Usar los recursos del Estado para apoderarse del Estado. La frase, corta, contundente y casi paradójica, resume bien el mecanismo utilizado por Adolf Hitler y los jerarcas del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) para ganar las elecciones federales del 5 de marzo de 1933 y así dar el paso previo y casi definitivo instaurar la dictadura nazi.
La fecha dejó una profunda impronta en la historia alemana, no solo porque ese 5 de marzo se realizaron las últimas elecciones de la República de Weimar, sino porque serían también las últimas elecciones en las que se utilizó el sistema de representación proporcional por listas, y los últimos comicios competitivos que se realizarían en una Alemania unida hasta las elecciones de 1990, tras la caída del Muro de Berlín.
Esas elecciones, realizadas cuando Hitler llevaba apenas 34 días como canciller alemán, se dieron en medio de un proceso vertiginoso y fueron un paso imprescindible para su acumulación de poder, aunque quedaron opacadas por otros dos hechos muy cercanos y de mucho mayor impacto: el incendio del Reichstag, sede del parlamento, el 27 de febrero, menos de una semana antes de los comicios y la aprobación parlamentaria el 23 de marzo, solo 18 días después de la Ley del Poder o Ley Habilitante, que le otorgó al líder nazi la autorización para promulgar leyes sin la interferencia del presidente ni del parlamento por un período de cuatro años. Es decir, convirtió a Hitler en un dictador, con la suma del poder público en sus manos.
El diario de Goebbels
Para que su partido ganara esas elecciones, el canciller Hitler utilizó todos los recursos del Estado que tenía a su alcance, lo que sería determinante para la victoria.
La naturaleza de esa maniobra quedó escrita de puño y letra por uno de los hombres más encumbrados del nazismo, Joseph Goebbels -que luego se convertiría en ministro de Propaganda del régimen-, en una anotación de fines de febrero en su diario personal: “Ahora será fácil llevar a cabo la lucha, porque podemos recurrir a todos los recursos del Estado. La prensa y la radio están a nuestra disposición”.
El resultado electoral fue contundente pero todavía insuficiente para que Hitler pudiera manejar a su antojo el país: los nazis obtuvieron el 43,91 por ciento de los votos, que le otorgaron 288 de las 647 bancas en el parlamento, contra el 18,25 por ciento de los socialdemócratas, el 11,25 por ciento del Partido del Centro, y el 7,97 por ciento del Partido Nacional del Pueblo Alemán, mientras que el resto de las bancas se repartió entre partidos minoritarios y regionales.
Con ese resultado quedó a solo un paso de cumplir el sueño mesiánico que acunaba desde hacía más de una década.
Una república débil
Alemania era una república joven, nacida en 1919, tras la derrota en la Primera guerra Mundial y la abdicación del emperador Guillermo II. En ese escenario, en 1920 entró a jugar en la política alemana una pequeña agrupación de extrema derecha, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, liderado por un ex cabo austríaco llamado Adolf Hitler, que pronto se hizo conocido y comenzó a ganar adeptos con sus encendidos discursos de nacionalismo extremo y claro antisemitismo.
Sin embargo, ese primer crecimiento no se tradujo en los resultados electorales esperados por los nazis, que intentaron llegar a poder por otra vía, la del golpe de estado, en noviembre de 1923. La movida resultó un fracaso y Hitler fue a parar a la cárcel con otros líderes del partido, entre ellos su número dos, Rudolf Hess. Allí, con Hess en el papel de secretario escribiente, Hitler pergeñó el libro con el que dio a conocer definitivamente sus planes para Alemania, Mein Kampf (Mi lucha).
Liberado a fines de 1924 -luego de pasar poco más de un año detrás de las rejas-, Hitler y los suyos comenzaron su lento camino para llegar al poder por la vía democrática, centrando sus campañas en fuertes críticas al gobierno y el acuerdo de Paz de Versalles, que obliga al país a enfrentar una deuda reparatoria de la guerra que resulta impagable.
La estrategia da resultado: los nazis pasaron de unos exiguos 800.000 votos en las elecciones de 1928 a 6,4 millones en 1930.
La simpatía de muchos alemanes hacia el NSDAP no se debía únicamente a su programa político, sino también a la juventud y la energía de sus jerarcas, que contrastan con la imagen de los demás políticos, por lo general hombres mayores a los que ven repetir discursos ya gastados.
Hitler canciller
Para principios de 1933, aunque los nazis distaban de ser la fuerza mayoritaria, los partidos conservadores en crisis presionaron al presidente alemán, Paul von Hindenburg, para que nombrara canciller a Adolf Hitler, con la idea de utilizar al líder nazi como instrumento de sus políticas.
Esas presiones dieron resultado y el 30 de enero von Hindenburg terminó aceptando el nombramiento de Hitler. En una de las anotaciones de ese día en el diario de Goebbels se puede leer: “Parece un sueño: la cancillería es nuestra”.
