Ese lunes 4 de marzo de 1811, en la casa de los Moreno en el barrio de El Alto a unas cuadras del Fuerte, todo era alegría. Festejaban el cumpleaños número 19 de José Eusebio Teodoro Manuel. Era uno de los hermanos de Mariano, el desplazado secretario de la Primera Junta, a quien todos hacían en viaje a Inglaterra. Nadie imaginó que a las cinco de la tarde de ese día, su cuerpo sin vida era arrojado al mar.
La saga de los Moreno en el Río de la Plata comenzó cuando el español Manuel Moreno y Argumosa iba a radicarse en Lima pero un naufragio en el Cabo de Hornos lo dejó en Buenos Aires en 1766, donde se juramentó no volver a subirse a un barco y tener un empleo en tierra firme.
Lo emplearon en la Tesorería de las Cajas Reales con un sueldo de cincuenta pesos, gracias a su habilidad para la aritmética y la escritura y por la pátina de honestidad que sus empleadores percibieron en él.
Se casó con Ana María Valle, una de las pocas mujeres que en la ciudad sabían leer y escribir. Tuvieron catorce hijos, de los que sobrevivieron cuatro mujeres y cuatro varones. Al mayor lo bautizaron Mariano, quien nació a las cuatro de la tarde del miércoles 23 de septiembre de 1778; fue bautizado dos días después en la iglesia de San Nicolás, que se levantaba donde hoy está el obelisco.
Fue a la Escuela del Rey, donde se enseñaba a leer, escribir y contar. El niño se concentró en las dos últimas actividades, ya que la lectura la tenía incorporada, producto de la influencia de su madre.
A los 8 años enfermó gravemente de viruela, y las secuelas fueron evidentes para siempre en su rostro. A los 12 años entró a estudiar gramática latina en el Colegio de San Carlos y parece que le tomó la vuelta al latín porque lo hablaba con facilidad y bastante bien. También se destacó en filosofía y teología.
Su padre, que trabajaba desde las nueve a las dos de la tarde, era estricto. Debía regresar a la casa luego de la escuela, y no distraerse con otros chicos de su edad. Eso lo llevó a dedicarse a la lectura y lo hizo con tal pasión, que hasta hubo que impedirle que leyera en las horas en que todos dormían. Se las arregló para relacionarse con personas que poseían bibliotecas; entre ellos estaba Fray Cayetano Rodríguez, del convento de San Francisco, quien le abrió las puertas de la suya.
Ningún hijo podía faltar al almuerzo, en el que el padre aprovechaba para dar rienda suelta a su perorata de moralidad y buenas costumbres. Después de comer, el progenitor nunca dejaba la casa, y solo lo hacía para atender algún asunto urgente. No era afecto a los paseos y menos a los juegos, a las fiestas y a los bailes.
Por la noche organizaba reuniones siempre con los mismos amigos, y los hijos estaban autorizados a participar. En invierno esos encuentros terminaban a las diez y en verano, a las once. Al finalizar, se servía la cena y media hora después todo el mundo a dormir.
A sus 20 años, Mariano no tenía muchos caminos. Con un padre que vivía con lo justo, o seguía la carrera eclesiástica o la del foro, que se sabía que recién a los años podía obtener ganancias suficientes. Estuvo un año pensando qué hacer, y resistía la presión de sus padres para que fuera cura.
Se decidió por un doctorado en teología en Chuquisaca. Los mil pesos que precisaba los facilitó un prelado del arzobispado de La Plata y el padre, recién ascendido a contador ordenador del tribunal de cuentas, colaboró con la ropa, equipaje y con doscientos pesos para los gastos de las postas.
A mediados de noviembre de 1799 emprendió el viaje en galera de más de quinientas leguas a cubrir en dos meses, por una única ruta que estaba en pésimo estado.
En Tucumán un reumatismo lo obligó estar en cama dos semanas, en las que no fue atendido. Su hermano aseguró que su cura fue casi milagrosa luego de que, en la desesperación por la sed, se volcase encima una jarra con agua.
En Chuquisaca se alojó en la casa del canónigo Matías Terrazas. Allí leyó obras de autores que no estaban al alcance de todos, como Montesquieu, D’Aguesau y Reynal.
