La historia es tremenda. Es siniestra también, y es aciaga y amarga, lúgubre y desdichada. Es de esas historias cruentas y atroces que pintan una época, un mundo, un universo pequeño e inhumano. Y es, también, una historia extraordinaria porque es mentira.
El pequeño universo es la Unión Soviética bajo el rigor del dictador José Stalin. ¿Qué tan brutal fue la dictadura de Stalin? No basta sino leer a Alexander Solyenitzin y su “Archipiélago Gulag” para tener una idea fiel, pero aun así remota, de los crímenes que desarbolaron varias generaciones de soviéticos que no pensaban como quería el poder. El británico Simon Sebag Montefiore, su gran biógrafo, cuenta que Stalin usaba para firmar los documentos importantes uno de aquellos lápices de mina muy gruesa, roja por un lado y azul por el otro. El color dictaba la sentencia. Si la firma de Stalin estaba garabateada en azul, era sí; en cambio, si la firma era roja…Y cuenta Montefiore que en una noche de borrachera, en la que corrió el vodka como el agua en los departamentos del Kremlin, Stalin firmó tres mil sentencias de muerte con el lápiz rojo: tres mil en una sola noche de juerga y placer. Todas se cumplieron.
En esa URSS, vive un chico de trece años, Pavel Trofímovich Morózov. Es el año 1932, cuando la colectivización de las granjas y de las cosechas ordenada por Stalin genera resistencia primero y hambre después, porque Stalin ordena que el grueso de la producción agrícola sea enviada a Moscú para una “justa distribución”. Y también ordena que la producción de las tierras y granjas que se negaban al disparate, fuese capturada por las tropas del Ejército Rojo, fusil en mano. Es la medida que condenó a Ucrania y a los ucranianos al hambre y a la muerte de entre tres y cuatro millones de personas.
Pavel (Pablo) nació y vive en una familia de campesinos pobres de Guerásimovka, una aldea a trescientos cincuenta kilómetros de Ekaterimburgo, que entonces era conocida como Sverdlovsk. En plena colectivización y según la historia oficial, Pavel, pese a su edad, es ya un joven pionero de la Juventud Comunista: lidera a los jóvenes de su escuela, luce en el cuello el rojo pañuelo de los líderes, y pone a la URSS por encima de todo, incluso de su familia.
Pavel se presentó un día ante las autoridades de la policía política soviética, conocida entonces como OGPU -Directorio Político Unificado del Estado-, para denunciar que su padre, Trofim Morózov falsificaba documentos y los vendía “a bandidos y enemigos del Estado soviético”. Trofim Morózov era el presidente del soviet del pueblo, por lo que su delito era mucho más grave. Lo condenaron a diez años de servicios forzados en un “campo de trabajo”, uno de los gulags que tan bien retrató Solyenitzin.
La familia de Pavel condenó al chico delator. La historia oficial dijo que su abuelo, su abuela y uno de sus tíos, lo apresaron junto a su hermano menor, Fiodor, de nueve años. Los llevaron a un bosque y les cortaron la garganta con una sierra. El 4 de septiembre de 1932, los cadáveres de los dos chicos fueron hallados en la espesura, como dos animalitos, desenterrados a medias por los lobos. Toda la familia Morózov, excepto la mamá de los dos chicos, fue apresada por la OGPU y condenados a “la máxima medida de defensa social”. Los fusilaron a todos.
El drama de Pavel se hizo leyenda. Desde su terrible muerte pasó a ser Pavlik (Pablito), convertido en celebridad nacional. Stalin lo consagró mártir y promovió su culto civil a través de carteles que tapizaron las paredes del país y las de las escuelas; a Pavlik le hicieron estatuas y muchos centros juveniles y escuelas adoptaron su nombre. En la capital de su región, Sverdlovsk, la vieja Ekaterimburgo donde en 1918 habían sido asesinados el derrocado zar Nicolás II, su mujer, Alejandra y sus cinco hijos, levantaron un museo en honor del chico héroe al que peregrinaban jóvenes estudiantes de toda la URSS, que escribían fervorosos poemas, y se fotografiaban en el aula donde había estudiado Pavlik. Hasta el genial cineasta Sergei Einsenstein le dedicó una película, “El prado de Bezhin” que, sin embargo, nunca fue estrenada. Se supone que Einsenstein trataba a los personajes hostiles a Stalin con cierta benevolencia, detalle que a las autoridades, en especial al propio Stalin, no les gustó.
Homenajes, museos y poemas le importaban nada al régimen. La historia de Pavlik aleccionaba a las masas sobre dos verdades estalinistas: lo peligrosa y perversa que podían ser las fuerzas de la reacción antisoviética y, segundo, las bondades que estaban ligadas a una denuncia a tiempo, incluso dentro de la familia, aunque el denunciado fuese tu propio padre: la URSS, y Stalin, serían más que generosos con todos aquellos que, sin importar edad y condición, descubriesen, y delatasen a los enemigos de la revolución. Para el régimen, Pavlik no era sólo un héroe: era Stalin en acción.
