La Guerra Fría no fue guerra, ni fue fría. Por lo tanto, estalló el día en que no estalló. La puso en vigencia un discurso entre amable y componedor que sin embargo lanzó un duro grito de alerta sobre lo que se avecinaba: el largo enfrentamiento entre la Unión Soviética y el mundo occidental, que llegó a rozar la guerra atómica en los años 60, los más calientes de la Guerra Fría. El discurso lo pronunció el 5 de marzo de 1946, hace setenta y ocho años, Winston Churchill, cuándo no, en el Westminster College de la Universidad de Fulton, Missouri, Estados Unidos, al Churchill que había sido invitado para recibir un doctorado honoris causa por el presidente Harry Truman, que había nacido en ese estado.
Churchill llamó a su alocución “Los pilares de la paz”. Pero sus palabras pasaron a la historia gracias a una frase que deslizó, entre poético y brutal, y que definió durante décadas lo que separaba al bloque comunista europeo del resto del mundo: una “cortina de hierro”. Churchill y Truman, sucesor de Franklin Roosevelt, junto al dictador soviético José Stalin habían acordado durante y en los primeros meses de terminada la Segunda Guerra Mundial, un reparto del mundo y unas esferas de influencia que iban desde los Urales hasta la Alemania derrotada y partida en cuatro: un sector oriental y uno occidental y la dividida Berlín, también en dos sectores.
Aquel año, 1946, era vital en la transformación del mundo que emergía de la guerra. Gran Bretaña había dejado de ser el imperio que había sido, Estados Unidos, que en 1932 ocupaba el decimoséptimo puesto entre los ejércitos del mundo, era ahora una nueva potencia mundial con un arma poderosa y devastadora: la bomba atómica. Europa humeaba todavía, las heridas abiertas después de seis años de conflicto mundial que habían dejado un número nunca calculado con exactitud pero que cifraba los muertos en sesenta millones de seres humanos.
Churchill estaba en bancarrota política. Forjador de la resistencia británica frente al ataque nazi, era el hombre que sólo había prometido sangre, sudor y lágrimas en paralelo con una decisión inquebrantable de luchar en mares, cielos, playas, calles y casas: “Jamás nos rendiremos”. Y había salido victorioso. Sin embargo también había sido derrotado en las elecciones que siguieron a la guerra, cuando todos lo daban como favorito. Lo venció Clement Attlee, un laborista que fue primer ministro hasta 1951 y sentó de alguna forma el “estado de bienestar” en Gran Bretaña, apoyó el Plan Marshall de reconstrucción de Europa y promovió la alianza militar de la OTAN contra el bloque soviético. Attlee no era ningún improvisado, pero Churchill lo detestaba. Y podía ser muy mala persona cuando alguien no le gustaba. Dijo alguna vez: “Al 10 de Downing Street llegó un taxi vacío. Y de él se bajó Attlee”.
El Churchill que llegó a Westminster College estaba herido, decepcionado y frustrado. Había decidido dedicarse a escribir sus monumentales memorias de la Segunda Guerra Mundial, que en 1953 le valieron el Nobel de Literatura, a dar conferencias en cuanta parte del mundo quisieran escucharlo, sin que eso implicara abandonar del todo la política, y a continuar, si lo dejaban, en la dirección del partido conservador. Su amigo Truman le dio una de las primeras oportunidades de mostrarse como conferencista: lo cobijó con todos los honores en su estado natal y fue un atento escucha del discurso “Pilares de la Paz” con el que llegó Churchill a Estados Unidos.
¿Qué dijo entonces aquel león con las garras limadas?
Primero, agradeció los honores. Después, admitió la nueva condición de potencia de Estados Unidos y buscó una igualdad que si bien ya no era posible en los recursos, podía serlo en los propósitos: “Hoy los Estados Unidos se encuentran en el pináculo de la torre del poder. Es un momento solemne para la democracia americana. Porque esa primacía de poder está acompañada de una impresionante responsabilidad de futuro. (…) Es necesario que el espíritu constante, el propósito inmutable y la gran sencillez en las decisiones guíen y gobiernen en la paz como en la guerra, la conducta de los pueblos que hablan en inglés. En esta obligación debemos demostrar que somos iguales, y creo que lo vamos a hacer”.
Churchill era un hábil orador y sabía llegar directo hacia donde apuntaba. Luego avaló a la Organización de las Naciones Unidas, que se había creado en octubre del año anterior y, lo insólito, defendió el poder atómico y el uso exclusivo que detentaba Occidente: “Sería un error y una imprudencia confiar los conocimientos secretos o la experiencia de la bomba atómica, que hoy comparten los Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá, a la Organización Internacional mientras esta se encuentre en su infancia. Nadie de ningún país ha dormido peor en su cama porque estos conocimientos, esos métodos y las materias primas que hay que utilizar, en su mayoría se encuentren hoy en manos de los americanos. No creo que todos nosotros hubiéramos dormido con tanta placidez si la situación hubiese sido la opuesta o si algún estado comunista o neofascista hubiese monopolizado hasta hoy estos temibles recursos”.
