Una cinta prohibida y un crimen que parió un género: la singular historia de la película que “solo podía hacerse en Sudamérica”

“Snuff” son los videos de asesinatos, vejaciones o torturas. “Snuff” se llamó al film que se estrenó en los cines de Estados Unidos en 1976 y que tenía, en el epílogo, la filmación de un presunto crimen. La pieza fue un éxito de taquilla y se la conoce como la película de explotación estadounidense por excelencia. Las peculiaridades de un film que se rodó en Argentina con actores locales y que tardó cinco años en lanzarse

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La cinta se rodó principalmente en escenarios argentinos en tres semanas del primer trimestre de 1970. La película se estrenó, adulterada, seis años después en los cines estadounidense. Nunca se pasó en Argentina
La cinta se rodó principalmente en escenarios argentinos en tres semanas del primer trimestre de 1970. La película se estrenó, adulterada, seis años después en los cines estadounidense. Nunca se pasó en Argentina

La imagen muestra a una mujer desnuda, un gesto erótico, una tijera y sangre derramada. El film se llama Snuff y está escrito en letras rojas. “La película que dijeron que nunca se podría mostrar”, titula el afiche de promoción. “Lo más sangriento que jamás haya pasado delante de una cámara”, rescata un recuadro. Debajo, el tagline, un eslogan emblemático, sugestivo, provocador: “La película que sólo podía hacerse en Sudamérica, donde la vida es barata”. La última palabra está en mayúsculas. Que la vida es barata es un desprendimiento del imaginario estadounidense que supone que en Sudamérica perduran civilizaciones anárquicas o salvajes donde se comercializan las muertes, los órganos. Lo barato fue el costo de producción: poco más de veinte mil dólares, que recuperaron los productores originales cuando vendieron el nombre original del film. Porque al principio no fue Snuff, sino The Slaughter. Pero eso apenas reviste un detalle: la historia del género cinematográfico que nació (en Sudamérica y) en Argentina esconde infinidad de matices.

La raíz está en Charles Manson. Ese líder mesiánico, falso profeta, gurú de un culto hippie, patrón de una secta criminal, que convenció, con su carisma y sus delirios, a sus seguidores -almas perdidas, jóvenes marginados- para que perpetraran masacres como resguardo de una inminente guerra racial. El 8 de agosto de 1969, tres mujeres de 21, 22 y 23 años del clan Manson mataron a la actriz Sharon Tate, al bebé de ocho meses que llevaba en su vientre, a cinco de sus amigos y al matrimonio de Leno y Rosemary LaBianca. Lo hicieron, con salvajismo y crueldad, en una mansión de Los Ángeles, en las narices de Hollywood.

Charles Manson y su secta penetraron en la cultura estadounidense con virulencia. El caso, en días de hippismo, revolución sexual y auge del binomio paz y amor, rompió la idiosincrasia de comienzos de los setenta. La industria cinematográfica tomó nota. Ese hombre insignificante de 1,57 metros de altura, concebido en un encuentro casual entre una trabajadora sexual alcohólica y un obrero sin voluntad de paternar, delincuente precoz y discreto, dueño de una mirada diabólica, fundador de un culto satánico, mentor filosófico de mujeres bellas, autor intelectual del asesinato de cuarenta puñaladas de Sharon Tate, actriz y pareja del director de cine Roman Polanski, parió un nuevo subgénero: Manson fue inspiración para las películas de la época.

El film es recordado por la historia del cine como el primero en el que se filmaron los “asesinatos reales” en escena

Hubo en exceso. Jack Bravman entendió que el tema no se había agotado. Era un canadiense con legajo en la industria: actor, productor, director, escritor, representante de artistas. “Bravman había encontrado un negocio muy redituable haciendo películas que pasaban sin mucho margen los comités de censura”, dice Santiago Calori, que se autodefine como guionista, investigador y un poco documentalista, en su portal Míralos morir. Calori brinda el contexto de la industria hacia finales de la década del sesenta. El cine porno estaba prohibido en los Estados Unidos, pero tampoco tanto. Había cierto margen de laxitud y flexibilización. Cada jurisdicción imponía sus propias fronteras morales. Nueva York era la meca de la procacidad.