En medio de la conmoción que provocó la historia, la mamá de Pavlik, Tatiana Morozova, también se presentó ante las autoridades para contar que era una mujer infeliz, no sólo había perdido a sus dos hijos, sino que el bárbaro de su marido la golpeaba a menudo y había hecho de su vida un infierno. Para las autoridades que mantenían encerrado a Trofim, ahora el infiel espía de los enemigos que trapicheaba con información privilegiada, era un maltratador despreciable. La pena de diez años de reclusión pasó de inmediato a ser la de ejecución. Fusilaron a Trofim y el caso del chico héroe quedó cerrado. De Tatiana y de una hermana de Pavel poco se supo. Se supone que fueron ambas deportadas, en el mejor de los casos.
El culto a la personalidad de Pavlik duró todo el estalinismo y se prolongó en los años de Nikita Khruschev y en los de Leonid Brezhnev ya sin el fervor de antaño, más bien como una vieja leyenda y sin proceso de revisión alguno. Si quedaba algún resto de entusiasmo, decayó un poco en los años 80, junto con el inicio de la declinación de la URSS, en especial desde que en 1985 Mikhail Gorbachov denunció que la economía del país estaba estancada y que era imprescindible una reforma (perestroika) y una mayor apertura y transparencia (glasnot) si se pretendía sacar a la URSS del pozo. Pavlik nunca dejó de ser un chico héroe, pero pocos lo recordaban o conocían su epopeya.
Fue entonces cuando Yuri Druznikov, un escritor disidente, un “maldito” que había sido expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos y terminó exiliado en Austria, investigó a fondo el caso Pavlik para dar con una verdad que siempre había nadado en el espeso mar de la duda. El fruto de su investigación circuló clandestino como libro, o como fascículos por entregas; papeles que pasaban de mano en mano, un sistema conocido como “samizdat”, para burlar la censura y la persecución de Moscú y de los gobiernos comunistas de Europa Oriental.
Los “samizdat” llegaron a Londres en 1998, ya disuelta la URSS en 1991, y se publicó así la primera edición de “Informer 001: The Myth of Pavlik Morozov -Informante 001: El mito de Pavlik Morozov-, que fue traducido de inmediato a varios idiomas.
La tesis de Druznikov admite que existió un Pavel Morózov, que fue asesinado a los 13 años en septiembre de 1932. Es lo único que admite. Afirma que la propaganda soviética tejió luego más de un Pavlik porque los retratos del chico eran diferentes según quién los reprodujera. Al contrario de lo que afirmaba la historia oficial, el chico no había sido asesinado por su familia sino por un agente de la cheka, la temida policía secreta soviética, que, decía Druznikov, se había puesto en contacto con él durante la investigación. Los motivos que tuvo aquel agente de la checa para asesinar a un chico de trece años no fueron explicados por Druznikov, se supone que tampoco por el asesino confeso. Los abuelos de Pavlik también existieron, pero no mataron al chico; por el contrario, lo buscaron con desesperación cuando desapareció junto a su hermanito y dieron con los cuerpos a medio desenterrar en el bosque; ambos estaban destrozados por la muerte de Pavlik y de Fiodor y sostuvieron su inocencia durante el juicio que les siguieron y en el que los condenaron a muerte.
Pavlik pasó entonces a tener una segunda vida. En la que reconstruyó Druznikov el muchacho no militaba siquiera en la Juventud Comunista, no integraba las brigadas locales, no era pionero, no llevaba el rojo pañuelo distintivo al cuello, ni mucho menos había denunciado a su padre. Todo había sido una enorme mentira. Para Druznikov, se trató de un asesinato de la policía política, en una remota y pequeña aldea vecina a los Urales, en la Rusia profunda, que la propaganda estaliniana había convertido en una historia de heroísmo y de fervor revolucionario muy acorde con el estilo propagandístico de la época. Un burdo mensaje del régimen destinado a fabricar un héroe campesino que sirviera como ejemplo, en 1932, para los aldeanos reacios a aceptar la colectivización agraria.
El desdichado Pavlik, que tuvo una sola muerte, tiene incluso una tercera vida. En 2005, cuando el pequeño héroe estaba casi olvidado incluso por el empeño de las autoridades en no evocar una vergonzante y siniestra farsa, Catriona Kelly, profesora de ruso de la Universidad de Oxford, publicó una nueva historia: “Comrade Pavlik . The Rise and Fall of a Soviet Boy Hero – Camarada Pavlik. Auge y caída de un pequeño héroe soviético-. Kelly tomó en buena parte la investigación de Druznikov, y sostuvo en cambio que el chico no había sido asesinado por la policía secreta de Stalin, sino que fue muerto, y también su hermano, en una pelea callejera casi seguro por la posesión de un arma.
