Cuando Ferdinand Waldo Demara murió en junio de 1982, The New York Times le dedicó una necrológica que lo sacó del oscuro olvido en el que había estado sumergido durante dos décadas. Su rostro no era conocido y los pocos que recordaban su historia lo evocaban con la cara de Tony Curtis, el actor que en 1961 lo encarnó en la película inspirada en su vida, El Gran Impostor.
Porque “Fred” Demara, como lo llamaban desde chico, se hizo famoso por las distintas identidades que asumió durante su existencia, casi como una necesidad vital. A diferencia de otros impostores, nunca usó sus nombres falsos o utilizó el de otras personas – vivas o muertas – para estafar a los incautos o para cumplir misiones de espías o de policías encubiertos, sino simplemente debido a que se sentía impulsado a ser otros y vivir diferentes vidas por el puro placer de hacerlo.
El artículo publicado el miércoles 9 de junio por el diario neoyorquino contaba que “a lo largo de su vida, el señor Demara vivió como monje trapense, doctor en psicología, decano de filosofía en una pequeña universidad de Pensilvania, estudiante de derecho, graduado en zoología, investigador profesional, profesor en un colegio universitario de Maine, cirujano en la Marina Real Canadiense, ayudante de alcaide en una prisión de Texas y profesor en un pueblo de Maine”, siempre con diferentes nombres.
La necrológica, sucinta, decía que Demara había muerto a los 60 años, luego de sufrir un ataque cardíaco en su casa, pero también recogía la opinión de su médico personal, John Zane, que manejaba otra hipótesis. “Vivir con su nombre verdadero lo llenaba de tristeza. Era el hombre más miserable e infeliz que he conocido y, en las últimas semanas, lo único que decía que deseaba poder morir e ir al cielo”, contaba el doctor.
Durante sus últimos ocho años de vida, Demara se instaló con su verdadero nombre en el condado de Orange, donde trabajó primero como ministro en una iglesia bautista y después como consejero visitante en el Hospital del Buen Samaritano de Anaheim. Pero eso lo había vuelto un hombre triste y taciturno, que extrañaba la aventura de vivir otras vidas, de ser otros.
Sentía que esa maldita película sobre su vida, donde el maldito Tony Curtis había asumido su identidad, le había arruinado su propia vida de película. Y eso, según el doctor Zane, había terminado matándolo.
Niño rico, adolescente pobre
“Fred” como la llamaron desde el primer día de su vida, nació en Lawrence, Massachussets, el 21 de diciembre de 1921. Pasó una infancia sin sufrir estrecheces porque aunque su padre trabajaba como proyeccionista de cine, ganaba muy bien debido que su hermano, el tío de Fred, era el dueño de las salas.
La familia vivía en una cómoda casa de la avenida Texas, en uno de los barrios más lujosos de la ciudad, pero todo se vino abajo después del derrumbe financiero de 1929, que obligó a cerrar las salas de cine y dejó al padre de Fred sin trabajo. Así, pasaron de una vivienda amplia y luminosa a un pequeño departamento en uno de los barrios más pobres de la ciudad.
Fred no toleraba la pobreza y a los 12 años cometió su primera estafa. No la hizo pensando en un beneficio económico sino por la necesidad de mostrarse rico ante sus compañeros de colegio. Fue en ocasión de la fiesta de fin de año de octavo grado del colegio, cuando era tradición que los chicos que lo terminaban hicieran un regalo a los de séptimo. Sus padres no tenían dinero y se negaron a comprar ese regalo, pero el casi adolescente Ferdinand no se amilanó. Fue a la bombonería más cara del barrio, encargó a nombre de su padre una caja de bombones, escribió una tarjeta de regalo y ordenó que la entregaran al día siguiente en el colegio. La maniobra le salió bien, pero le costó cara: cuando el dueño de la tienda fue a cobrarle la cuenta al padre de Fred, éste tuvo que darle casi todo el dinero que le quedaba para llegar a fin de mes para saldar la deuda.
Como castigo, Ferdinand pasó todo el verano encerrado en el estrecho departamento familiar. Fue entonces cuando juró que se alejaría de su familia apenas tuviera la oportunidad.
Se fue el día que cumplió 16 años para unirse a una comunidad de monjes cistercienses de Rhode Island. Estuvo allí casi cinco años, pero aunque tenía una fuerte vocación religiosa, no era la suficiente para llevarlo a tomar los hábitos. Fred tenía ansias de una vida diferente, cargada de aventuras y por eso a los 20 años dejó el convento para alistarse en el ejército.
De profesión impostor
Corría 1941 y el bombardeo japonés sobre la base de Pearl Harbour, en el Pacífico, hizo que Estados Unidos le declarara la guerra a Japón. Eso no estaba en los planes del soldado Demara, que decidió desaparecer del mapa. Como no tenía permiso de salida y temía que lo embarcaran para llevarlo al frente de batalla, le robó la identidad a uno de sus compañeros, Anthony Ignolia, y se hizo pasar por él para salir de la base para no volver.
Cuando sus superiores se dieron cuenta de la maniobra, lo declararon desertor, pero Fred ya estaba lejos, refugiado en otro convento cisterciense utilizando la identidad del pobre Ignolia, que nunca supo que tenía un “doble”.
Así, Demara pasó de un convento a otro, pero al finalizar la guerra quiso volver al mundo exterior. Como corrían tiempos de paz, se alistó nuevamente, pero en la Marina, con documentos falsos a nombre de Ignolia. Eran tiempos en los que no se cruzaban datos con facilidad y nadie descubrió su fraude.
