Odiaba la guerra. Y la retrató como nadie. Fue el corresponsal en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial a quien más leyeron en Estados Unidos y en Europa. No habló de tácticas, ni de estrategias, ni de grandes maniobras, ni de grandes batallas, ni de figuras decisivas por su liderazgo político o militar. Habló de trincheras, de soldados, de miedo, de coraje, de valentía, de cobardías, de hazañas y mezquindades. Descubrió cómo es el alma humana en situaciones límites porque las vivió, las padeció o porque las descubrió al bucear en el alma de los soldados sin hacerse notar, sin tomar notas, en charlas simples y descarnadas.
Esos soldados lo amaban, lo saludaban al pasar y en cuanto lo reconocían, “¡Hey Ernie!”. No era difícil reconocerlo: una gran nariz debajo de un casco, las manos limpias, sin más armas que un lápiz y un cuaderno de notas en las manos, el pelo cano, el andar tranquilo, el hablar pausado. Ernie Pyle escribía para ellos. Los nombraba en sus crónicas, y decían en cuál lugar remoto o populoso de Estados Unidos habían nacido, los hacía hablar de sus pueblos, de sus ciudades, de sus barrios y de sus escuelas. Humanizó la guerra en sus crónicas en las que no había buenos ni malos, ni ganadores y perdedores, ni valientes y cobardes, ni justos o injustos. Era la guerra. Y Pyle era un gran periodista, con una trágica historia personal, que jamás pudo soportar ver pasearse a la muerte por los campos de batalla, los cuerpos destrozados bajo el sol del desierto o congelados por la nieve.
Pudo dejar la guerra atrás. En 1944 ganó el codiciado Premio Pulitzer por sus crónicas y la revista Time lo consagró con su tapa y con su epígrafe: “El corresponsal de guerra más ampliamente leído en Estados Unidos”. Pero en 1945, con la guerra a punto de culminar en Europa y a pleno en el Pacífico, Ernie Pyle, que pudo elegir su destino de consagrado y un cómodo sillón de editor en una redacción prestigiosa, volvió a la guerra. Le dijo a su mujer, con la que mantuvo una relación tormentosa de profundo amor y resignación, que si no lo hacía, si no volvía con “sus muchachos”, sus GI, sus soldados de infantería, se iba a sentir como un desertor.
Y, lo más increíble, predijo su propia muerte con asombrosa precisión.
Ernie Pyle fue famoso en la Argentina porque a finales de los años 50 y principios de los 60, Héctor Oesterheld, un extraordinario guionista de historietas que deslumbraría años después con su “El Eternauta”, editó la revista “Hora Cero” que tuvo como protagonista a un corresponsal de guerra llamado “Ernie Pike”, que era el retrato vivo de Ernie Pyle. En la guerra del Pike de Oesterheld, desaparecido junto a sus cuatro hijas durante la última dictadura, tampoco había buenos o malos, héroes o villanos, sino soldados, muchachos comunes metidos en el drama de las trincheras.
La historia de Pyle pasó casi inadvertida. Y la de su extraordinaria premonición sobre su final, también. Ernest “Ernie” Taylor Pyle había nacido con el siglo XX, el 3 de agosto de 1900, en una granja de Indiana, hijo único de una pareja de agricultores a quienes no quiso imitar. Supo desde chico que no iba a ser granjero porque, afirmaba, que todo se reducía “a ver la parte sur de un caballo dirigirse hacia el norte”. A los diecisiete años, después de graduarse, quiso ser soldado y se alistó como voluntario cuando Estados Unidos luchaba ya en Europa en la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó su instrucción como marino, llegó la paz y Pyle se inscribió entonces en la Universidad de Indiana para estudiar periodismo porque sintió desde chico que era su vocación.
Como suele suceder, no terminó los estudios porque le ofrecieron un trabajo como reportero en el La Porte Herald, un diario de Indiana. Lo hizo bien, pero duró dos meses porque el Washington Daily News le ofreció dos dólares y medio más por semana, una oferta imposible de rechazar, que Pyle aceptó. En 1925 se casó con Geraldine “Jerry” Siebolds y se largó con ella a recorrer Estados Unidos: fueron quince mil kilómetros en diez semanas, mientras Pyle enviaba al diario columnas periódicas en las que retrataba el país profundo y desconocido. En los años 30, Pyle escribió una serie de artículos fantásticos sobre la vida en Estados Unidos durante aquellos años tremendos de la gran depresión que siguió al crash financiero de 1929, y de posterior recuperación económica bajo la presidencia de Franklin Roosevelt, que asumió su primer mandato en 1932.
