A las 7 en punto, el remozado DC-10 de Air New Zealand carreteó por la pista principal del Aeropuerto Internacional de Auckland y se elevó para perderse en el cielo claro de la mañana del 27 de noviembre de 1979. En la cabina de pasajeros reinaba el entusiasmo ante la perspectiva de un vuelo atípico: no se trataba de viajar a ninguna parte sino simplemente de volar, filmar, tomar fotografías y vivir una experiencia reservada a muy pocos mortales, la de sobrevolar el Continente Antártico.
Además de los 20 tripulantes de rigor, en las cómodas butacas -todas de primera clase- se repartían 191 neozelandeses, 24 japoneses, doce estadounidenses, siete australianos, dos ingleses y un canadiense que habían sido seducidos por la atractiva -y onerosa- propuesta turística. Las ventanillas estaban abiertas y, a la inversa que en los vuelos de línea, nadie pensaba en dormir: los esperaban 11 horas de aventura en las que, con buenas bebidas y excelente comida a disposición, la actividad sería mirar, mirar y mirar hacia afuera sin dejar de prestar atención a las explicaciones del guía.
La Antártida estaba allí, blanca, misteriosa e inexplorada para atraer los deseos y los dólares de los viajeros. En 1979, la propuesta no carecía de audacia: la cobertura aérea internacional tenía un límite en el paralelo sur de 60 grados y, en consecuencia, los vuelos de turistas hacia la Antártida se realizaban bajo la exclusiva responsabilidad de las compañías aéreas que los organizaban.
La principal atracción del paseo era un vuelo a baja altura sobre la isla de Ross, donde se levanta el Monte Erebus, de 3.749 metros de altura y uno de los pocos volcanes del mundo en actividad permanente. El imponente espectáculo de la lava derramándose sobre el hielo valía, por sí solo, el altísimo costo del pasaje. Era la penúltima etapa del vuelo, ya que después de sobrevolarlo, el avión debía retomar su ruta original para hacer escala en la isla de Christchurch y después retornar a Auckland.
El vuelo del 27 de noviembre no pudo hacerlo: cuando el DC-10 se encontraba cerca del volcán silenció su radio y desapareció de las pantallas de radar. Eran las 19:08.
“Ha desaparecido”
El DC-10 fue declarado oficialmente desaparecido a las 23:25, media hora después de que, según los cálculos más optimistas, hubiera agotado el combustible de sus depósitos. La búsqueda, sin embargo, había comenzado antes, apenas minutos después del último contacto radial.
Las alternativas eran dos: que se hubiese estrellado o que el piloto hubiera logrado un casi imposible aterrizaje de emergencia en la isla de Ross. En ese caso, aún había esperanzas de encontrar a personas con vida. La época del año jugaba a favor: la Antártida estaba en su “pico veraniego”, cuando los hielos polares se retiran a su límite meridional y las temperaturas son un poco más soportables, alrededor de 50 grados bajo cero.
Las esperanzas desaparecieron diez horas y media después de último contacto cuando, a las 5:35 de la mañana del 28 de noviembre, un helicóptero de la armada estadounidense avistó algunos restos del avión en la ladera nordeste del volcán, a unos 800 metros de altura.
Cadáveres sobre la nieve
Poco después, tres montanistas neozelandeses que habían sido trasladados en avión hasta la base estadounidense McMurdo se descolgaron con cuerdas desde otro helicóptero para explorar el sector y auxiliar, en el improbable caso de que hubiera, a algún sobreviviente. La tarea de esos tres hombres estaba llena de peligros: debían caminar por una superficie de hielos perpetuos calados por fisuras y grietas, muchas de ellas invisibles a simple vista.
Encontraron la cola del avión casi intacta pero vacía y otros restos esparcidos en un sector de 600 metros por cien. “Nuestra impresión es que estalló al chocar con el volcán. No encontramos sobrevivientes”, dijeron en la primera comunicación radial. Cuando volvieron a ser izados por el helicóptero había contado 58 cadáveres sobre la nieve y muchos restos mutilados en toda el área, aparentemente destrozados por una explosión.
A primera hora de la mañana partió un nuevo grupo hacia el lugar del desastre. Lo formaban otros cuatro montañistas, cinco peritos en análisis de accidentes aéreos y tres expertos policiales en identificación. Todos se habían ofrecido voluntariamente, por lo riesgoso de la misión.
Los montañistas debían colaborar con las tareas de rescate de los cuerpos y los restos del avión en la ladera del monte, mientras que el resto se instaló en la base norteamericana para identificar a los cadáveres y hacer las primeras investigaciones sobre las causas del accidente.
Una oración por Sir Edmund
Las primeras noticias sobre la caída del avión incluyeron un dato que potenció la repercusión de la tragedia. Se informó que entre los tripulantes del DC-10 se encontraba Sir Edmund Hillary, uno de los más grandes ídolos deportivos de Nueva Zelanda. Alpinista ya retirado, Hillary había ocupado las portadas de casi todos los medios del planeta en 1953, cuando se convirtió en el primer hombre en alcanzar la cima del Everest.