Los nazis celebraron su victoria con una marcha con antorchas por las calles de Berlín, con Hitler y sus colaboradores observándolos desde uno de los balcones de la cancillería. Sin embargo, todavía les faltaba para alcanzar la suma del poder, con solo dos miembros del partido de Hitler integraban el gabinete, aunque sí en posiciones importantes. Una de ellas sería clave en los días que se avecinaban: Herman Göring, como ministro sin cartera, obtuvo el control de las fuerzas policiales de casi todo el país.
Su papel fue decisivo pocos días después de su nombramiento, cuando el fuego se comió el edificio del Reichstag.
Un incendio muy sospechoso
La noche del 27 de febrero, la sede del parlamento alemán fue destruida por el fuego. Los berlineses asistieron atónitos como las llamas iban devorando el edificio y los nazis no demoraron encontrar al supuesto culpable, Marinus van der Lubbe, un albañil neerlandés de 24 años recién llegado a Alemania, desocupado y comunista para más datos.
El fuego comenzó poco después de las 21 en la sala de concesiones del edificio y cuando la policía y los bomberos llegaron al lugar ya estaba envuelta en llamas.
La versión oficial señaló que allí encontraron a van der Lubbe y que rápidamente confesó la autoría del incendio. Lo que no se informó fue que el albañil confesó el hecho después de ser brutalmente torturado.
Los historiadores no están de acuerdo en si van der Lubbe actuó solo, como declaró bajo tortura, para protestar por la mala situación de la clase obrera alemana. La cuestión es que los nazis acusaron a los comunistas, tanto alemanes como extranjeros, del incendio.
Algunos historiadores sugieren que la contra acusación que hizo el Partido Comunista de Alemania era verdadera y que el incendio fue planeado y ordenado por los nazis como una operación de falsa bandera con el fin de aumentar su poder.
Hitler y Göring llegaron al Reichstag incendiado antes de que las llamas se apagaran. “Este es el comienzo de una revolución comunista. Ahora atacan. No tenemos tiempo que perder”, dijo Göring. Poco después, Hitler anunció: “A partir de ahora no vamos a mostrar ninguna misericordia. Quien se interponga en nuestro camino será sacrificado”.
Después de la guerra, el general alemán hizo una declaración jurada ante los aliados. “En un almuerzo con ocasión del cumpleaños del Führer en 1943, las personas alrededor del Führer dirigieron la conversación hacia el incendio del Reichstag y su valor artístico. Escuché con mis propios oídos cómo Göring irrumpió en la conversación y gritó: ‘el único que realmente sabe sobre el edificio del Reichstag soy yo, porque yo le prendí fuego’. Y diciendo esto, dio una palmada”, relató.
En el juicio de Nüremberg, Göring negó enfáticamente haber tenido algo que ver con el incendio: “No tenía razón o motivo alguno para incendiar el Reichstag. Desde el punto de vista artístico no me arrepiento en absoluto de que la cámara se quemara; tenía la esperanza de construir una mejor. Por lo que sí lo lamento mucho es porque me vi obligado a buscar un nuevo lugar de encuentro para el Reichstag, y al no ser capaz de encontrar uno, tuve que renunciar a mi Ópera Kroll. La ópera me parecía mucho más importante que el Reichstag”, dijo.
Fuera quien fuese el culpable, al día siguiente del incendio, Hitler le arrancó al presidente alemán el “Decreto del Incendio del Reichstag”, que declaraba el estado de emergencia y anulaba la mayoría de las disposiciones sobre derechos fundamentales de la constitución de 1919 de la República de Weimar.
La suma del poder
En este clima de intimidación, el 5 de marzo de 1933 se realizaron las nuevas elecciones en las que, pese a la utilización de todos los recursos del Estado, como el propio Goebbels dejó asentado en su diario, no dieron a los nazis la victoria total que esperaban.
Con el 43,91 por ciento de los votos, el NSDAP no logró la mayoría parlamentaria y los partidos opositores sumados todavía tenían más del 30 por ciento de los votos. Frente a esta situación, el gobierno prohibió al Partido Comunista y arrestó a miles de sus miembros.
Así, el 23 de marzo, Hitler da el paso que le restaba para apoderarse de la suma de los poderes del Estado. Ese día, el parlamento se reunió con una nueva ley en la agenda, la “Ley del Poder” o “Ley Habilitante”, que le permitirá a Hitler promulgar leyes sin interferencias del presidente ni del parlamento durante cuatro años.
La votación se llevó a cabo en un clima de fuerte intimidación a los parlamentarios opositores, con el edificio rodeado por miles de camisas pardas de las SA, la fuerza parapolicial de los nazis.
Al final del día, con 444 votos a favor y 94 en contra, el Parlamento aprobó la “Ley del Poder” y convirtió a Hitler en el dictador que llevaría a Alemania a la guerra y perpetraría el Holocausto.