Otras grandes plumas, John Steinbeck en “Viñas de ira” para citar sólo un ejemplo, habían reflejado el drama de las familias rurales americanas en forma de novela. Pyle lo hizo a través de vigorosos y fieles retratos de época. Ya era entonces un periodista reconocido con una historia sentimental vecina a la tragedia. Su mujer empezó a padecer en 1937 profundas depresiones, algún tipo de alteración mental que la hundió en un consumo masivo de tranquilizantes y alcohol. El propio Pyle se volcó al alcohol y la pareja luchó a su modo porque sobrevivieran los tres, ambos y el matrimonio. Los ataba una profunda relación de amor y fueron a vivir a Albuquerque, Nuevo México, en un intento por rehacer sus vidas. Fue muy difícil. “Jerry” intentó suicidarse dos veces, la primera, con el horno de gas de la cocina; la segunda, se cortó el cuello con unas tijeras. No se divorciaron porque se amaban con intensidad, pero desde 1940, ya con la Segunda Guerra en marcha, vivieron juntos sólo en los breves lapsos en los que Pyle estuvo en Estados Unidos.
Ese fue el año de la transición. Pyle estaba en una especie de descanso sabático, de visita en casa de amigos en Florida, cuando Alemania invadió Francia. Había regresado de una gira por América Central en la que hizo lo que sabía hacer: hablar con la gente y escribir seis columnas por semana. Le sorprendió la falta de reacción, o la aparente falta de reacción, de los americanos ante la guerra europea, escaldados como estaban por la participación de Estados Unidos en la guerra anterior que había dejado miles de muertos. A Pyle le fascinaba el conflicto y quería verlo con sus ojos. Logró el visto bueno de su editor y viajó a Londres, bombardeada por la fuerza aérea nazi, para retratar paso a paso la “Batalla de Inglaterra”, que se peleaba en los cielos. Buscaba también, aliviar de alguna forma su espíritu castigado: la experiencia no lo cambió, pero lo convirtió en el corresponsal de guerra más leído en Estados Unidos.
Inglaterra lo sorprendió: llegó en diciembre de 1940 y se enamoró de ese país al que entrevió, entre los paisajes y su gente, como “sacados de una novela de Dickens”. Descubrió que, pese a las bombas nazis, Londres todavía conservaba su bullicio y su algarabía; los puentes en el Támesis seguían intacto; hasta el legendario Big Ben permanecía en pie aunque, notó en una de sus crónicas, ya no marcaba las horas. Días después de su llegada fue testigo de uno de los grandes ataques aéreos nazis con bombas incendiarias. Describió con asombro “todo el horizonte de la ciudad bordeado de grandes incendios; decenas, tal vez cientos de incendios (…) La escena más hermosa y más odiosa que he visto jamás”.
Como siempre, su pluma giró hacia la gente y habló, y elogió conmovido, a los héroes anónimos que corrían por los tejados para apagar las bombas incendiarias con arena; a quienes luchaban impotentes frente al derrumbe de los edificios. Llevó a sus lectores estadounidenses, y, en carne viva, la determinación de los británicos de no rendirse y el espanto que provocaban los alemanes. Escribió: “Londres está atravesado por grandes incendios, sacudido por grandes explosiones, sus regiones oscuras a lo largo del Támesis, brillando con las puntas candentes de las bombas; todo cubierto por un cielo rosado en el que estallan proyectiles, se mecen globos aerostáticos, vuelan bengalas y chirrían feroces los motores”. Cuando Londres parecía perdida, o a punto de perderse, Ernie Pyle dijo a sus lectores que la ciudad y Gran Bretaña iban a sobrevivir.