Estudió en la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier. Primero se graduó en doctor en teología y luego entró a la academia a estudiar derecho, una carrera de dos años, en que se le otorgó el título de bachiller, que lo habilitaba para ejercer. Claro que antes fue preciso cumplimentar una práctica en el foro, asistir por otros dos años al estudio de un abogado y concurrir a los juicios del tribunal, requisitos para dar un examen final ante los jueces de la audiencia para ser reconocido como abogado.
Cuando los padres se enteraron de que había estudiado abogacía, no les cayó para nada bien, y luego de recuperarse de un fuerte ataque de reumatismo que nadie creía que saldría, cierto día pasó por la puerta de un local que se dedicaba a hacer retratos y vio uno de una chica que le llamó la atención. Fue así que conoció y se casó con María Guadalupe Cuenca, una chica de 14 años, que su madre viuda mantenía en un monasterio, con la idea de que fuera monja.
Se casaron a espaldas de sus padres el 20 de mayo de 1804 en la catedral de Chuquisaca, y el 25 de marzo del año siguiente nació su único hijo, Mariano.
Abrió su propio estudio y se hizo de una clientela, pero un entredicho con un magistrado lo motivó a hacer las valijas y junto a su familia para septiembre de 1805 estaba en Buenos Aires. Ocupó una casa en las cercanías de la actual Mitre y Florida.
Se sumó a último momento a la Revolución de Mayo y se transformó en un secretario polifuncional que trabajaba sin respiro.
1810 había sido un año complicado, en el que los miembros de la Junta nunca habían trabajado juntos. Muchos recelaban de los privilegios de su presidente Saavedra, empezando por su sueldo de 8 mil pesos contra los 3 mil del resto. Además, a Moreno le parecía demasiada ostentación que Saavedra -que había fijado su residencia en el fuerte, como lo hicieron los virreyes- usase la calesa que había pertenecido a Cisneros, y ni qué decir que su esposa se trasladase con escolta.
Para él, la igualdad ante todo. El decreto del 6 de diciembre de 1810 de supresión de honores fue una muestra de ello. El brindis durante el banquete por el triunfo de Suipacha, en donde el oficial Atanasio Duarte, pasado de copas, comparó al presidente de la junta con un emperador, fue demasiado.
Pero estaba acorralado. La incorporación de los diputados del interior fue un paso delante de los saavedristas. Moreno quería, tal como estaba especificado en el acta firmada el 25 de mayo de 1810, que esos diputados se reuniesen en un Congreso y se diera una constitución, y no sumarlos al gobierno.
Sus grandes aliados, Juan José Castelli y Manuel Belgrano, embarcados en sendas campañas militares, no estaban en Buenos Aires. Y en la sesión del 18 de diciembre quedó casi en soledad cuando se votó que esos diputados no se reunirían en ningún congreso.
Ese mismo día presentó su renuncia y propuso ser enviado al exterior en misión diplomática. Saavedra, que en la intimidad de refería a él como “el malvado Robespierre”, se alegraba de la caída en desgracia de quien lo había calumniado de todas maneras posibles.
Afuera del gobierno, preparó el viaje. Para que su esposa no estuviese sola, arregló que su hermana María Micaela Wenceslada fuese a vivir con ella.
El 24 de enero de 1811 el capitán Robert Ramsay lo llevó en su buque Misletoe a Ensenada, donde el 25 por la tarde trasbordó a la fragata inglesa Fama, anclada en las proximidades.
Hacía ocho días que su hermano Manuel, de 29 años y Tomás Guido, de 22, lo esperaban a bordo. Ellos serían sus secretarios en la misión diplomática. El 24 de diciembre la Junta había enviado un oficio al ministro de Relaciones Exteriores inglés, el marqués Richard Wellesley, anunciando la misión de Moreno y sus objetivos.
Apenas partió de Ensenada, la fragata debió sortear una sudestada que duró días. Moreno, quien no se sentía bien, presagió: “No sé qué cosa funesta se anuncia en mi viaje”.
A poco tiempo de la partida, su esposa recibió un pequeño cofre, que contenía un pañuelo negro, un velo y un abanico de luto, con una nota que indicaba que eran accesorios que se vería obligada a usar por su próxima condición de viuda.
Fue una navegación muy trabajosa por los vientos en contra que siempre tuvieron. El capitán Ramsay quiso escoltar a la fragata unas 100 leguas, hasta que estuvo lo suficientemente lejos de Montevideo, ya que temían un posible ataque de los realistas.