Lo que se prohíbe, se cotiza. “Empezaron a proliferar una serie de películas donde había escenas de sexo simulado. Esta nueva variante de sexploitation se distribuía casi exclusivamente en el Estado de Nueva York en un circuito de autocines y cines de mala muerte con dueños independientes”, grafica Calori. Los distribuidores vieron la veta. Comprar películas extranjeras para adulterarlas, sexualizarlas y reestrenarlas con una promoción cautivante, fastuosa: un rulo virtuoso que genera sus dividendos. Incluyeron primero piezas eróticas, después escenas de sexo violento. “Era claro que estaban probando los límites de lo que pasaba y lo que no -entiende Calori-. Y en Nueva York, la moral estaba bastante laxa: estas películas se proyectaban sistemáticamente en la calle 42, a la altura de Times Square que por aquel entonces no era ese ‘Disneyland a cielo abierto’ que es hoy sino un lugar sórdido, con prostitución, proxenetismo, drogas y diez cines por cuadra”.

Jack Bravman era amigo de Michael Findlay. Bravman era distribuidor. Findlay era director. Había trabajado como camarógrafo y editor de noticieros: fabricaba historias con naturalidad. Lo hacía rápido y lo hacía solo. Vendía producciones propias bajo un seudónimo. Era un gerente del cine de explotación de mediados de siglo XX. Producía, a granel, piezas de bajo presupuesto que respetaban un propósito monetario: perseguía el éxito comercial y la penetración cultural, a costa de la excelencia estética o la calidad artística. Findlay tenía una novia predispuesta, Roberta. Ella hacía lo que hiciera falta, llenaba el hueco que hubiese, en cámara o no. En “Mi marido me obligó a hacerlo. Le dije: ‘No sé cómo hacer esto’. Y él dijo:’”¿Ves este botón? Sólo presiónalo y dispara lo que veas’. Y yo dije: ‘De acuerdo’. Así es como empecé. La primera película que rodé fue Snuff en Argentina”, acreditó en una entrevista con la revista Komplex.

Clao Villanueva y Mirta Massa, ganadora de un certamen de belleza internacional de 1967, en una parte del rodaje en el Delta del Tigre
Clao Villanueva y Mirta Massa, ganadora de un certamen de belleza internacional de 1967, en una parte del rodaje en el Delta del Tigre

Bravman -dice Calori- tenía aceitado el circuito de inversores. Sabía cómo financiar una película y cómo recuperar la inversión. Le presentó un proyecto ambicioso a Findlay: rodar una película sobre el clan Manson en Buenos Aires, donde podría aprovecharse de los recursos de una industria robusta a un costo módico. Tampoco pagaría los pasajes aéreos. Bravman canjeó los boletos por un paneo en el rodaje con una aerolínea chilena que, incluso, le permitió quedarse de vacaciones en Brasil. Calori sugiere que Aerolíneas Argentinas también pujó por esa oportunidad de publicidad solapada. “Nada de esto se pudo probar con exactitud, tampoco de dónde salió la plata para filmar, ni qué podía llevar a un productor y dos directores exploitation yanquis a aventurarse a la Argentina de Lanusse”, ilustra el guionista en su texto.

En febrero de 1970 llegaron al país Jack Bravman, Michael y Roberta Findlay. Michael odiaba viajar en avión. Tardó una semana en superar la angustia del largo vuelo y tres en terminar de grabar la película. Walter Sear pensó la idea macro. Michael escribió el guión y dirigió. Roberta fue la directora de fotografía. Jack Bravman, el productor general. Ninguno era el mejor en lo suyo. Horacio Fredriksson, distribuidor, productor de cortos publicitarios y propietario de Delta Films, ofició de enlace. Proveyó su estudio, sus equipos, contrató al personal técnico -cobraron sueldos entre sesenta y quince dólares por semana- y postuló a gran parte del elenco. Margarita Amuchástegui, su secretaria personal, modelo publicitaria, con escasa experiencia en un set de filmación, personificó a Angélica.

Michael Findlay hizo de un detective y Roberta actuó de Carmela. Clao Villanueva interpretó a Horst Frank, Alfredo Iglesias al padre de Horst, Ana Carro a Ana, Liliana Fernández Blanco a Susanna, Enrique Larratelli a Satán, Aldo Mayo a Max Marsh. El elenco argentino se completó con Mirta Massa, ganadora del certamen de belleza Miss International Beauty 1967 y actriz principal del film, en la piel de Terry London. La trama no disimula la musa. Mujeres procaces, salvajes y sombrías (Angélica, Ana, Susanna) que le rinden obediencia y pleitesía a un líder de culto (Satán) deben planificar un ritual de sacrificios para alimentar la fuerza espiritual de su credo y concentran su misión en una joven actriz (Terry) que cursa un embarazo. Cualquier parecido con la realidad -con el caso Charles Manson, con el crimen de Sharon Tate- no es pura coincidencia.