A su regreso de Londres fue aclamado. A los cuarenta y un años era ya un periodista veterano no por edad, sino por experiencia. El éxito le pareció excesivo; después de todo, había empleado los cinco sentidos de un periodista: estar, ver, oír, preguntar y pensar. Y un sexto: contar. Un editor le propuso editar sus columnas londinenses en forma de libro que se publicó avanzado 1941, “Ernie Pyle in England” y que dedicó: “A esa chica que esperó”. Se retiró a Albuquerque para cuidarla, porque Jerry estaba cada vez más hundida en la depresión y en sus tendencias suicidas. Planificó enseguida un nuevo viaje que lo llevaría a Asia: China, Filipinas y las Indias orientales Holandesas en noviembre de ese año pero, por consejo del Departamento de Estado, lo postergó en el último minuto. Un mes después, Japón atacó Pearl Harbor y Estados Unidos se vio de nuevo inmerso en otra guerra.
En vez de ir a Asia, viajó a California porque los rumores hablaban de una flota japonesa anclada en el Pacífico dispuesta a invadir Estados Unidos. Se aburrió durante largas semanas en las que su matrimonio volvió a hacer agua a raíz de sus largas ausencias. Decidió volver a Inglaterra y, en agosto de 1942, escribió una serie de artículos sobre la vida de los soldados estadounidenses y sus relaciones con los británicos que no se deslizaban por un mar en calma. En noviembre de ese año, Pyle tomó parte con los soldados aliados de la invasión al norte de África. Tenía entonces cuarenta y dos años, era delgado, pequeño de estatura, su pelo canoso era un faro ni bien se sacaba el casco, y era buscado por soldados y oficiales: tenía una facilidad fantástica para hacerse de amigos, o para ganarse la confianza y la amistad de las tropas, que querían que sus nombres aparecieran en los diarios para que en casas supieran que estaban todos bien.
Pyle escribió artículos sobre cada una de las fuerzas armadas, sobre sus misiones y sus códigos casi inescrutables, pero siempre sintió mayor simpatía por los soldados de la infantería. Se la retribuyeron. A las tropas les gustaban las columnas de Pyle. Un teniente del Sexto Cuerpo de Ejército, Charles Marshall, escribió en su diario: “Son bastantes buenas: atrapan el espíritu. No hay nada falso”. Pyle nunca ocultó el daño tremendo que la guerra dejaba en el cuerpo y la mente de los hombres, pero evitó describir lo que lo atormentaba: la espeluznante visión de los cuerpos destrozados; no hundió su entrenado bisturí en esas heridas y tampoco ocultó el sufrimiento que la guerra deparaba a los soldados. Citó en una columna una charla con el tripulante de un tanque, dos horas antes de ver, desde una colina, como el tanque de su entrevistado era volado por la artillería enemiga. Nombraba a la gente y a sus unidades por su nombre, lo que llenaba de orgullo a las tropas. Explicó que sentía “una enorme lealtad a la Primera División” junto a la que estuvo durante seis meses. Y reflexionó: “Es un poco triste porque se van los hombres y vienen nuevos, y se van y vienen otros hasta que, al final, sólo queda el número de la división. Mientras tengamos ejército, la Primera División existirá, aunque los amigos que tengo en ella tal vez no”. Su visión humanista en medio de la destrucción alcanzó, algo insospechado, a las tropas enemigas. El 10 de mayo de 1943, el Washington Daily News publicó un artículo de Pyle que ofrecía su visión sobre los alemanes: “Humanos como cualquier otro, amistosos, y un poco vanidosos también”.
Cuando terminó la campaña de África, o su misión en ella, se sumó a la invasión estadounidense y británica a Sicilia, el primer paso aliado en la Europa ocupada por los nazis. Era julio de 1943 y Pyle estaba agotado, lo definió como “un estado de embotamiento mental”. En agosto volvió a casa para recuperarse. Era una celebridad nacional. Sus artículos de guerra fueron recogidos en otro libro, “Here is your war – Story of G.I. Joe - Aquí está tu guerra – Historia del soldado americano”. Pyle fue tentado a dar charlas y conferencias y a vender bonos de guerra mientras el libro se imprimía en seis ediciones con permiso especial del gobierno porque el papel estaba racionado. Sus columnas, aquellos vivos retratos de guerra, que se publicaban en cuatrocientos diarios y trescientos semanarios, tuvieron un enorme peso social.