Pero la rígida disciplina de la marina pronto le resultó asfixiante y decidió desertar por segunda vez. Para que no lo persiguieran, utilizó esa vez un método diferente: fingió su propio suicidio dejando sus ropas y los documentos de su falsa identidad en la orilla de un lago cercano a la base, en Norfolk. Antes de hacerlo, le robó los documentos a un oficial de la base, Robert Linton French, que además de ser teniente tenía un título de psicólogo.
Con esa nueva identidad y el diploma habilitante dio clases de psicología en varios colegios de Pensilvania hasta que se cansó y volvió a incursionar en la vida religiosa, en esa ocasión en un convento de Kentucky.
Durante los años siguientes, utilizando diferentes identidades que obtenía luego de conseguir partidas de nacimiento, fue celador de un sanatorio de Los Ángeles, asistente de Sheriff, se hizo pasar por abogado, psicólogo especialista en niños, guardia de prisión, editor, oncólogo, profesor e instructor en el Colegio de San Martín, en el estado de Washington.
Mientras montaba un engaño tras otro por el simple placer de vivir otras vidas, Fred Demara ignoraba que el FBI estaba tras sus pasos, pero no por las diferentes suplantaciones de identidad sino porque se lo continuaba buscando por haber desertado del ejército en tiempos de guerra.
Lo detuvieron en Washington y luego de un rápido proceso judicial fue condenado a seis años de prisión, de los cuales solo cumplió 18 meses porque le redujeron la pena y fue liberado anticipadamente por buena conducta.
Cirujano y héroe de guerra
Salió de la cárcel más decidido que nunca a continuar con sus imposturas y se mudo a Maine, donde nadie lo conocía. Allí se unió a los Hermanos de la Instrucción Cristiana, una orden católica, donde se lo conoció como “el hermano Juan”. Según sus nuevos documentos, Demara se llamaba John Payne.
En la hermandad, Fred conoció a un joven médico llamado Joseph Cyr, con quien solía enfrascarse en largas conversaciones sobre cirugía. Tanto le gustó el tema que usurpó la identidad a Cyr y cruzó la frontera con Canadá.
Allí cometió su fraude más famoso. Luego de estudiar varios libros de medicina y de cirugía, se presentó en una oficina de reclutamiento de la Marina Real de Canadá en la provincia de New Brunswick como “el doctor Joseph Cyr”.
Así inició su tercera experiencia militar y en esa ocasión sí le tocó ir al frente de batalla. En 1953 lo destinaron como cirujano naval a bordo del destructor HMCS Kaguya en la guerra de Corea.
Durante el viaje, Demara se encerró en una habitación con un libro de cirugía general y lo estudió a fondo. Estaba tan acostumbrado a memorizar datos que había logrado desarrollar una memoria fotográfica, lo cual le fue muy útil para aprender, al menos en teoría, las técnicas.
Ya no podía retroceder, si no se comportaba como un verdadero cirujano lo descubrirían cuando le trajeran el primer paciente. Para su propia sorpresa, esos conocimientos adquiridos a las apuradas, las antiguas conversaciones con el verdadero doctor Cyr y una enorme dosis de suerte le permitieron operar con éxito a 16 heridos de guerra, incluyendo a un herido de bala en el tórax y a un marinero al que debió amputarle el pie.
Ese éxito lo perdió, porque un corresponsal de guerra canadiense escribió un artículo, con fotografía incluida, sobre el impresionante trabajo que realizaba el cirujano naval Joseph Cyr a bordo del HMCS Kaguya.
Para desgracia de Demara, un ejemplar del diario cayó en manos de la madre del verdadero Joseph Cyr, que inmediatamente denunció el fraude a las autoridades navales y les informó que su hijo, el verdadero cirujano, nunca se había alistado sino que trabajaba en un hospital de New Brunswick.
Quizás porque, a pesar de sus engaños, Fred había salvado realmente vidas a bordo del barco, la marina canadiense no lo encarceló, pero lo deportó a los Estados Unidos.
Derrotado por la fama
De regreso en el país, siguió haciendo de las suyas por el solo placer de vivir otras vidas y fue sucesivamente el doctor Benjamin Jones, en Texas; Frank Kingston, asistente en un instituto para niños con síndrome de Down; Jefferson Baird Thorne, profesor de inglés en un colegio de Winchendon, Massachussets; y Martín Godgart, profesor asistente en un colegio de la isla de Penobscot Bay.
Sin embargo, adoptar nuevas identidades se le fue haciendo cada vez más difícil. La historia de sus imposturas – sobre todo la del cirujano canadiense – había llegado a la prensa y su rostro ya era conocido.
Cuando supo que el escritor Robert Crichton lo estaba investigando para escribir un libro sobre sus engaños, decidió ganarle de mano y contó él mismo la historia en la revista Life a cambio de 2.500 dólares.
La publicación de “El gran impostor”, el libro de Crichton, y el estreno de la película del mismo nombre, protagonizada por Tony Curtis, le dieron un golpe definitivo a su larga cadena de imposturas.
Ferdinand “Fred” Demara se recluyó entonces en West Anaheim donde vivió el resto de sus días sin cambiar de identidad. No poder ser otro terminó por sumirlo en una profunda depresión, de la que nunca se recuperó.
La única alegría que tuvo en sus últimos años fue el homenaje que le hicieron los soldados canadienses cuyas vidas había salvado como el falso doctor Cyr a bordo del HMCS Kaguya durante la guerra de Corea. Para ellos “el gran impostor” nunca dejó de ser un héroe.