Sir Edmund era una de las atracciones suplementarias del vuelo sobre la Antártida, porque se había sumado como guía y, además de comentar a los turistas curiosidades del continente blanco, llenaba los ratos libres relatando anécdotas de su legendaria escalada a la montaña más alta del mundo. Whisky en mano y con tono ameno, “el Conquistador del Everest” -como se lo presentaba en las publicidades del vuelo- captaba la atención de todos y firmaba autógrafos a quienes se los pedían.
Ya se estaban programado misas por Hillary cuando la información fue desmentida por la compañía aérea. “Sir Edmund realizó tareas de comentarista en vuelos anteriores de de air New Zealand sobre la Antártida, pero esta vez no viajó”, explicó el comunicado de la aerolínea.
“Estaré en el próximo vuelo”
Horas más tarde, el propio “Conquistador del Everest” convocó a los periodistas a la puerta de su casa para una conferencia de prensa. Después de lamentar la tragedia y agradecer las oraciones que muchos habían elevado al cielo creyéndolo muerto, el veterano alpinista explicó que, efectivamente, iba a participar de ese vuelo, pero que un fuerte resfrío lo había obligado a quedarse en tierra.
Sin embargo, su aparentemente improvisada conferencia frente a las cámaras de televisión era el resultado de una rápida estrategia de la compañía para salvar el prestigio de sus vuelos sobre la Antártida. “Este desafortunado accidente no impedirá que esté a bordo del avión en el próximo vuelo”, dijo Sir Edmund con aplomo, para que no quedaran dudas.
No solo era la empresa aérea podía verse perjudicada por la caída del avión, sino que también significó un fuerte golpe para los fabricantes del avión, la empresa McDonnell Douglas, cuyas aeronaves venía sufriendo una seguidilla de accidentes. De hecho, la fábrica de los DC-10 estaba en la cuerda floja: si la caída del avión que sobrevolaba la Antártida se debía a una falla mecánica, las horas de la corporación en el mercado estarían contadas.
Otra de las figuras descollantes de la propuesta de los vuelos antárticos y uno de los accionistas del emprendimiento, el jefe de las expediciones polares francesas Jean Vaugelade decidió, en cambio, guardar prudente silencio.
Buscando responsables
Aun antes de llegar a la zona del desastre, los peritos sabían que tenían un interrogante fundamental que resolver: ¿Por qué el piloto se había desviado de la ruta establecida? ¿Se trataba de un error del comandante del DC-10 o se había visto obligado a hacerlo a raíz de una falla en el avión? En la respuesta había millones de dólares en juego.
Lo único seguro era que no había respetado la ruta habitual, porque de otro modo el avión no se habría estrellado contra la ladera norte del Erebus, cuando lo indicado era que lo sobrevolara por el lado noroeste, mucho menos peligroso.
Los peritajes y el análisis de las grabaciones de la caja negra demorarían varios días, pero la opinión pública, la compañía de aviación y la corporación McDonnell Douglas necesitaban una declaración urgente. Tal vez por eso, el jefe de operaciones antárticas del Ministerio de Investigación científica e Industrial de Nueva Zelanda, Roy Thomson, se apresuró a poner en juego una hipótesis antes de que pasaran 48 horas: “Al parecer hubo un importante error de navegación por parte del piloto del avión, que se encontraba sobre el lado peligroso del Monte Erebus. El aparato se estrelló sobre el flanco nordeste del volcán, mientras que en principio tendría que haberlo evitado por el noroeste. Debido a que en sus comunicaciones radiales no informó sobre ninguna falla o avería en la aeronave, tenemos que suponer, en principio, que equivocó el camino”, arriesgó.
En la misma línea, un vocero de Air New Zealand leyó un comunicado de la compañía: “Antes de partir, el avión fue sometido a todos los controles de rutina, sin que los mecánicos hallaran ninguna falla. En caso contrario no hubiera despegado”, aseguró.
En los Estados Unidos, las oficinas centrales de McDonnell Douglas guardaban un expectante silencio.
¿Error del piloto?
Fue necesario esperar dos semanas más para conocer el informe de los peritos. Luego de aclarar que se había recuperado un 80 por ciento de los restos del DC-10 y que se había analizado el contenido de las dos cintas de la caja negra, explicaron: “El avión estalló luego de estrellarse contra la ladera nordeste del volcán. Nada en los registros indica la razón por la que el piloto abandonó la ruta prevista ni tampoco brinda indicios sobre la existencia de una falla mecánica. Todo lo anterior nos lleva a suponer que un error del comandante del avión fue la causa más probable del accidente”.
Con todos los dedos señalando al piloto, los directivos de McDonnell Douglas respiraron aliviados: aunque quedaran algunas dudas, el DC-10 había sido declarado inocente. El dictamen de los expertos no impidió, sin embargo, que la compañía siguiera en caída libre hasta estrellarse en la quiebra.
Los vuelos turísticos sobre el continente blanco continuaron, aunque poco después Sir Edmund Hillary dejó de participar en ellos como comentarista. Sus sucesores agregaron una nueva anécdota -de muy mal gusto- al repetido discurso de cada viaje. Al llegar a la zona del desastre decían: “Allí tenemos el Monte Erebus, uno de los pocos volcanes con actividad permanente que hay en el mundo, contra el cual el 27 de noviembre de 1979 se estrelló un avión provocando la muerte de 257 personas”.