Como era de esperar, la tesis Kelly le hizo a Druznikov la misma gracia que la munición al pato: acusó a Kelly de tomar para su libro gran parte de su investigación, no le faltaba razón, y tiñó de dudas sus conclusiones dadas las fuentes a las que Kelly había accedido. Tampoco le faltaba razón. Kelly pudo husmear en los archivos de la FSB, el Servicio Federal de Seguridad de la actual Rusia, que reemplazó a la KGB, que había reemplazado a la NKVD, que había reemplazado a la OGPU, esas instituciones cambian de nombre pero no de esencia. En verdad, la policía secreta de Putin estaba muy lejos de aceptar alguna responsabilidad de sus predecesores en la muerte de Pavlik y en el mito creado en para honrarlo. Por lo tanto los partidarios de la tesis Druznikov y los de la tesis Kelly tuvieron material para la disputa. En verdad, a Kelly le costó mucho reconstruir la historia y dar una nueva versión sobre Pavlik veinte años después de Druznikov: todo lo que rodeaba ya al pequeño mártir estaba distorsionado, y lo que no estaba distorsionado se había perdido.
Lo que sí encontró Kelly fue una foto auténtica de Pavlik, parece que es la única genuina que hay en circulación. El chico no aparece en esa foto como en los carteles y los monumentos de la propaganda estalinista, bello, reluciente, sano y con el pañuelo rojo al cuello como buen preadolescente soviético, sino tal como era: un muchachito flaco, de aspecto miserable y mal nutrido, hambreado porque Stalin le robaba el grano para el pan. Pavlik tenía entonces el mismo aspecto de todos los chicos de su edad en aquella aldea y en buena parte de la entonces URSS que atravesaban el drama de la colectivización.
Como Druznikov, Kelly sostiene que la versión oficial de la vida y muerte de Pavel Morózov es falsa casi en su totalidad. Sus fuentes, informes de segunda mano dado que pasaron noventa años desde la muerte del chico, afirman que Pavlik nunca denunció a su padre y muestra cómo la propia historia oficial cambió con los años según el “relato” que convenía a las autoridades. Según el origen de las versiones, el delito del padre de Pavlik no era el de falsificar documentos, sino el de acaparar granos; en otras adaptaciones, el chico no denunció al padre ante la OGPU, sino ante el maestro de su escuela. Otras fuentes, citadas por Kelly, dicen que Pavlik fue empujado por su madre para que hablara mal de su padre: la mujer estaba despechada porque su marido la había abandonado.
Total, que el famoso “Camarada Pablito” es aún hoy un enigma. Y lo único cierto es que fue asesinado, a sus trece años, junto a su hermanito Fiodor, de nueve, a finales del verano de 1932. Quién, cómo y por qué constituye el enigma. Es probable que algún chanchullo familiar haya sido descubierto por la policía secreta de Stalin porque el papá de Pavlik fue enviado a un gulag: tal vez falsificó documentos, o acaparó granos, o habló de más, o faltó a sus obligaciones de presidente del soviet del pueblo. Todo es posible. El posterior asesinato del chico, a manos de un agente de la policía secreta, según Druznikov, o en una pelea entre jóvenes pandilleros, según Kelly, dejó al estalinismo con la pelota en los pies frente a un arco vacío para la fabricación de un mito.
Si para sostenerlo hubo que fusilar gente en una aldea de los Urales abandonada de la mano de Dios, y hubo gente fusilada, daba lo mismo para un régimen que mató a más de veinte millones de personas, según Solyenitzin, cifra que refrenda el británico Sebag Montefiore. Por su parte, el historiador Robert Conquest, en su libro “La cosecha del dolor - La colectivización soviética y la hambruna de terror”, afirma que de la totalidad de los soviéticos muertos durante el régimen de Stalin, una cifra ya incalculable, once millones corresponden a los campesinos muertos por las hambrunas desatadas entre 1930 y 1937 en las URSS profunda, como era la región natal de Pavlik.
De aquel chico no quedaron rastros. Sólo el mito oficial, las estatuas que lo eternizaron como héroe, las estampillas conmemorativas, el triunfo del relato sobre la realidad. De haber podido crecer, tal vez Pavlik hubiese sido un buen comunista, o acaso un disidente; tal vez hubiese combatido en la Segunda Guerra: hubiera tenido veintitrés años cuando Adolf Hitler invadió la URSS en 1941; pudo ser un héroe, o un científico de peso, un gran deportista o un hombre común, pero su historia se perdió para siempre en la espesura de un bosque y con la desaparición de su familia.
Lo único cierto es que el pequeño héroe soviético que tuvo tres vidas, jamás existió.