¿Cuántas interpretaciones puede tener un mismo hecho? El asesinato de Kitty Genovese, una joven neoyorkina de 28 años, fue mirado de tres maneras diferentes a lo largo de los años y cada uno de esos enfoques –mayoritarios, asertivos, demasiado convencidos de sí mismos- pretendía representar un mal de época. El homicidio de la joven en un callejón oscuro de Queens, Nueva York, pretendió ser utilizado para señalar características negativas de la sociedad. El crimen atroz como resumen de los defectos de su tiempo. Fue, sucesivamente, signo de la violencia urbana, de la desidia y la falta de compromiso del hombre de la ciudad por el destino de los otros habitantes, y, por supuesto, del poder de la prensa y de la necesidad de la población de recibir explicaciones cerradas, redondas, sin matices aunque no reflejan la realidad.
A pesar de que ocurrió 60 años atrás, todavía se discute sobre las circunstancias y el significado de la violación y asesinato de Kitty Genovese.
Los detalles del crimen
La madrugada del 13 de marzo de 1964, la joven cerró el bar en el que estaba a cargo de la barra y se dirigió a su departamento en Queens. Kitty estaba cansada por la larga jornada. Se subió a su pequeño Fiat rojo y manejó sin pensar demasiado, sólo deseando llegar y acostarse. En un semáforo, un auto frenó junto a ella. Lo manejaba un hombre de su misma edad, Winston Moseley. Cuando la luz cambió a verde, Kitty siguió su camino. El hombre la siguió sin que ella, ensimismada, se diera cuenta. Al llegar al edificio en el que vivía en Queens hizo lo de siempre. Estacionó en el garaje descubierto del supermercado que quedaba a 30 metros de la entrada de su casa. Al dar unos pocos pasos descubrió que Moseley la seguía. Primero apuró el paso y luego corrió. Pero ya era tarde. El hombre era más rápido y más fuerte que ella. Se tiró encima de Kitty y la derribó. Ella quiso resistir el ataque pero recibió dos puñaladas en su espalda.
En medio del silencio de la noche, el ataque, los gritos de pedido de ayuda y de horror la joven y hasta sus gemidos de dolor se hicieron oír. Desde una ventana se escuchó un grito, grave y forzado: “¡Dejá en paz a esa chica!”. El atacante, descubierto, hizo caso. Salió corriendo, se subió a su auto y dejó el lugar. Kitty quedó en el piso, mientras la sangre formaba un lago oscuro. Se levantó como pudo. La voz no le salía, le faltaba el aire. La boca se le llenaba de sangre. No sabía que Moseley le había tajeado un pulmón. Caminó hacia la puerta más cercana pero estaba cerrada, dio la vuelta al edificio para entrar por dónde siempre lo hacía. Un reguero bordó la seguía. Agotada, cayó a los pocos metros, una vez que logró dar vuelta a la esquina. Menos de diez minutos después, el Chevrolet de Moseley volvió a aparecer. El atacante bajó del auto; llevaba una especie de sombrero de ala ancha para ocultar su cara. Merodeó un rato por el lugar. Pasó por el lugar en el que había apuñalado a Kitty, fue hasta la playa de estacionamiento, recorrió las entradas del edificio. Estaba buscando a su víctima. La encontró tirada a la vuelta del sitio del primer encuentro, a unos pocos metros de la puerta de acceso del edificio de la que ella tenía llave. Se le tiró encima y volvió a clavar su cuchillo en ella varias veces; después mientras la chica agonizaba la violó.
Al finalizar, Moseley se acomodó el sombrero, guardó el arma blanca en su bolsillo y corriendo se subió a su Chevrolet para alejarse del lugar. Unos pocos minutos después, una vecina mayor bajó para asistir a Katty. Le levantó la cabeza, la apoyó en su regazo y le tomó la mano hasta la llegada de los médicos y de la policía. Kitty Genovese murió en la ambulancia, antes de llegar al hospital.
