Aun después de haber superado la náusea, los policías de Matamoros, curtidos en las atrocidades del mundo criminal de México, seguían sin poder dar crédito a lo que les mostraban sus ojos: dentro de un caldero ennegrecido por el hollín, en un caldo de sangre, encontraron la cabeza hervida de un hombre, parte de una columna vertebral, algunos otros huesos y una herradura. Parado al lado de los agentes, con las manos esposadas, el narcotraficante Serafín Hernández, que había llevado a la policía hasta el rancho Santa Elena, tampoco podía creer lo que le estaba pasando.
Serafín había cometido el error de creerse invisible y por eso, en lugar de huir, había intentado pasar a través de un control de caminos con otros tres cómplices en una camioneta cargada con marihuana. No es que estuviera loco, sino que creía al pie de la letra lo que su jefe, el narco Adolfo de Jesús Constanzo, les decía a sus acólitos: que si cumplían el ritual de matar personas y comer sus restos nadie podría verlos.
La cabeza, se sabría después, pertenecía al estudiante estadounidense Mark Kilroy, de 21 años, desaparecido en Matamoros el 14 de marzo de 1989, casi un mes antes de ese 11 de abril que encontró a Serafín y los policías junto al caldero.
No fue el único hallazgo de ese día. Perdido por perdido, Serafín también les contó a los policías que había varios cadáveres enterrados en un sector del rancho. Por fuera de los protocolos que marca la ley, los agentes obligaron al narco que se había creído invisible y a sus tres cómplices a desenterrarlos con unas palas que había en un galpón.
Para la noche habían desenterrado quince cuerpos, todos mutilados, cuyos cerebros y otros órganos y huesos habían sido utilizados en rituales similares. Se pudieron identificar a doce víctimas, entre ellas a Killroy, pero jamás se pudo conocer la identidad de los otros.
En los interrogatorios, Serafín contó que casi todos los muertos eran narcos rivales, pero que Killroy, a quien él mismo había secuestrado, había terminado ahí por otra razón: Constanzo les había ordenado que secuestraron a un blanco que hablara inglés para hacer un ritual que les daría aún más poderes.
Frente a todos esos horrores, la cantidad de droga incautada en el rancho -que sumaba varias toneladas- quedó en un oscuro segundo plano. Los medios mexicanos -y los de Texas, de donde provenía Kilroy- se centraron en los asesinatos rituales y pronto encontraron un nombre para bautizar a la banda que los había cometido, “la secta de los narcosatánicos”.
Esa manera llamarlos era un error, porque el líder del grupo narco, Adolfo Constanzo, alias “El Padrino”, de 27 años, distaba mucho de practicar el satanismo, sino que era devoto de un culto mucho menos conocido y mucho más oscuro, a cuyos supuestos poderes utilizaba para poder llevar adelante su verdadero negocio, el tráfico de drogas, y eliminar a sus rivales.
Un cóctel de vudú y narco
Adolfo de Jesús Constanzo, de origen cubano estadounidense, nació en Miami el 1° de noviembre de 1962, pocos meses después de que su madre Delia Aurora González, embarazada, huyera de la isla en el marco de la crisis de los misiles soviéticos.
Delia tenía 15 años cuando nació Adolfo y después tendría tres hijos más, de diferentes parejas. De Miami, emigraron a Puerto Rico, donde el futuro marco fue bautizado e incluso se desempeñó como monaguillo en una iglesia de San Juan. Posiblemente fuera una cobertura ideada por su madre para que no la echaran de los Estados Unidos, porque Delia había sido criada en las creencias del Palo Mayombe, un culto desarrollado por esclavos de África Central que fueron llevados a Cuba.
Prueba de que la madre de Adolfo no había abandonado sus creencias, sino que quería profundizarla fue un viaje de varios meses que hicieron juntos a Haití, para aprender los rituales del vudú.
El Palo Mayombe, también conocido con el nombre de Congo, y el vudú haitiano no eran incompatibles, sino todo lo contrario: en los dos casos los sacrificios de animales son parte fundamental de sus rituales. Que con los años Adolfo pasara de degollar gallinas y otras aves a utilizar seres humanos habla de que hizo sus propias lecturas de esos asuntos.
Cuando tenía 20 años, el futuro “Padrino” del narco emigró a Ciudad de México con la intención de convertirse en modelo y actor, pero como no encontró muchas puertas abiertas a su vocación, comenzó a ganarse la vida lector de cartas de tarot, sanador, clarividente y mago.
Tuvo un éxito inesperado, lo que le valió que pronto buscaran sus servicios personas de alto poder económico, desde políticos y empresarios hasta actores y actrices, a los que no demoraron en sumarse algunos jefes narcos.
Con ellos también empezó a practicar los rituales que había aprendido en la infancia, con sacrificios de animales que iban desde ovejas y pollos, hasta cebras, serpientes y caballos. Con ellos, aseguraba, se obtenía poder para obtener lo que cada cliente se proponía.