Estaba contrariado y deprimido por los sucesos que rodearon su alejamiento del gobierno, lo que repercutió en su salud. Un mareo muy fuerte lo obligó a hacer reposo. Pasaba el tiempo traduciendo del inglés El viaje del joven Anacarsis a la Grecia, de Juan Jacobo Barthelemy, trabajo que dejaría inconcluso. Cuando llegase a Londres, tenía pensado publicar una suerte de balance sobre su carrera política y su papel en la Primera Junta.
Al verlo en semejante estado, su hermano y Guido le pidieron al capitán del barco, George Thomas Heverson hacer puerto en Río de Janeiro o en el Cabo de Buena Esperanza, pero se negó.
Lo que sorprendió a su hermano es que, sin su conocimiento, el capitán le dio a Moreno un emético, un medicamento que se usaba para provocar el vómito. Según Manuel, el capitán “lo suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento”. Su hijo contaría años después que se le dio cuatro gramos de antimonio tartarizado. Cuando el capitán lo hizo, Moreno estaba solo.
Lo que entonces Manuel ignoraba, y que alimenta la teoría conspirativa, es que a los pocos días de la partida la Junta Grande había acordado con el comerciante David de Forest un contrato de compra de armas. Y se aclaraba que para cerrar la operación, De Forest debía ponerse en contacto en Gran Bretaña con Moreno, y que si éste hubiera fallecido o por alguna circunstancia no se hallase en ese país, se debía arreglar con Aniceto Padilla. Para los que sostienen la teoría conspirativa resultó extraño que en un contrato se hubiera contemplado una cláusula que hiciera mención a su posible muerte.
Lo cierto es que tuvo violentas convulsiones, que hasta lo hicieron caer de su catre. Desde la agonía que sufría, en el piso mismo del estrecho camarote, les dio instrucciones a sus jóvenes secretarios sobre cómo debían manejarse en el destino diplomático. También tuvo fuerzas para llamar al capitán, y encomendarle el cuidado de sus acompañantes. A su hermano le solicitó que cuidase a su “esposa inocente”. Sus últimas palabras, según su hermano, habrían sido: “Viva la Patria, aunque yo perezca”.
Entró en una agonía de la que no se recuperaría.
Falleció en la madrugada del 4 de marzo de 1811, frente a las costas de Santa Catalina, en Brasil. Su cuerpo permaneció durante todo el día en la cubierta de la nave. La bandera inglesa estuvo a media asta y la descarga de los fusileros anunció a los otros barcos que una desgracia había ocurrido.
Tenía 32 años.
Cuando Manuel y Guido llegaron a Gran Bretaña el 1 de mayo de 1811, informaron a la Junta sobre la muerte del ex secretario. La noticia se conoció en Buenos Aires a fines de agosto.
Durante dos meses, Lupe le escribió a su marido siete cartas y una esquela. La primera de ellas lo hizo dos días después de la muerte de su marido, que obviamente desconocía. “Se me aumentan mis males al verme sin vos y sin tu amable compañía. Todo me fastidia, todo me entristece, las bromas de Micaela me enternecen porque tengo el corazón más para llorar que para reír…”; “… yo extrañándote cada día más, y deseando con ansias recibir carta tuya, saber de tu salud y sentir los trabajos que habrás tenido en un viaje tan largo, ya que no te los he ayudado a pasar”;”… se cumplen 4 meses y 18 días de tu salida, y todavía no tengo el consuelo de recibir carta tuya”.
La última carta que escribió fue el 29 de julio. “Me alegraré que estés bueno, gordo, buen mozo y divertido pero con ninguna mujer, porque entonces ya no tendré yo el lugar que debo tener en tu corazón por tantos motivos…”.
Al año siguiente, el gobierno asignó a su esposa una pensión de 30 pesos mensuales, y la Asamblea del Año XIII le otorgó una suma de mil pesos. Murió el 1° de septiembre de 1854. Su hijo Mariano, luego de un empleo en la Biblioteca, se enroló en el Ejército, peleó en la guerra con el Brasil, fue profesor de matemática y física en la UBA y diseñó el plano de la ciudad de Barracas al Sud, actualmente Avellaneda.
Durante el rosismo se exilió en Montevideo y luego en Santa Catalina, en Brasil, ayudado económicamente por su tío Manuel. Se destacó por los cuadros que pintaba. El destino quiso que fuera a vivir cerca de las costas donde el cuerpo de su padre había sido arrojado al mar, aquel hombre que tan solo ocho meses de funcionario público le bastó para quedar en la historia.