La noticia del crimen ocupó un espacio breve en las páginas interiores de los diarios. El New York Times le dedicó un cuarto de columna, a mitad de página, en la sección metropolitana. Un crimen más en la gran ciudad.
Todo cambió 12 días después. El crimen que había pasado desapercibido llegó a la tapa del New York Times y permaneció allí varias ediciones más. Y se instaló en la conversación pública y en los estudios de conductas urbanas durante décadas.
Los testigos del horror
El titular hablaba de 37 testigos. Pero el cuerpo de la nota mencionaba 38 y ese fue el número que pasó a la posteridad: “37 personas presenciaron un crimen pero nadie llamó a la policía”, decía el impactante título. La noticia, empujada por el prestigio del New York Times, provocó una enorme conmoción en la sociedad. Firmada por el periodista Abe Rosenthal hablaba de un ataque en tres etapas y que había durado alrededor de media hora ante la pasividad de todos los vecinos. 38 personas tuvieron la posibilidad de intervenir, de detener el ataque, de llamar a las autoridades, pero se quedaron inmóviles, escuchando el ataque desde sus camas o escondidos detrás de las cortinas.
Ocho días después fue encontrado el responsable e identificado como Winston Moseley. Alguien lo denunció por unos movimientos extraños y la policía lo encontró responsable de un robo. Pronto se dieron cuenta de que su auto era el mismo que días atrás había sido identificado en el lugar del ataque a Kitty. Presionado por la policía, Winston confesó no sólo ese crimen sino otros dos asesinatos que había cometido desde principios de año. Esos dos incluían necrofilia. Cuando le preguntaron por qué lo hacía respondió que su esposa trabajaba como enfermera en el turno noche de un hospital de Manhattan y él cuando quedaba solo, salía con el auto a recorrer las calles y a buscar mujeres para matar. En un juicio posterior fue condenado a muerte pero su pena se convirtió en prisión perpetua. Murió en la cárcel a los 81 años.
El crimen estaba resuelto mucho antes de lo que los investigadores habían pensado. Hasta la confesión de Moseley, la principal sospechosa era otra: Mary Ann Zielonko, la pareja de Kitty. En esos años ser lesbiana ponía a una chica de 26 años que acababa de perder a su novia como la principal y casi única sospechosa del crimen pese a que los testigos, que hablaron, cuando en los días posteriores la policía fue a golpear sus puertas hablaron de un hombre corpulento alto de color como el atacante.
La novia de la víctima, en la mira
Zielonko fue despertada por la policía la mañana del 13 marzo para informarle que su pareja había muerto camino al hospital después de ser atacada cerca de la entrada de su hogar. Después fue llevada a la comisaría e interrogada durante doce horas. Cuando la dejaron ir le aclararon que seguía siendo investigda.
Pocos días después de la detención de Moseley, en una de las reuniones de rutina que tenían el jefe de la policía de Queens con el encargado de la sección Policiales del NYT, el comisario deslizó como al pasar: “El caso que es como para escribir un libro es el de la chica Genovese”. El periodista se interesó en la cuestión y el investigador le explicó que en su pesquisa habían encontrado 38 testigos que desde sus ventanas habían visto alguno de los episodios del ataque y que no habían intervenido. Nadie bajó a la calle, Nadie le tiró algo al delincuente, nadie- excepto ese hombre que quería dormir y detrás de una cortina le pidió que la dejara en paz- gritó para intentar detenerlo. Y nadie, dijo el policía, llamó a las autoridades hasta que las puñaladas y la violación finalizaron casi media hora después del inicio.