Clao Villanueva junto a Mirta Massa en una escena filmada en los estudios de Horacio Fredriksson, el enlace argentino con la productora estadounidense
Clao Villanueva junto a Mirta Massa en una escena filmada en los estudios de Horacio Fredriksson, el enlace argentino con la productora estadounidense

Michael Findlay confundió a los inversionistas. Les habló de crímenes, asoció esos crímenes a un clan bajo el estereotipo Manson, ubicó a la secta en Argentina, replicó la premisa occidental de que los jerarcas nazis se refugiaron en Argentina, imaginó a un líder satánico matar con crueldad a su familia nazi, sembró la consigna de una reconversión del profeta del mal, sugirió una declaración política como moraleja. Todo un divague. La película no aborda ninguno de estos componentes. Roberta cree que tal vez esas ideas se diluyeron en el doblaje.

Los actores argentinos hablaban español. Margarita Amuchástegui tiene 74 años y sigue viviendo en Vicente López. Solo había rodado escenas en la película Este Loco Verano con Los Iracundos, estrenada en 1970, una pieza musical de cine. No era actriz. Era solo una secretaria bella y dispuesta. Sus recuerdos de Snuff son difusos. “Horacio tenía contacto con esta gente y a mí y a varios que yo ya conocía nos propusieron hacer esta película. Mucho no sabíamos porque ellos iban a filmar una parte acá y todo el resto en Estados Unidos. Era joven, vivía sola y necesitaba dinero. Pero ni me acuerdo si fue bien pago. Supongo que sí”, relata. Dice que no le pareció extraño el nexo con productores extranjeros porque su jefe había colaborado con ellos y aduce que no tenía conocimiento de la historia ni del guión. “Nos decía ‘hay que hacer esto y lo otro’. Era todo bastante rudimentario. Además, como no éramos actrices consagradas tampoco creíamos que fuera a ser una gran película la que estábamos haciendo”, consigna.

No conserva en su memoria la fisonomía de los actores extranjeros ni de los directores. El vínculo fue distante y corto. Cree que no duró más de una semana el rodaje. “Filmamos en el Tigre y supongo que en algún estudio de Horacio. Sé que había escenas violentas, con cuchillos, como que nos matábamos”, reconstruye. El paisaje argentino se vislumbra, efectivamente, en una isla del Tigre, en el Delta del Río Paraná, en el aeropuerto de Ezeiza, en las arterias de la ciudad de Buenos Aires y en la antigua Ciudad Deportiva de Boca Juniors, el predio ubicado en la Costanera Sur porteña. Pero la identidad nacional se materializa en un detalle involuntario: en la secuencia de un asesinato en un almacén rural, las latas de galletitas Bagley decoran el fondo.

Margarita Amuchástegui hizo de Angélica y Enrique Larratelli de Satán, el líder de la secta. Gran parte del elenco del film se nutrió de actores argentinos
Margarita Amuchástegui hizo de Angélica y Enrique Larratelli de Satán, el líder de la secta. Gran parte del elenco del film se nutrió de actores argentinos

Margarita actuó, cobró y se desentendió. Recién vio la película tres décadas después, cuando su hija la consiguió en un refugio de cine alternativo de Europa. “Creo que nosotros no sabíamos que era tanto asesinato y toda esa otra cosa, porque no sé si lo hubiese hecho”, dice. Lo que popularizó al film fue lo que Margarita define como “esa otra cosa”. Tres semanas en Argentina fueron suficientes. En Nueva York se rodaron piezas complementarias, se instrumentó el doblaje y se terminó la obra en postproducción. El ángel de la muerte se denominó para el mercado latinoamericano; The Slaughter (“La matanza” en su traducción más fiel) para el resto del mundo. La pieza estaba lista hacia comienzos de 1971, aportó en su blog el crítico y cinéfilo obsesivo Federico Garzón Noguera.

Pero la película era tan desechable, asquerosa y prescindible que no hubo distribuidor que pudiera subirla a cartelera. “El contenido violento incluye una escena poco convincente en la que se cortan los dedos de los pies, hecha a medida para los fetichistas de los pies, un par de apuñalamientos poco convincentes y varias muertes por estrangulamiento poco convincentes. El contenido sexual incluye una escena realmente vulgar en la que una adolescente observa a un granjero ordeñar una vaca durante largos e incómodos minutos antes de ser violada”, argumenta Bryant Frazer, actor y crítico de cine estadounidense en su blog personal. Las técnicas estilísticas de los Findlay -dice Frazer- funcionaban en sus películas marginales, pero en esta narrativa más ambiciosa, sus prácticas socavaron el producto final.