Pyle podía entrevistar a un general de cuatro estrellas, el campechano Omar Bradley, por ejemplo, pero su pluma y su corazón estaban con los soldados de infantería: “Son los muchachos de barro, la lluvia helada y el viento. Aprenden a vivir sin las cosas indispensables. Y al fin de cuentas, son los tipos sin los que es imposible ganar las guerras”. John Steinbeck, que era un entusiasta de Pyle, que había pintado el gran fresco de la sociedad americana en crisis en “Viñas de Ira” y lo haría de nuevo con “Al este del Paraíso”, que ganaría el Nobel de Literatura en 1962, captó enseguida la intención periodística de Pyle: “Hay una guerra de mapas, de estrategia, de generales, de divisiones. Y hay otra guerra de los hombres que extrañan el hogar, que son graciosos, violentos, comunes y corrientes, que lavan sus calcetines en los cascos, se quejan de la mala comida y son dignos y valerosos. Esa es la guerra de Ernie Pyle”.
Los dones de Ernie como periodista iban incluso más allá. En 1944 escribió que los soldados de tierra debían recibir una “paga de combate”, como los pilotos, porque su tarea no era inferior. Provocó un cuasi escándalo que terminó cuando el congreso estadounidense aprobó una ley que establecía una paga extra del cincuenta por ciento a los soldados que combatían. Se conoció como la “Ley Ernie Pyle”.
El descanso en Albuquerque le pareció ominoso. Estaba atado al destino de las tropas americanas en Europa, sentía atracción por aquella hecatombe a la que detestaba, por aquellos hombres valerosos a los que aspiraba a igualarse. En diciembre de 1943, con los dientes de la culpa que lo corroían, Pyle volvió a Europa. En los siguientes tres meses, ya iniciado el crucial 1944, escribió las que tal vez sean sus mejores crónicas de guerra. Tomó partido definitivo por la vida del soldado y casi lo matan en un bombardeo a las playas de Anzio, cerca de Roma: aquel hombre jugaba a las escondidas con la muerte. Regresó a Inglaterra a sabiendas de que era inminente el gran desembarco aliado en el continente.
En mayo lo sorprendió el codiciado Premio Pulitzer que le concedieron “por su distinguida correspondencia de guerra durante 1943″. Al mes siguiente, los aliados invadieron Europa por Normandía. La idea de Pyle era la de llegar al continente días después del desembarco, pero el general Omar Bradley lo invitó a ver todo desde el puente de mando de su buque insignia, “Augusta”. Así que al día siguiente de las sangrientas batallas libradas en las cinco playas de la costa normanda elegidas, y capturadas, por las fuerzas aliadas, Pyle caminó las arenas ensangrentadas de la Olaya “Omaha”: “Tanques sumergidos, botes volcados, camiones quemados, jeeps destrozados y pequeñas y tristes pertenencias personales estaban esparcidas por esas arenas amargas”. Se quedó en Francia dos meses hasta que el drama de la guerra, jóvenes muertos, cuerpos destrozados, sangre, destrucción, volvió a herirlo: regresó a Estados Unidos entrado el otoño boreal de 1944. Lo recibieron como a un héroe, como a un tipo que peleaba una guerra sin más armas que su astucia como periodista y su capacidad para narrar. Uno de sus amigos reveló sorprendido parte de la técnica de Pyle: parecía hablar de cosas sin importancia, vagaba entre las tropas y charlaba con los soldados a lo largo de días, no tomaba notas pero podía recordar conversaciones enteras palabra por palabra; después se encerraba y escribía sus columnas fantásticas.
El descanso también le duró poco esta vez. Ahora quería dedicarse al único escenario en el que la guerra seguía con intensidad: el Pacífico. A sus lectores les dijo que precisaba equilibrar su enfoque sobre la guerra, unilateral y centrado en Europa, y cubrir así lo que quedaba de guerra en el Pacífico. A su mujer le dijo otra cosa: “Voy simplemente porque allí hay una guerra y yo soy parte de ella. Lo supe todo el tiempo. Tengo que volver. Y lo odio”.