Cuando se publicó la nota en la portada del New York Times hablando de los 38 testigos que nada hicieron, la cuestión monopolizó las conversaciones. El caso que hasta el momento no le había interesado a nadie, que su final trágico se había considerado una de las variables de la vida en una ciudad intensa y que ni siquiera había logrado llamar la atención cuando el responsable era una especie de asesino serial, a partir de ese artículo ocupó lugar en todos los diarios del país y en los principales programas televisivos. Era el mejor ejemplo de la deshumanización de la vida urbana, de la falta de solidaridad, de la desidia hacia la vida de los otros, siempre en espera del que intervenga sea otro. El Caso Genovese se convirtió casi de inmediato en sinónimo de la falta de corazón, del desinterés y egoísmo, del habitante de las grandes urbes y de lo peor de la vida moderna.
Luego llegaron los estudios de los especialistas que lo transformaron en el Efecto Genovese o en el Efecto Espectador (Bystander Effect) que se describe como un fenómeno sociológico por el cual es menos probable que alguien intervenga en un caso de emergencia o de extrema necesidad cuando hay otras personas que lo pueden hacer que cuando está solo.
Fueron varios los sociólogos que hicieron experimentos para llegar a esta conclusión. La gente, afirmaron, espera que intervengan los otros, suponen que hay algunos más preparados para ello, temen entrometerse en algo que no es de la gravedad que aparenta.
En el caso de Kitty se sumaba otra explicación de la inacción: la gente no intervino porque creyó que se trataba de una reyerta conyugal, de una pelea de pareja, y en esos años muchos consideraban que no debían intervenir en esas cuestiones y la violencia doméstica por parte del marido estaba naturalizada. Alguien más dijo que las chicas no eran bien vistas en el edificio porque por más que ellas dijeran que eran roomates, que sólo compartían el alquiler, muchos en el consorcio sabían que eran pareja. Así que, tal vez, no les pareció extraño (ni injusto) que una lesbiana tuviera un problema en la calle.
Nace el Efecto Genovese
El caso de Kitty, el Efecto Genovese, fue utilizado por decenas de series y películas policiales en el que se remeda la situación. Un crimen grave que se puede llevar a cabo, que logra ejecutarse, por la inacción de decenas de testigos que prefieren no intervenir por temor, por negligencia o a la espera de que lo hagan otros.
También se afirmó que fue el caso que posibilitó que se creara el 911, la línea telefónica unificada para denunciar emergencias policiales.
Mucho tiempo después, uno de los hermanos menores de Kitty (ella era la mayor de 5) siguió investigando el tema. También lo hicieron algunos periodistas del New York Times. Lo que encontraron en el expediente fue muy diferente de lo que estaba consolidado en el inconsciente colectivo. Los ataques de Moseley fueron dos y no tres cómo se dijo en su época. El número de testigos es incierto. Nadie puede precisar si fueron 38 o tan solo una decena. Quedó probado también que al menos dos de los vecinos llamaron a la policía pidiendo que intervinieron por un posible ataque a una mujer. Develaron también algo que no fue dicho en su momento que el primer ataque tuvo lugar en una calle y que quienes lo presenciaron (sin advertir las puñaladas) creyeron que había finalizado con la huida del criminal. Cuando regresó, las siguientes puñaladas y la violación ocurrieron en una especie de callejón, lejos de la vista de los testigos de las acciones iniciales. Se supone, también, que a raíz de las puñaladas en los pulmones, Kitty no podía gritar, su voz era casi inaudible.
Todos estos argumentos los desplegó el hermano de Kitty en el documental The Witness.
Entonces fue el tiempo de la tercera lectura diferente de los mismos hechos. El poder de la prensa (al menos en esos años), la irrefutabilidad para muchos de sus lectores de lo dicho por un medio prestigioso e influyente y la tentación de encontrar hechos que resuman actitudes, que sirvan como ejemplos que comprueban nuestras teorías previas, nuestros prejuicios.
Los estudios y experimentos sociológicos más recientes llegaron a una conclusión absolutamente opuesta al del Efecto Genovese. Especialistas estudiaron cientos de videos de ataques y accidentes en tres grandes ciudades de tres continentes diferentes y comprobaron que la gente es más solidaria de lo que se creía, que intervienen activamente sin importar el número de personas que haya alrededor o que puede intervenir.