales modelos fue Alexandra Kitchin, hija del decano de la catedral de Winchester y ex compañero suyo del colegio. La fotografió unas cincuenta veces desde los 4 años hasta los 16.
Al mismo tiempo que daba clases y sacaba fotos, Lewis también escribía poesías y cuentos con mucho humor. Luego, comenzó con los relatos para niños. En 1856 publicó por primera vez con su pseudónimo de Lewis Carroll. Nombre que escogió mediante un proceso lúdico mezclando letras, latinizando y volviendo al inglés sus apellidos.
Fue ese mismo año que llegó al lugar donde Lewis trabajaba, el nuevo decano. Henry George Liddell se instaló con su mujer y sus cuatro hijas en Oxford. Enseguida Lewis se apegó a las tres niñas: Lorina, Alice y Edith. Convirtió en costumbre llevarlas al río donde hacían picnics y él les relataba historias fabulosas. En uno de esos paseos, con su amigo el reverendo Robinson Duckworth, hicieron una excursión sobre el río Támesis. Balanceándose sobre el agua Lewis improvisó uno de sus mágicos cuentos deleitando a las pequeñas Lorina (13), Alice (10) y Edith (8). Fue Alice quien le pidió que pusiese por escrito todo lo que les había relatado.
Lewis le hizo caso y tituló el texto: Las aventuras subterráneas de Alicia. También realizó los dibujos de esa historia. Alice empezó a ser su gran debilidad.
Unos tres años después Lewis llevó ese manuscrito a un editor que quedó maravillado. Pensaron varios títulos: Alicia entre las hadas o La hora dorada de Alicia. En 1865, finalmente, el libro vio la luz como: Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas. Las ilustraciones las realizó sir John Tenniel.
Fue un éxito. Eso lo llevó a escribir la segunda parte en 1871, Alicia a través del espejo, y luego llegó su novela Silvia y Bruno.
La sorpresa fue cuando, de un día para otro, la intensa relación de Lewis con la familia Liddell se rompió. El motivo habría sido el pedido de Lewis al padre de Alice, quien tenía solamente 13 años, para casarse con ella. El padre reaccionó muy enojado y le exigió por carta jamás volver a acercarse a su hija. Lewis escribió sobre Alicia: “Siempre tengo en mi corazón la imagen de Alice, mi primera amiga niña, la que fue mi ideal durante tantos años. Desde entonces, he tenido decenas de amigas niñas, pero con ellas todo ha sido diferente”.
En 1880 la relación con su modelo Alexandra Kitchin también voló por los aires cuando él le propuso sacarle fotos en traje de baño y se lo prohibieron. Se cree que después de eso, él mismo destruyó muchas de las imágenes con desnudos de menores y abandonó la fotografía. Algunos comenzaron a incubar una idea aterradora: que Lewis tuviera serias inclinaciones pedófilas.
Los historiadores estudian los hechos dentro de su contexto y lo cierto es que el de la época admitía la aparición de niñas desnudas como algo normal, que apelaba a la inocencia. Incluso se incluían imágenes del estilo en postales navideñas. Lewis no era el único que fotografiaba a menores. Incluso escribía cartas a los padres de las pequeñas solicitando permiso para sacar fotos de sus hijas.
¿Quién era realmente Lewis Carroll? ¿A qué se debía tanta dedicación a las niñas? No lo sabremos nunca. Hoy su obsesión con las menores no pasaría por ningún filtro.
Hongos alucinógenos
Lewis siguió escribiendo y publicando sus fantasías, pero también lo hacía sobre serios temas matemáticos. De hecho, apasionado por la geometría, escribió sobre álgebra, la cuadratura del círculo e inventó varios métodos para hacer mensajes cifrados. Creó juegos basados en el lenguaje, uno que llegó hasta hoy es una versión del Scrabble.
Su inmensa imaginación generó especulaciones de todo tipo. ¿Sería que Lewis, por sus dolores y su artritis, usaba analgésicos derivados del opio que estimulaban visiones alteradas? ¿Sería esa droga la responsable de sus dotes creativas? ¿Eran sus personajes fruto de alucinaciones? La verdad es que nada de esto pudo probarse. Pero en Alicia hay algunas referencias a sustancias psicodélicas como la Amanita muscaria (un hongo popular que crece en los bosques) que si se ingiere puede provocar alucinaciones del estilo de las que provoca el LSD. Tiene propiedades psicotrópicas y produce un estado modificado de la conciencia. Entre lo que puede causar están la macropsia y la micropsia, que no son otra cosa que alteraciones de la percepción visual que hace que veamos aumentos o disminuciones exageradas del tamaño de las cosas. ¡Exactamente lo que le pasa a Alicia luego de probar el hongo que le ofrece la oruga!