The Slaughter no llegó al cine y Michael y Roberta se divorciaron. “Pero lo que podría hacer de Snuff la película de explotación estadounidense por excelencia es lo que le sucedió después de que los Findlay terminaran con ella”, presenta Frazer. Michael soltó su obra. Roberta retomó su relación con el productor de cine porno Allan Shackleton, director de Monarch Releasing Corporation, quien compró los negativos del film. Le vio potencial. Sabía cómo aprovechar las cintas despreciadas. Conocía las tendencias, los vericuetos, la permeable moral de la industria.

El afiche con el que se distribuyó la película con el agregado final
El afiche con el que se distribuyó la película con el agregado final

Los videos de asesinatos, vejaciones, suicidios o torturas tienen un nombre: snuff, en relación al término snuff off que significa apagar. El morbo atrapa y paga. Los productores, distribuidores y directores de cine interpretaron que recrear estas situaciones de violencia y mezclarlas con dosis de sexo hardcore era redituable. Las películas snuff suponen un género en sí mismo: la distribución comercial clandestina de crímenes reales. No hay registros verídicos de que exista tal cosa: el imaginario de que en grupos exclusivos, encumbrados, reservados y fuera de los márgenes de legalidad circulan filmaciones de asesinatos auténticos se reduce a la categoría mito urbano, un enigma que nadie parece dispuesto a resolver.

La industria cinematográfica se retroalimenta de este incierto. Los asesinatos fingidos se volvieron un recurso cliché en cintas ávidas de recompensa económica. La muerte como pornografía, el crimen como usina de placer, la crueldad como entretenimiento, el morbo como objeto de comercialización. Hacia la década del setenta, en los sets y en las salas de cine del suburbio neoyorquino, se propagaba un rumor: películas snuff que llegaban desde México y Sudamérica. Allan Shackleton parió una idea: le ordenó a su socio Carter Stevens que inventara un nuevo final en la película filmada en Argentina.

Prestó su casa (su estudio donde grababa películas para adultos), contrató actores locales y al realizador Simon Nuchtern para que rodaran la secuencia final del film. El nuevo epílogo dura menos de cinco minutos y muestra cómo una actriz es violada, torturada, asesinada y mutilada por un director de cine. El cierre no entabla relación con la trama y los créditos se omiten. El corte de la cinta es abrupto y sugestivo: insinúa que el crimen es un hecho real, una revelación involuntaria.

Un recorte del epílogo de la película agregado luego de que el film se presentara ante los distribuidores con pésima recepción. Esos cinco minutos le valieron la trascendencia
Un recorte del epílogo de la película agregado luego de que el film se presentara ante los distribuidores con pésima recepción. Esos cinco minutos le valieron la trascendencia

La guardó durante cuatro años. Craneó una campaña publicitaria: planeó su lanzamiento, compró la benevolencia de las críticas de cine, pagó por falsas manifestaciones en contra, puso de slogan “La película que sólo podía hacerse en Sudamérica, donde la vida es barata”. Para entonces, la denominación original The Slaughter ya había sido vendida por el productor Jack Bravman y el director Michael Findlay. Shackleton debía renombrarla. No apeló a la sutileza: le puso Snuff. El 16 de enero de 1976 se estrenó en cines de Indianápolis y Philadelphia. La levantaron. La pasaron en Santa Clara, California, y Saint Paul, Minnesota. La levantaron. Llegó a Nueva York, a la sordidez de la zona del Times Square.

Shackleton simuló una marcha en contra de la divulgación del film. La estrategia de marketing fue tan exitosa que, semanas después, hubo una manifestación real en la puerta de los cines de feministas enojadas con el abordaje del rol de la mujer. La mala prensa fue simplemente prensa y la película prohibida ganó notoriedad y popularidad a costa de la indignación de sus ofendidos. El secreto de Snuff era su doble moral: se promocionaba en los diarios y se pasaba en los cines comerciales pero se autopercibía clandestina e ilegal. La dicotomía del epílogo escaló. El absurdo llegó a la justicia: una investigación de la policía neoyorquina determinó que el asesinato era ficticio y certificó que la presunta víctima estaba viva.

Lo que Shackleton buscaba ya lo había conseguido: el éxito de taquilla multiplicó la inversión inicial. No sabía que había realizado la película de explotación estadounidense por antonomasia. Vivió pocos años más para regocijarse de su gesta. En octubre de 1979 murió de un infarto mientras hacía ejercicios en una plaza. En 1977, a Michael Findlay, el que le tenía pánico a volar, lo mató el rotor de un helicóptero cuando grababa en el techo de un rascacielos neoyorquino. Seis años antes, el 3 de marzo de 1971, Horacio Fredriksson había fallecido en un accidente aéreo mientras filmaba escenas de altura para el documental Fangio: una vida a 300 por hora, de Hugh Hudson. Las tres muertes ligadas a la creación de Snuff sí fueron reales.

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