No era caradurismo, era estrategia. Churchill sabía que el secreto que rodeaba al poder atómico llegaría en algún momento a los soviéticos y anticipó el gran enfrentamiento de la Guerra Fría: la capacidad de Estados Unidos y la URSS de destruirse el uno al otro: “Disponemos al menos de un tiempo para respirar y poner la casa en orden antes de enfrentarnos a este peligro (el que un estado comunista o neofascista dispusiera de un arma atómica) e incluso entonces, si no se ahorran esfuerzos seguiremos poseyendo una superioridad tan formidable que bastará para disuadir de forma efectiva de que los utilicen o amenacen con hacerlo”.
Después encaró su mensaje contra la URSS. Churchill no era inocente: conocía a Stalin, se había visto con él al menos dos veces, en las conferencias de “Los Tres Grandes” de Teherán en 1943 y Yalta, en 1945; entre ellos, Roosevelt y Churchill llamaban a Stalin “El Tío Joe” y ambos sabían las botas que calzaba el soviético. En Missouri, la de Churchill no era ingenuidad, sino estrategia. Advirtió un peligro, elogió a Stalin y a los rusos y, por fin, lanzó su grito de alarma: una pequeña obra maestra de la oratoria.
La advertencia del peligro: “Una sombra se cierne sobre los escenarios que hasta hoy alumbraba la luz de la victoria de los aliados. Nadie sabe que pretende hacer la Rusia Soviética y su organización Comunista Internacional en el futuro inmediato, ni cuáles son los límites si existe alguno, a su tendencia expansiva y proselitista”. El elogio a Stalin: “Siento una gran admiración y tengo una gran estima al valeroso pueblo ruso y al que fue mi camarada en la guerra, el Mariscal Stalin. (…) Comprendemos la necesidad que tiene Rusia de asegurar sus fronteras occidentales para alejar cualquier posibilidad de agresión por parte de los alemanes. Damos la bienvenida a Rusia al lugar que le corresponde entre las principales naciones del mundo. Damos la bienvenida a su bandera en los mares. Y sobre todo nos alegramos de los contactos constantes, frecuentes y cada vez más numerosos entre el pueblo ruso y nuestro propio pueblo de ambos lados del Atlántico”.
Y por último, el zarpazo: “Sin embargo es mi obligación, porque estoy seguro que desean que les diga las cosas como las veo, exponerles algunos hechos sobre la posición actual de Europa. Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente una cortina de hierro. Tras ella se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de Europa central y Oriental. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía, todas estas famosas ciudades y sus poblaciones y los países en torno a ellas se encuentran en lo que debo llamar la esfera soviética, y todos están sometidos, de una manera u otra, no sólo a la influencia soviética, sino a una altísima y, en muchos casos, creciente medida de control por parte de Moscú, muy fuertes, y en algunos casos, cada vez más estrictas. (…) No creo que la Rusia Soviética desee la guerra. Lo que quieren son los frutos de la guerra y la expansión indefinida de su poder y de sus doctrinas. Pero lo que debemos considerar hoy aquí mientras hay tiempo es la prevención permanente de la guerra y el establecimiento de las condiciones de liberad y democracias lo antes posible en todos los países. Las dificultades y peligros no desaparecerán porque cerremos los ojos”.
La cortina de hierro que Churchill describió aquel día, tuvo a lo largo de los años su cuota de sangre: los soviéticos entraron a sangre y fuego en Hungría en 1946 cuando sospecharon “desviaciones”, un término en el que cabía todo, en su régimen comunista. Hicieron lo mismo en Checoslovaquia en 1968, un hecho que Milan Kundera relata tan bien en “La insoportable levedad del ser”. La URSS ahogó cualquier posibilidad de reforma aún en las repúblicas que la integraban y enfrentó a Occidente con el recurso que Churchill había entrevisto en el Westminster College: el poder atómico.
Se mantuvo firme, y cerrada a cal y canto, hasta junio de 1989. El 27 de ese mes, los húngaros abrieron parte de la alambrada fronteriza con Austria en el puesto de Soprón y miles de alemanes del Este entraron desde la Alemania comunista, por Hungría, a Austria y, de allí, a Berlín occidental, algo que tenían prohibido desde casi tres décadas. En noviembre de ese año, el Muro de Berlín fue derribado por los berlineses y por Beethoven, que fue acercado a los escombros por el violoncelo mágico de Mstislav Rostropóvich.
Muchos años antes, la cortina de hierro había sido mellada por alguien insospechable de alguna actividad política. Ya entrado los años 60, cuando el hoy legendario cantante español Raphael, que todavía deleita a sus fans, hizo una gira por la URSS y países de influencia y regresó a España, toda la prensa quería conocer cómo había sido su experiencia. Le preguntaron: “¿Cómo le fue en su gira por los países detrás de la cortina de hierro?”.
Y Raphael, con un pícaro mohín, contestó: “Hijo, yo no he visto ninguna cortina”.