En fin, parece que jugar con las drogas podría haber tenido, después de todo, su efecto.
Lewis, ¿podría ser Jack el destripador?
No se sabe bien por qué motivo, Lewis se negó a ser pastor como era lo previsto en su familia. Aprovechó, como dijimos, sus problemas de habla y sordera para esquivar ese destino.
Lo cierto es que su apariencia inofensiva subió a una categoría espeluznante cuando, en 1996, otro escritor llamado Richard Wallace, sugirió en un libro que Jack el Destripador podría ser el mismísimo Lewis Carroll.
En 1888, en el barrio Whitechapel de la ciudad de Londres, en un lapso de setenta días, hubo cinco crímenes brutales. Las víctimas fueron mujeres que ejercían la prostitución y que resultaron degolladas sin piedad y mutiladas con precisión. La sociedad entró en shock mientras la policía buscó inútilmente al asesino al que la prensa bautizó Jack el Destripador.
Algunos fantasearon que, por el salvajismo, el asesino podría haber sido un gorila escapado del zoológico; otros, especularon con que debería haber sido un carnicero por su afilado cuchillo o, más tenebroso aún, algún médico cirujano por la limpieza de los cortes.
Los sospechosos eran cientos y hasta rozaron a la monarquía al señalar al príncipe Alberto Víctor, duque de Clarence, nieto de la reina Victoria.
Quien fuera tenía que conocer bien la zona, ser fuerte, tranquilo y seguro. Entre esas opciones, con el paso de las décadas, apareció una más. ¿Por qué no podría ser un hombre célebre, tímido y encantador como Lewis Carroll?
Fue entonces que Richard Wallace escribió en su libro, Jack el destripador, amigo alegre, que Lewis Carroll podría haber sido nada menos que ese aterrador homicida. Según Wallace había pruebas: frases crípticas en sus libros que habían sido escritos años antes de los crímenes. Sugirió que Lewis había dejado en esas páginas pistas de lo que pensaba hacer.
Se apoyó para construir su hipótesis en la infancia problemática y con abusos de Lewis, en su personalidad reprimida y en numerosos anagramas que aseguró haber descubierto en la obra del autor en dos de sus libros (Alicia en el país de las maravillas y en Sylvie y Bruno) y en sus cartas.
No hay dudas del espíritu juguetón que poseía Lewis con las palabras. Wallace lo aprovechó y se dedicó a reorganizar sus frases y sus dichos. Consiguió de esa manera rearmar párrafos pavorosos como los siguientes:
- “¡Si encuentro una puta callejera, ya sabes lo que le pasará! ¡Le cortarán la cabeza!”.
-”Oh, nosotros, Thomas Bayne, Charles Dodgson, coqueteamos con el cuerpo desnudo y asesinado, esperábamos saborear, devorar, disfrutar de una buena comida del útero de una puta muerta. Nos las arreglamos, lo encontramos horrible, pálido y duro como una cabra desgastada y sucio. Ambos lo tiramos. -Jack el destripador”.
-”¡Se retorcía tanto! Pero al final Dodgson y Bayne encontraron la forma de sujetar a la pequeña puta gorda. La sujeté con fuerza y le corté la garganta, de la oreja izquierda a la derecha. Fue duro, húmedo y asqueroso, también. Tan cansados estaban que vomitaron.-Jack el Destripador”.
Estos son algunos de los ejemplos que llevaron a Wallace a reescribir la historia del siniestro personaje bautizado Jack el Destripador. Para él, el tal Jack podría haber sido Lewis y no habría actuado solo, sino con su amigo de toda la vida Thomas Vere Bayne.
Más allá de esas coincidencias forzadas, no había pruebas concretas. Pero la sola idea de que uno de los grandes autores de literatura infantil fuera el asesino serial más renombrado de la historia inglesa despertó un morbo exponencial y fue una buena herramienta de marketing.
La verdad es que las investigaciones de la época demuestran que Lewis Carroll y su amigo, en las fechas de al menos tres de los asesinatos, estaban lejos del lugar donde estos ocurrieron. Por otro lado, en esos largos textos de Lewis hay un océano de letras y palabras que podrían justificar cualquier teoría por absurda que fuera. De hecho, uno de los detractores de la teoría de Wallace, ridiculizó a este autor aplicando su misma técnica a sus textos. Consiguió armar la siguiente frase en el que alude al crimen de Nicole Brown en manos de su ex, OJ Simpson, en los Estados Unidos: “La verdad es esta: yo, Richard Wallace, apuñalé y maté a una Nicole Brown silenciada a sangre fría, cortándole la garganta con los golpes de mi fiel navaja. Engañé a Orenthal James Simpson, quien es completamente inocente de este asesinato. PD: también escribí los sonetos de Shakespeare y muchas obras de Francis Bacon”.