Partió de California en enero de 1945 en un viaje que lo llevó a Hawái, Guam y Saipán, donde escribió una serie de reportajes sobre las tripulaciones de los bombarderos B-29, las famosas “fortalezas volantes”, que tenían como objetivo principal atacar la capital del imperio japonés. En marzo zarpó con la flota aliada de invasión a la isla de Okinawa, que sería escenario de las más violentas batallas de aquella guerra en los mares del sur de Asia. Lo sobrevolaban sus pájaros negros. Fue en Okinawa donde se anticipó a su muerte. Según el historiador William Breuer, dijo a sus conocidos entre las tropas: “Esta será mi última batalla. Hay un momento en el que sentís que no podés seguir eternamente sin que te hieran. Y también siento que agoté ya todas mis chances”. Nada de eso escribió en sus columnas. Sí escribió, con cierto insospechado optimismo: “Estamos muy firmes en Okinawa, que es como tener un pie puesto en la cocina”.
El 17 de abril de 1945, cinco días después de la muerte del presidente Roosevelt, Pyle desembarcó con el 305 Regimiento, 77ª División de Infantería del ejército de Estados Unidos, en Ie Shima, conocida hoy como Iejima, una isla pequeña al noroeste de Okinawa, capturada por los aliados. Todo estaba controlado, excepto algunos focos de resistencia empecinada de las tropas japonesas dispuestas a morir, pero no a rendirse.
Al día siguiente, Pyle trepó al jeep del teniente coronel Joseph B. Coolidge, al mando de la 305, junto a otros tres oficiales que marchaban a conformar el nuevo puesto de Mando de Coolidge. El jeep y sus ocupantes fueron atacados en el camino por una ametralladora japonesa. Todos buscaron refugio en una zanja y batieron la zona de donde habían surgido los disparos. Según relató luego Coolidge, “un poco más tarde, Pyle y yo nos levantamos para mirar alrededor. Entonces otra ráfaga golpeó el camino, sobre nuestras cabezas. Miré a Ernie y vi que lo habían alcanzado”. La bala había entrado por debajo del casco y le había dado en la sien izquierda. Murió en el acto. El cuerpo quedó allí durante un buen rato, hasta que la zona estuvo segura y alguien llegara para transportarlo detrás de las líneas. Entre sus ropas, los soldados hallaron el borrador de una columna que pensaba publicar cuando terminara la guerra. Allí expresaba el horror de haber visto “hombres muertos en cantidades, en un país tras otro, mes tras mes, año tras año”.
Un capellán y cuatro camilleros llevaron el cuerpo de Pyle detrás de las líneas: fue la única vez que estuvo lejos de la acción. Su muerte, a los cuarenta y cuatro años, fue un golpe duro para los estadounidenses que todavía no se habían recuperado del fallecimiento de Roosevelt, artífice de la victoria aliada en Europa. La viuda del presidente, Eleanor, que escribía una columna, “My day (Mi día)”, en varios diarios de Estados Unidos, le rindió homenaje al día siguiente de su muerte: “Nunca olvidaré cuánto disfruté al encontrarme con él en la Casa Blanca el año pasado, y cuánto admiré a este hombre frágil y modesto, que podía soportar las dificultades porque amaba su trabajo y a nuestros hombres”. El flamante presidente, Harry Truman dijo de Pyle: “Ningún hombre en esta guerra ha contado tan bien la historia del combatiente americano como los combatientes americanos querían que se contara. Nadie sabe a cuántas personas ayudó Ernie con sus escritos, en nuestras fuerzas armadas y acá, en casa. Pero todos los saben con qué sabiduría, con qué calidez y con qué honestidad sirvió a su país y a su profesión. Merece la gratitud de sus compatriotas”.
Ernie Pyle fue sepultado en el cementerio de Ie Shima, entre los soldados caídos, en una tumba vecina a la de un ingeniero militar. Su mujer, “Jerry” Siebolds recibió una póstuma medalla de héroe en su nombre, pero murió siete meses después que él, en noviembre de 1945. En el sitio donde murió en IeShima, los soldados alzaron un pequeño recordatorio que tiene una leyenda: “En este lugar, la 77ª División de Infantería perdió a un amigo, Ernie Pyle, el 18 de abril de 1945″. Después de la guerra, los restos de Pyle fueron llevados al cementerio militar estadounidense de Okinawa. En 1949 el de Pyle fue de los primeros cuerpos en ser enterrados en el Cementerio Conmemorativo Nacional del Pacífico en Honolulu, Hawái.
Por fin, el corresponsal que odiaba la guerra y que se anticipó a su propia muerte, había regresado a casa.