Le iba realmente bien, pero el contacto con el mundo del narcotráfico -y el dinero que movía- lo tentó a combinar el ocultismo con la droga. Intentó asociarse a algunos de sus clientes que se dedicaban al narco, pero no tuvo suerte. Si quería hacer lo que se proponía debía cambiar de escenario. Así fue como se trasladó de la capital mexicana a Matamoros.
Lo siguieron tres de sus hombres más fieles, Omar Orea, Jorge Montes y Martín Quintana. Y también una estudiante estadounidense de Antropología llamada Sara Aldrete, que había llegado a México para estudiar las culturas indígenas pero se había vinculado a una familia narco, los Hernández.
Cuando Sara conoció a Adolfo decidió cambiar de bando y pronto se convirtió en su pareja y principal colaboradora, la temible “Madrina”.
El poder de los muertos
En Matamoros, “El Padrino” montó su cuartel general en el rancho Santa Elena y desde allí montó su red de narcotráfico. Para lograrlo, se enfrentó a las bandas que operaban en la región, a las que les fue ganando espacio en muy poco tiempo.
Constanzo siempre creyó que esas victorias no se debían solamente al poder de fuego de su banda sino otro poder mucho menos visible y estruendoso, el de los espíritus de los muertos que sumaba en sus sacrificios humanos y las pócimas que preparaba con sus cadáveres.
El ritual con el que fue asesinado Mark Kilroy muestra cómo operaba. Después de secuestrarlo, ya en el rancho, Constanzo y sus hombres lo torturaron y lo violaron hasta que finalmente lo mataron dándole un machetazo en la nuca.
Dejaron descomponer el cuerpo durante casi un mes, le cortaron la cabeza y después, insertando un cable en la columna vertebral, la desprendieron del cuerpo. También le amputaron las piernas desde las rodillas.
La cabeza de Kilroy fue a parar el caldero junto con parte de la columna y los huesos amputados de las piernas, para hervir todo en la propia sangre del muerto, mientras que el resto del cuerpo fue enterrado en un área del rancho donde la banda tenía un verdadero cementerio de víctimas.
Beber la pócima que salía de toda esa mezcla -a la que se sumaba una herradura- era lo que, decía Constanzo, hacía a sus hombres poderosos, invisibles e invencibles.
Esa fórmula sirvió para que Serafín Hernández y sus tres compañeros se hicieran invisibles para la policía, pero lo cierto es que “El Padrino, “La Madrina” y no pocos de sus cómplices lograron esfumarse. No por volverse invisibles, sino porque huyeron a tiempo a Ciudad de México, donde tenían propiedades y “casas seguras” en previsión de malos tiempos.
La última orden
En la capital mexicana, Constanzo, Sara Aldrete, Omar Francisco Orea Ochoa, Martín Quintana Rodríguez, y Álvaro de León Valdés, alias “El Duby”, se refugiaron en un departamento de la calle Río Sena de la colonia Cuauhtémoc, muy cerca del Paseo de la Reforma.
Allí se enteraron por los diarios y la televisión de que, al descubrir el ritual que la banda había usado con los asesinados de Matamoros, ahora la policía les adjudicaba también una serie de muertes ocurridas en el Distrito Federal, ocurridas antes de que la banda se fuera de allí.
Además, por viejas rivalidades, la ciudad no era un territorio seguro para Constanzo y los suyos: había más de un jefe narco con vinculaciones policiales que no dudaría en denunciarlo para tomarse revancha o, simplemente, sacárselo de encima.
La información sobre el paradero y los movimientos del “Padrino” corrieron como un reguero de pólvora en el submundo narco, de donde no demoró en convertirse en un dato cierto para las autoridades.
El 6 de mayo de 1989, el edificio de la calle Río Sena donde estaba el departamento de Constanzo y los suyos amaneció rodeado. Tres de los miembros de la banda fueron atrapados cuando tuvieron la peregrina idea de salir caminando porque, al ser invisibles, la policía no los vería.
En cambio, Constanzo, Sara Aldrete, otro cómplice de apellido De León y Quintana Rodríguez decidieron resistir. Además de disparar contra la policía con el arsenal que guardaban en el lugar, comenzaron a quemar fajos de dinero en una estufa y a arrojar una lluvia de billetes por las ventanas con la intención de crear confusión. No les dio resultado.
“El Padrino” no estaba dispuesto a dejarse detener y terminar en la cárcel. Cuando las balas se estaban agotando y se supo definitivamente perdido, le ordenó a De León que los matara a él y a Quintana Rodríguez. Al principio, el hombre no quería hacerlo.
-Si no me matas, sufrirás en el infierno – lo amenazó entonces Constanzo.
Aterrorizado por ese eterno futuro ardiendo en las llamas, el hombre disparó, primero a Constanzo y después a Quintana, antes de entregarse con “La Madrina” a la policía.
Sara Aldrete nunca confesó su participación en los asesinatos y el tráfico de drogas de la banda de Constanzo, y sostuvo siempre que no sabía nada de eso y que apenas estaba iniciando el proceso para ser integrante del culto.
Años después escribió su autobiografía, Me dicen la narcosatánica, que fue un éxito de ventas.