En 2015, el escritor Fernando García Calderón no dudó, ante el pedido de su editor, en asociar a Lewis con Jack el Destripador para una novela en la que desarrolló una teoría sobre el asesino que asoló la ciudad de Londres. El libro fue publicado por Ediciones del Viento. Tuvo bastante éxito y ganó algunos premios. Se tituló Yo también fui Jack el Destripador. En fin, un juego literario válido, aunque un poco siniestro.
La difícil mirada desde la actualidad
Lewis murió poco antes de cumplir los 66 años, el 14 de enero de 1898, por complicaciones de una gripe que derivó en neumonía. Nunca se casó, ni siquiera se le conoció una novia, ni tuvo hijos. Su legado incluyó unas 700 cartas y unas 600 fotos. Para el momento de su muerte se habían vendido, algo increíble para la época, 250 mil ejemplares de su libro sobre Alicia.
Unos 50 años después fueron sus biógrafos quienes encontraron que parte de ese material estaba tachado o mutilado, quizá por los herederos, para ocultar detalles. De los desnudos infantiles no quedó casi evidencia. Solo habrían quedado cinco imágenes en un sobre cerrado con la consigna de “quemar antes de abrir”.
Alice Liddel, su gran fuente inspiradora, murió muchos años después que él: el 15 de noviembre de 1934 a los 82 años y dejó tres hijos. Jamás dijo nada sobre su relación con Lewis Carroll, mantuvo un discreto silencio, aunque habría mantenido con él una larga correspondencia. Habrían vuelto a verse muchos años después, en 1891, cuando ya Alice estaba casada con su marido impuesto por su padre. Posiblemente, dicen los historiadores, ella también habría amado a Lewis.
En 2002 el autor Roger Taylor abordó nuevamente en un libro el tema de la posible pedofilia de Lewis Carroll. Los académicos discuten hasta el presente si detrás de este creador podría haber un hombre perturbado y surcado por fantasías sexuales con niñas.
Servando Rocha en el libro El hombre que amaba a las niñas, en 2013, recogió la traducción al español de todas esas cartas que el escritor dejó. Dijo que para él, el amor de Lewis Carroll por esa niñas no era “sexual”, porque ni una sola de ellas denunció jamás ningún maltrato o abuso alguno por parte del autor. Y contó que cuando a Lewis le preguntaron una vez porque no retrataba niños varones había respondido: “Soy selectivo. Esa raza no me interesa”.
En 2014 una de sus cartas manuscritas fue rematada por la casa de subastas Bonhams. Se vendió a un británico anónimo que pagó 14.100 euros. En esas páginas escritas para su amiga Anne Symonds, en 1891, Lewis revela que “casi desearía no haber escrito ningún libro”. Tal era su no deseada relación con la celebridad.
Las fotografías que sobrevivieron a la autodestrucción que hizo de sus materiales el propio Lewis Carroll, podrían demostrar su atracción por las menores. Una de esas fotos fue encontrada por la BBC, en un museo francés, cuando produjo el documental El mundo secreto de Lewis Carroll en 2015 para el 150 aniversario del libro. En ella se ve a Lorina, la hermana mayor de Alice. Esa imagen encontrada por casualidad volvió a generar suspicacias. Es cuanto menos inquietante porque la menor se ve de frente, totalmente desnuda, en una pose para nada apropiada. Pero no pudo demostrarse, ciento por ciento, que hubiera sido tomada por Lewis.
El escritor Will Self sostiene que, en el mejor de los casos, Lewis habría sido un “pedófilo fuertemente reprimido” porque son fotos que ningún padre cuerdo hubiera permitido que tomaran a sus hijas.
Una lejana familiar de las chicas Liddell, bisnieta de aquella Alice, Vanessa Tait, defendió a Lewis. Dijo estar convencida de que el autor estaba muy enamorado de Alice. Si bien era “un hombre extraño” asegura estar convencida de “que nunca hubiera transgredido las reglas”. Claro que, según las reglas de entonces, la edad para el consentimiento sexual eran los doce años. Es casi imposible usar la vara de la moral actual para medir el pasado lejano. Pocos clásicos pasarían la prueba. Más allá de toda discusión válida, nos queda el simpático universo que el autor armó con sus fantasías desatadas para que Alicia reine eternamente. Así nos alejamos del “país de las pesadillas” que podría haber sido y no podemos comprobar, para rodar madriguera adentro y disfrutar de las maravillas que sí dejaron los textos de Lewis Carroll.